Myra llevaba la voz cantante, como siempre; y me interrumpía cada vez que yo iba a decir algo. Lo único que hacía Rose era darle la razón, dejando caer de vez en cuando que Myra era maravillosa y listísima. También como de costumbre. Terminamos de cenar, y Myra y Rose se pusieron a fregar los platos. Lennie me miró para ver si yo le vigilaba —cosa que hacia, solo que él no se daba cuenta— y se escabulló camino de la puerta.
Me aclaré la garganta para llamar la atención de Myra y moví la cabeza en dirección a Lennie.
—¿Qué dices, querida? —dije—. Ya sabes lo que convinimos.
—¿Qué convinimos? —dijo—. ¿De qué hablas ahora, si puede saberse?
—De que salga por las noches —dije—. Ya sabes lo que va a hacer y no me parece prudente con las elecciones encima.
—Venga ya —dijo Myra—. El chico sólo va a tomar el aire. ¿O es que también eso te da envidia?
—Pero acordamos que...
—¡Yo no! Pero me confundiste tanto que no pensaba lo que decía. Además, sabes perfectamente que tienes a Sam Gaddis en el bote.
—Bueno, el caso es que no me gusta aprovecharme de las oportunidades —dije—. Y...
—¡Cierra el pico de una vez! ¿Has visto hombre igual en tu vida, Rose? ¿No es para preguntarme si no estaré medio loca por vivir con él? —Myra me fulminó con la mirada y luego dirigió a Lennie una sonrisa—. Puedes irte, querido. Pásalo bien, pero no vuelvas muy tarde.
Lennie se fue tras dirigirme una babosa sonrisa. Myra dijo que sería mejor que me fuera a mi cuarto si no soportaba aquello, y estaba segura de que no, así que obedecí.
Me tumbé en la cama con la colcha vuelta para que las botas no la ensuciaran. La ventana estaba abierta y podía oír el canto de los grillos, que siempre se oía después de la lluvia. De vez en cuando se oía el ruidoso croar de una rana, que parecía un tambor bajo que marcara el tiempo. Al otro lado del pueblo alguien le daba a una bomba de agua, plum, fisss, plum fisss, y hasta podía oírse a una madre que llamaba a su hijo: ¡Henry Clay, eh, Henry Clay Houston! ¡Ven en seguida! Y en el aire flotaba el aroma de la tierra limpia, el olor más agradable que hay por aquí, Y... y todo era hermoso.
Era todo tan condenadamente hermoso y apacible que volví a dormirme. Sí señor, me quedé dormido aunque no había tenido un día atareado y ya me las había apañado para descansar un poco.
Creo que llevaba dormido aproximadamente una hora cuando me despertó la voz de Myra que gritaba, la de Lennie que se desgañitaba y la de un tercero que hablaba a los otros dos: era Amy Mason, que decía lo que pensaba de una manera que daba dentera. Suavemente, pero firme y tajante, como solo Amy podía hacerlo cuando se cabreaba. Lo mejor entonces era escuchar lo que decía; lo mejor era escuchar y aprenderse de memoria lo que dijera, porque de lo contrario uno podía pasarlo pero que muy mal.
A pesar de sus gritos y de sus posturas de desafío, me daba cuenta de que Myra estaba acusando los efectos de aquello. De modo que se puso a gemir y a quejarse, diciendo que Lennie no pretendía nada al espiar por la ventana de Amy, que era muy curioso y le gustaba observar a la gente. Amy dijo que sabía muy bien lo que pretendía Lennie, y que sería mejor que se dejara de picardías obscenas si es que sabía lo que convenía.
—Ya he advertido a su marido —dijo—, y ahora le advierto a usted, señora Corey. Si vuelvo a sorprender a su hermano en mi ventana le emprenderé a fustazos con él.
—¡No... no será usted capaz! —gritó Myra—. Y deje de hacerle daño. Suéltele la oreja a la pobre criatura.
—Con mucho gusto —dijo Amy—. Se me pone la carne de gallina de sólo tocarle.
Abrí mi puerta un par de centímetros y eché un vistazo al exterior.
Myra rodeaba con un brazo a Lennie, que parecía avergonzado, furioso y corrido mientras ella le acariciaba la cabeza. Rose estaba a su lado, haciendo lo posible por parecer preocupada y protectora. Pero yo sabía, conociéndola como la conocía, que se estaba riendo por dentro, divertida de ver a Myra atrapada por aquella vez. En cuanto a Amy...
Tragué saliva al verla, preguntándome qué podría ver en Rose si estuviera con una hembra como Amy.
No es que fuera más guapa que Rose ni estuviera mejor hecha. Se la comparase con quien se la comparase, no se podía encontrar defecto en Rose en materia de belleza y constitución. La diferencia, supongo, radicaba en algo que brotaba de dentro, algo que tocaba directamente en el corazón y dejaba su huella como un hierro de marcar ganado, y de tal manera que, estuviera uno donde estuviera, se sentía perseguido por aquella emoción y su recuerdo.
Saqué el tórax por la puerta y miré a mi alrededor con cara de sorpresa.
—¿Qué pasa aquí, caramba? —dije, sin dar a nadie oportunidad de responder—. Oh, buenas noches, señorita Mason. ¿Alguna dificultad?
Amy dijo que no, que no había ninguna dificultad; para tomarme el pelo, ya me entendéis.
—Ya no, comisario. La dificultad ha podido resolverse. Su mujer le dirá cómo evitar que haya otra en el futuro.
—¿Mi mujer? —lanzé sobre Myra y Lennie una mirada escrutadora, y me volví hacia Amy—. ¿Ha hecho algo el hermano de mi mujer, señorita Mason? Dígamelo en seguida.
—Lennie no ha hecho nada, por supuesto —soltó Myra—. Estaba solo...
—¿Eres tú la señorita Mason? —dije—. ¿Lo eres?
—Q... qué? ¡Qué?
—He hecho una pregunta a la señorita Mason —dije—. Por si no lo sabías, la señorita Mason es una de las jóvenes mas destacadas y respetadas de Potts County, y si le pregunto algo es porque sé que me dirá la verdad. De modo que será mejor que no contradigas lo que ella dice.
Myra quedó con la boca abierta. Pasó del rubor a la palidez y luego volvió a sonrojarse. Sabía que me montaría un número de mil diablos cuando me cogiera a solas, pero por el momento no iba a replicarme. Sabía que no convenía, habida cuenta de la proximidad de las elecciones y la buena reputación de que gozaba Amy. Sabía que una mujer como Amy podía armar un lío gordo, que a su vez podía influir en la opinión pública, y el periodo electoral no era momento oportuno para buscar jaleos.
De modo que Myra no me metió en ningún quebradero de cabeza, por mucho que lo deseara, y Amy quedó la mar de complacida por mi intervención, y dijo que lo lamentaba si había dicho algo molesto.
—Me temo que no he sabido dominarme —dijo sonriendo y un poco rígida—. Si me lo permiten, me iré a casa ahora mismo.
—La acompañaré personalmente —dije—. Es demasiado tarde para dejar que una joven vaya sola por la calle.
—Vaya, no hace falta, comisario. Yo...
Dije que era absolutamente necesario; así lo creíamos yo y mi mujer.
—¿Verdad que sí, Myra? ¿Verdad que insistes en que acompañe a la señorita Mason a su casa?
Myra dijo que sí, los dientes rabiosamente unidos.
Asentí y guiñé un ojo a Rose, y ella me devolvió el guiño; salimos Amy y yo.
Vivía en el pueblo, de manera que no tuve que sacar caballo ni calesa, como habría ocurrido de haber vivido un poco lejos. De todas formas, quería hablar con ella y no iba a dejar que se me escapara. Y es mas bien difícil que una mujer se dé aires de superioridad mientras se la acompaña a casa en medio del barro y en una noche oscura.
Tuvo que escucharme cuando empecé a decirle cómo me había enganchado Myra. Dijo que no le interesaba aquello, que no era asunto suyo y cosas parecidas. Pero escuchó, como fuera, porque no tenía mas remedio. Y al cabo de un par de minutos dejó de interrumpirme y empezó a arrimárseme; y supe que creía lo que le contaba.
En el porche de la casa me abrazó y yo hice lo propio, y así estuvimos en la oscuridad durante un rato. Pasado éste me apartó con suavidad; no podía verle la cara, pero me di cuenta de que estaba enfadada.
—Nick —dijo—. Nick, ¡esto es terrible!
—Sí —dije—, supongo que no tengo las cosas muy claras. Creo que fui un idiota al dejar que Myra me asustase para que me casase con ella y...
—No me refiero a eso. Lo que dices podría resolverse con dinero y yo lo tengo. Pero... pero...
—¿Qué es lo que te preocupa, pues? —dije—. ¿Que es lo terrible, querida?
—No... no lo sé con certeza —dijo cabeceando—. Sé el qué, pero no el por qué. Y no estoy segura de que fuera diferente si lo supiera. ¡No... no puedo hablar de ello ahora! Ni siquiera quiero pensar en ello. Yo... ¡oh, Nick! ¡Nick!
Ocultó la cara en mi pecho. La abracé con fuerza, acaricié su cabeza y le murmuré que todo iba bien, que nada sería terrible si volvíamos a estar juntos.
—Ya verás como no, cariño —dije—. Dime de qué se trata y te demostraré que no tiene ninguna importancia.
Se pegó a mí un poco más, pero siguió sin decir nada. Yo dije que, bueno, al infierno con ello; que quizá pudiéramos solucionarlo en otra ocasión, cuando no estuviera tan ajetreado como aquella noche.
—¿Recuerdas que solía ir a pescar por la noche? —dije—. Bueno, pensaba que quizá pudiera ir mañana por la noche, y si en vez de ir al río viniera aquí sería una confusión muy natural porque no vives tan lejos.
Amy emitió un ruido por la nariz y se echó a reír.
—¡Oh, Nick! ¡No hay otro como tú!
—Bueno, espero que no —dije—. El mundo quedaría hecho cisco si lo hubiera.
Dije que la vería a la noche siguiente, tan pronto como oscureciera del todo. Se restregó contra mí y dijo que estupendo.
—Pero querido, ¿es que tienes que irte ahora?
—Bueno, creo que sí —dije—. Myra se estará preguntando qué ocurre, y aún tengo que llevar a casa a la señora Hauck.
—Entiendo —dijo—. Casi me había olvidado de Rose.
—Sí tengo que llevarla a su casa —dije refunfuñando—. Myra le prometió que lo haría.
—¡Pobre Nick! —Amy me acarició la mejilla—. Todo el mundo dándole órdenes.
—Bueno, a mí no me importa —dije—. Después de todo, alguien tiene que ocuparse de la pobre señora Hauck.
—¡Cierto! ¿Y no es una suerte que disponga de alguien tan ávido de cuidarla? ¿Te has dado cuenta, Nick, de que la pobre señora Hauck parece sobrellevar notablemente bien sus preocupaciones? Parece radiante del todo, me atrevería a decir que como una mujer enamorada.
—¿Tú crees? —dije—. No puedo decir que lo haya advertido.
—Quédate un rato más, Nick. Quiero hablar contigo.
—Creo que será mejor dejarlo para mañana por la noche —dije—. Es un poco tarde y...
—¡No! Ahora, Nick.
—Pero Rose, o sea, la señora Hauck... está esperando. Y yo...
—Déjala estar. Me temo que no es el único contratiempo que puede sufrir. ¡Ahora, adentro!
Abrió la puerta, entró y yo entré tras ella. Me cogió la mano en la oscuridad y me condujo por la casa hasta su dormitorio. Había tenido gracia que dijera que quería hablarme, porque no dijo ni una palabra.
O casi ninguna.
Luego, se tendió de espaldas, bostezó y se estiró; un tanto inquietante, porque yo nunca podía ver bien en la oscuridad y tardaba en vestirme.
—¿Querrías darte un poco de prisa, querido? Me siento a gustísimo, relajada y con sueño. Y quisiera dormir.
—Bueno, ya me falta poco —dije—. ¿De qué querías hablarme, por cierto?
—De tu forma de hablar. No eres un paleto, Nick. ¿Por qué hablas como si lo fueras?
—Por costumbre, supongo. Una especie de rutina de la que me he hecho esclavo. Sé que vale mucho el hablar bien. Uno lo olvida porque no le hace falta, y en seguida pierde la onda. Lo que está mal le parece bien y al revés, digo yo.
La cabeza de Amy se removió en la almohada, los ojos dilatados y resaltando en su rostro pálido mientras me observaba.
—Creo que sé a qué te refieres, Nick —dijo—. En cierto modo, eres víctima del mismo proceso.
—¿Sí? —dije mientras me ponía las botas—. ¿Qué quieres decir, Amy?
—Por lo menos, empiezo a ser una víctima —dijo—. ¿Y sabes una cosa, querido? Creo que me gusta.
Me puse en pie, metiéndome los faldones de la camisa.
—Amy, ¿qué es lo que queréis decirme?
—Nada que no pueda esperar a mañana por la noche. Más aún, no creo que tenga nada que decirte entonces.
—Y dije también otras cosas, querido. Posiblemente no me escuchabas. Pero tienes que irte; espero que la señora Hauck no haya perdido la paciencia.
—Sí —dije—. Yo espero lo mismo.
Pero me daba en la nariz que la había perdido.
Había conocido a Myra en la feria regional, años atrás. Yo estaba emperifollado del todo, como siempre que voy a alguna parte, y hasta el más lelo se habría dado cuenta de que iba uno en plan de cortar el bacalao. Por lo menos parece que Myra se percato. Y ella no estaba tan mal por entonces; no había ahorrado esfuerzos en acicalarse. Y no me resistí demasiado cuando se me arrimó.
Fue en el sitio en que se tiraban pelotas a la cabeza de un fulano de color, y si se le daba se llevaba uno un premio. Yo estaba haciéndolo porque el tipo que dirigía el tenderete me lo había pedido. Habría sido descortesía no hacerlo, pero no quería darle al hombre de color y no lo hacía. Pero oí que alguien batía palmas y me encontré con Myra, que hacía como si yo fuera el mejor tirador del mundo.
—¡Ooooh! ¡No comprendo cómo puede usted hacerlo! —dijo, sonriéndome con afectación—. Por favor, querría tirar unas cuantas pelotas por mí si le doy el dinero?
—Bueno, me parece que no, señora —dije—. Si no tié conveniente en escusarme. Es que ya me iba.
—Oh —dijo ella con cara un tanto desanimada, para lo que no se precisaba mucho esfuerzo, si es que os percatáis de lo que quiero decir—. Entiendo. Está usted con su esposa.
—No, de ningún modo —dije—. No estoy casado, señora; es que no quiero pegarle a ese tío de color porque no me parece bien. Es más, no creo que sea del todo decente.
—¡Creo que dice usted eso —dijo haciendo un puchero y sonriendo con afectación— para censurarme por haberme precipitado.
Yo dije que no, que de ningún modo; que había querido decir realmente lo que había dicho.
—Creo que su trabajo es que le tiren pelotas, pero el mío no es tirárselas —dije—. De cualquier forma, es mejor estar sin trabajo que tener uno así. Si tiene que ganarse la vida recibiendo pelotazos, es porque no tiene nada por lo que vivir.
Myra puso cara de trascendencia y dijo que se daba cuenta de que yo era un tío profundo. Dije que bueno, que no sabía mucho de aquello, pero que estaba seguro de tener mucha sed.
—Señora, ya que no puedo hacerle el favor de tirar pelotas por usted, ¿podría invitarla a una limonada?