Ya no se lo echo tanto en cara, porque he visto montones de personas más o menos como él. Personas que buscan soluciones fáciles a problemas inmensos. Individuos que acusan a los judíos o a los tipos de color de todas las cosas malas que les han ocurrido. Individuos que no se dan cuenta de que en un mundo tan grande como el nuestro hay muchísimas cosas que por fuerza tienen que ir mal. Y si alguna respuesta hay al porqué de todo esto —y no siempre la hay—, vaya, es probable entonces que no se trate sólo de una respuesta, sino de miles.
Pero así era mi padre: como esa clase de personas. De los que compran libros escritos por un fulano que no sabe una mierda más que ellos (de lo contrario no se habría puesto a escribir libros). Y que al parecer tiene que enseñarles las cosas. O de los que compran un frasco de píldoras. O de los que dicen que la culpa de todo la tienen otros y que la solución consiste en acabar con ellos. O de los que afirman que hay que entrar en guerra con otro país. O... Dios sabe qué.
Como sea, el caso es que mi padre era así. Y no crecí de otro modo. No me extraña, mira por dónde, que las chicas y yo siempre nos hayamos llevado tan bien. Me doy cuenta de que en realidad les voy; como si me saliera sin darme cuenta de lo que pasa. Porque un tipo ha de gustar. Es natural que sea así. Y las chicas se sienten naturalmente inclinadas a gustar a un hombre.
Al pensar en esto creo que me confundía lo mismo que los individuos de que he hablado. Porque no hay problema más gordo que el amor, nada que sea más difícil de abordar, y yo estaba buscando una solución al respecto.
Pues bien, que me cuelguen si no llegué a Pottsville en la noche más oscura del año. Estaba tan oscuro que podía habérseme puesto una luciérnaga en la nariz y ni siquiera la habría visto.
Claro que la oscuridad no me molestaba realmente. Me conocía de tal manera cada grieta, cada rincón de Pottsville, que podía ir a donde quisiera aunque fuera en sueños. Así que la oscuridad era más bien una ventaja para mí, y no lo contrario. Si hubiera habido alguien levantado y merodeando, y por supuesto que no lo habría a aquella hora de la noche, no hubiera visto adonde iba yo ni por qué iba allí.
Bajé por el oscuro centro de la calle mayor. Giré al sur al llegar al final y me dirigí al río. Apenas había una mota de luz en aquel lugar, algo así como una chispita que destacase entre la tiniebla. Supuse que procedía del burdel o, mejor aún, del pequeño embarcadero que había detrás. Los dos macarras estarían allí, lo sabía, tomando el fresco y bebiendo como camellos.
Sin duda se pondrían farrucos en cuanto llegase yo. Respondones y obscenos, predispuestos a molestar a un tipo que siempre se había mostrado simpático con ellos.
Encendí una cerilla y eché un rápido vistazo al reloj. Aceleré el paso. El vapor, el Ruby Clark, estaba a punto de pasar, y yo tenía que estar allí cuando doblase el meandro.
Había llovido mucho la semana anterior; en la parte baja del río llovía siempre mucho. La humedad se había secado del todo porque también nos da mucho el sol. Pero la carretera tenía baches aquí y allá y, como iba corriendo, acabé por meter el pie donde no debía.
Me tambaleé y estuve a punto de darme una leche antes de recuperar el equilibrio. Hice una pausa, lo suficiente para recobrar el aliento, y giré en redondo. Aguzé ojos y oídos, la orejas casi tiesas durante un minuto. Porque había oído un ruido. Un ruido parecido al pataleo que había organizado, sólo que no tan alto.
Me quedé inmóvil como un palo durante un par de minutos. Luego, al oír el ruido otra vez y al darme cuenta de lo que era, estuve a punto de reírme, tranquilizado ya.
No era más que uno de esos condenados grillos que hay por aquí. Van dando saltos, se buscan, luego se juntan en mitad del aire y se van de cabeza al suelo.
Y en una noche silenciosa llegan a armar un alboroto de la hostia. Y si se está tan inquieto como yo estaba, pueden dar un susto de cuidado.
Un par de minutos después llegaba al burdel. Fui de puntillas por el paseo que corre por el flanco del local y me acerqué a la parte trasera.
Allí estaban los macarras, tal y como había supuesto. Estaban sentados, con la espalda apoyada en los postes de amarre, con un candil de poca luz y una jarra de whisky entre ambos. Me miraron con ojos como platos cuando salí de la oscuridad y entonces, el que se llamaba Curly, un tipo lechuguináceo de pelo completamente rizado, movió un dedo hacia mí.
—Vaya, Nick, sabes que no tienes que venir por aquí más que una vez por semana. Sólo una vez por semana y lo suficiente para coger tu parte y ahuecar.
—Es verdad —dijo el que se llamaba Moose—. El caso es que somos demasiado generosos al dejarte venir aquí aunque sea una sola vez. Tenemos que cuidar nuestra reputación, y está claro que no nos beneficia en nada el que un tipo como tú se deje caer por este sitio.
—Bueno, tú —dije—, no está bien que digas eso.
—Oh, vamos, no hay nada personal en ello —dijo Curly—. Es una de tantas cosas desagradables de la vida. Eres un maleante y no está bien que haya maleantes por aquí.
Le pregunté que cómo se le había ocurrido pensar que yo era un maleante, y él dijo que no podía llamarme de ninguna otra forma.
—Sacas tu parte, ¿no? Te quedas un dólar de cada cinco que se recaudan.
—Pero tengo que hacerlo —dije—. Es decir, se trata de una especie de deber cívico. Si yo no os sangrara un poco, seríais demasiado poderosos. Y antes de que me diera cuenta gobernaríais el condado en mi lugar.
Moose hizo una mueca de desprecio y se puso en pie tambaleándose.
—So payaso —dijo—, ¿quieres largarte de aquí? ¿O quieres que te eche yo?
—Bueno, bueno —dije—. No sé por qué te pones así. Me parece que es una forma un poco ordinaria de hablar a un tipo que siempre ha sido amable con vosotros.
—¿Te vas a ir o no? —dio un paso hacia mí.
—Será mejor que lo hagas, Nick —asintió Curly, poniéndose en pie—. Nos revuelves el estómago, ¿sabes? Puede que no sea culpa tuya, pero el aire se pone malo en cuanto apareces.
Pude ver las luces del Ruby Clark en el meandro y alcancé a oír el golpeteo de las paletas mientras rodaban. Era el momento oportuno, y cualquiera de los segundos que transcurriesen pertenecerían a dicho momento. Así que desenfundé la pistola y apunté.
—¡Qué...! —Moose se quedó petrificado a mitad de camino, la boca abierta para tragar aire.
—Oh, vamos, Nick —dijo Curly esforzándose por sonreír. Pero se trataba de la sonrisa más nauseabunda que había visto en mi vida.
Hay algo que se sabe siempre, creo. Y lo que se sabe es el momento en que uno va a morir. Moose y Curly supieron que iban a palmarla.
—Buenas noches, gentiles caballeros —dije—. Hola y adiós.
El Ruby Clark hizo sonar la sirena.
Cuando se desvaneció el eco, Moose y Curly estaban ya en el río con un proyectil entre los ojos.
Esperé en el pequeño muelle hasta que el Ruby hubiera pasado. Siempre he dicho que no hay nada más bonito que un vapor por la noche. Luego recorrí la pasarela y me dirigí a casa.
El palacio de justicia estaba a oscuras, naturalmente, cuando llegué. Me quité las botas y subí por la escalera en silencio. Y me metí en la cama sin despertar a nadie.
Me quedé dormido en seguida. Desperté al cabo de un par de horas, Myra a mi lado y sacudiéndome.
—Nick, ¡Nick! ¿Quieres levantarte, por el amor de Dios?
—¿Eh? ¿Qué? —dije—. ¿Qué pasa, Myra?
Pero entonces oí que daban golpes en la puerta de abajo. Habría tenido que estar sordo para no oírlos.
—Bien, iré a ver —dije—. Aunque, ¿quién demonios podrá ser?
—Ve y averígualo, leche. Baja antes de que despierten al pobre Lennie. —Me quedé pensando un momento, sin moverme, mientras Myra seguía sacudiéndome. Entonces dije que no estaba seguro de si debía bajar o no, porque ¿a santo de qué iba a llamar a la puerta una persona honrada a las tantas de la noche?
—Puede que sean ladrones, Myra —le insinué—. Y no me sorprendería que así fuera. He oído decir que roban a altas horas de la noche, cuando la gente honrada está en la cama.
—¡Imbécil! ¡Animal, estúpido, cobarde, abúlico! ¿Eres el comisario del condado o no? —gritaba Myra.
—Bueno —dije—, creo que se puede decir así.
—¿Y no es tarea del comisario el encargarse de los delincuentes? ¿Eh? ¡Respóndeme, so... so...!
—Bueno, creo que también a esto puedo decirte que sí —dije—. No he pensado mucho en ello, pero suena a cosa sensata.
—¡Baja, baja en seguida! —barbotó Myra—. ¡Baja a mirar, baja en seguida, o si no yo.. yo...!
—Pero si aún no estoy vestido —dije—. Sólo llevo unos calzoncillos gastados. Y no sería muy prudente bajar desnudo.
La voz de Myra se hizo tan tenue que apenas pude oírla, pero sus ojos despedían llamas.
—Nick —dijo—, es la última vez que te lo digo. O bajas ahora mismo o lamentarás no haberlo hecho. ¡Vaya si lo lamentarás!
Los golpes rayaban ya en el escándalo, y uno estaba gritando mi nombre, uno cuya voz se parecía una barbaridad a la de Ken Lacey. Así que, como Myra se había puesto como se había puesto, pensé que quizá lo mejor fuera bajar a la puerta.
Saqué las piernas de la cama y me puse las botas. Me quedé pensando un ratito, mojándome el dedo en saliva y frotándome un lugar un poco dolorido. Bostecé, me estiré y me rasqué los sobacos.
Myra lanzó un gruñido. Cogió los pantalones y me los tiró de manera que los camales me rodearon el cuello como una bufanda.
—No estarás enfadada por alguna cosa, ¿verdad, querida? —dije mientras desliaba los pantalones y me los ponía—. Espero no haberte molestado de ninguna manera.
No dijo nada. Se limitó a hincharse como si estuviera a punto de estallar.
—Me contaron hace poco el último chisme acerca de ti —dije—. Un tipo me decía el otro día, dice: «Nick, tienes la madre más guapa del pueblo.» Y yo le pregunté que a quién se refería, naturalmente, porque mi madre lleva años enterrada. Y dijo: «Toma, pues a esa señora que se llama Myra. ¿Quieres decir que no es tu madre?» Esto es lo que dijo, querida. Así que ahora puedes contarme cualquier cosa bonita que se haya contado sobre mí.
Myra siguió sin decir nada. Se limitó a saltar sobre mí, más o menos maullando como un gato, las manos como garras dispuestas a sacarme los ojos.
Pero no lo hizo porque yo me había esperado algo parecido. Mientras le hablaba me había ido acercando a la puerta. De modo que en vez de caer sobre mí se dio contra la pared y arañó un buen cacho antes de recuperarse.
Mientras tanto yo había bajado las escaleras y había abierto la puerta.
Ken Lacey se coló dentro. Tenía los ojos como platos y jadeaba. Me sujetó por los hombros y se puso a zarandearme.
—¿Ya lo has hecho? —dijo—. Maldita sea, ¿has ido y lo has hecho ya?
—¿Qué... el qué? —intente sacudírmelo—. ¿Si he ido y he hecho qué?
—Lo sabes bien, maldita sea. ¡Lo que te dije que hicieras! Vamos, responde, so adoquín, o te muelo a palos aquí mismo.
Bueno, a mí me daba la impresión de que estaba nervioso por algo. Estaba tan nervioso que se habría desplomado entre convulsiones. Así que lo llevé a mi oficina e hice que se sentara ante el escritorio; y abrí una garrafa e hice que tomara un trago de whisky. Entonces, cuando pareció que se calmaba un poco, le pregunté que qué era todo aquello.
—¿Qué es lo que parece que he hecho, Ken? Tal como te comportas se pensaría que he matado a alguien.
—Pero, ¿no lo has hecho? —dijo, los ojos clavados en mí—. ¿No has matado a nadie?
—¿Matar? —dije—. Toma, ¡vaya pregunta más ridícula! ¿Por qué iba yo a matar a nadie?
—¿No lo has hecho? ¿No has matado a los dos macarras que te molestaban?
—Ken —dije—. ¿Cuántas veces voy a tener que decírtelo? ¿Por qué iba yo a matar a nadie?
Lanzó un largo suspiro y se relajó por primera vez. Luego después de tomar otro largo trago, dejó caer la garrafa y se puso a despotricar contra Buck, el suplente.
—Maldita sea, espera a que le ponga la mano encima. ¡Ya verá lo que es bueno! Le voy a dar tantas patadas en ese roñoso culo que tiene que va a tener que quitarse las botas para peinarse.
—¿Por qué? ¿Qué ha hecho? —dije—. ¿Qué es lo que ha hecho el bueno de Buck?
—Que me ha metido el susto en el cuerpo, eso es lo que ha hecho. Me ha puesto tan nervioso y tan preocupado que tengo la cabeza como un bombo —dijo Ken, maldiciendo a Buck de arriba abajo—. Bueno, la culpa es mía, lo admito. Ante mis ojos tuve la prueba fetén de que era un puerco maníaco, pero como soy un tipo liberal cerré los ojos.
—¿Cómo es eso? —dije—. ¿Qué quieres decir con que tuviste la prueba fetén, Ken?
—Quiero decir que lo cogí leyendo un libro, eso es lo que quiero decir. Sí señor, lo sorprendí con las manos en la masa. Bueno, él afirmó que sólo estaba mirando las estampas, pero me di cuenta de que mentía.
—Bueno, lo tendré en cuenta —dije—. ¡Lo tendré muy en cuenta! Pero, ¿qué tiene que ver Buck con el hecho de que estés aquí?
De modo que Ken me contó lo que había ocurrido. Al parecer, al poco de dejarme, Buck había vuelto a la oficina y dado muestras de inquietud. Se preguntaba si yo habría enloquecido lo suficiente para matar a los chulos, cosa que pondría a Ken en un brete. Tal como Buck lo veía —en aquella preocupación suya en voz alta—, Ken me había dicho que yo debía matarlos, y que si yo iba y me los cepillaba Ken sería tan culpable como yo.
No cejó la tensión, y Buck siguió diciendo que yo podía matar a los macarras porque siempre había seguido al pie de la letra los consejos de Ken en el pasado, por descabellados que hubieran sido. Y entonces, cuando se percató de que estaba mosqueando a Ken, dijo que lo más seguro era que la ley no fuera demasiado severa con él. Que lo más seguro era que no fuese nada severa, al revés que conmigo, aunque quizá le cayeran sólo treinta o cuarenta años.
El resultado de todo aquello fue que Ken salió de la oficina y cogió el mercancías de Red Ball a Pottsville. El viaje no había sido muy cómodo porque el furgón de cola, donde había tomado asiento, tenía una rueda pinchada. Dijo que tenía el culo más dolorido que el mío a causa de los saltos y que lo único que quería en aquel momento era meterse en la cama. —He aguantado más de lo que el cuerpo puede aguantar en un día —dijo bostezando—. Supongo que podrás hospedarme, ¿no?