—Bueno —dije—, puede que fuera mejor que te lo diera. Ya sabes cómo es Myra cuando la toma con alguien. Cuando se cansa de chismorrear y de contar mentiras, vaya...
—Déjame pasar, por favor.
Me empujó para abrirse paso y salió al pasillo, la cabeza erguida, la pluma de avestruz de su sombrero sacudiéndose y balanceándose. Cuando el tren volvió a ponerse en marcha, quise decirle adiós con la mano, pero ella, aún en el andén, volvió la cabeza al instante, dando otra sacudida a la pluma de avestruz, y echó a andar hacia la calle.
Así que aquello fue todo, y me dije que quizá no estuviera tan mal. Porque, ¿cómo habríamos podido decirnos nada tal como estaban las cosas?
Myra existía, y seguiría existiendo el problema hasta que Myra o yo muriéramos de viejos. Aunque Myra no era el único inconveniente.
Como fuese, yo tenía una verdadera amiga, una mujer casada llamada Rose Hauck. Uno de esos líos en que acostumbro a meterme antes de saber lo que está pasando. Rose no me importaba un rábano, salvo por el hecho de ser terriblemente guapa y generosa. Pero yo significaba mucho para ella. Mucho, mucho: en cantidad; y hacía que yo me enterase.
Para que os deis cuenta de lo lista que era Rose, Myra la consideraba su mejor amiga. Sí señor, Rose lo había conseguido. Cuando estábamos solos, quiero decir Rose y yo, echaba pestes de Myra hasta que me ponía colorado. Pero cuando las dos se juntaban, ¡ay, hermano!, Rose la agasajaba, la llenaba de elogios y se la camelaba hasta lo indecible. Y Myra se sentía tan complacida y embobada que casi lloraba de alegría.
La forma más segura de picar a Myra era dejar caer que Rose no era del todo perfecta. Ni siquiera Lennie se salvaba. En cierta ocasión se puso a decir que una persona tan guapa como Rose no podía ser tan simpática como aparentaba. Y Myra lo sacó a guantazos de la habitación.
Puede que no os lo haya dicho, pero el Ken Lacey que iba a visitar era comisario de un par de condados de río abajo. Nos conocimos en una convención de funcionarios jurídicos celebrada cierto año, y el caso es que congeniamos. No sólo era muy amigo mío, sino además muy listo; lo supe en cuanto me puse a hablar con él. Así que en la primera ocasión que se presentó le pedí consejo acerca de un problema que tenía.
—Mmmm —había dicho una vez le expliqué la situación y hubo pensado un rato—. Bueno. Las letrinas se encuentran en una propiedad comunal, ¿no? Detrás del palacio de justicia, ¿no es eso?
—Exacto —dije—. Tal como tú lo dices, Ken.
—Y no molestan a nadie más que a ti, ¿cierto?
—Muy cierto —dije—. El juzgado está al fondo de la planta baja y no tiene ventanas que den atrás. Las ventanas están arriba, en el segundo piso, que es donde yo vivo.
Ken me preguntó si podía obtener de las autoridades del condado que derribasen las letrinas y dije que no, que sería muy difícil. Al fin y al cabo, las utilizaba mucha gente y podía sentar mal.
—¿Y no podrías hacer que las limpiasen? —preguntó—. ¿Que las saneasen un poco, quizá con unos cuántos bañiles de cal?
—¿Por qué iba a hacerlo nadie? —dije—. Si sólo me molestan a mí. Lo más probable es que se me echasen encima en cuanto me quejara.
—Ya, ya —Ken asintió—. Se diría que es egoísmo tuyo.
—Pero tengo que hacer algo, Ken —dije—. No es sólo el olor que despide cuando hace calor, cosa ya bastante mala de por sí, sino también lo demás. Porque, mira, están también esos cochinos boquetes en el techo que dejan al descubierto todo lo que se hace dentro. Suponte que recibo visitas y que piensan: «Caramba, qué vista tan maravillosa hay en este lado.» Se ponen a mirar y la única vista de que gozan es la de cualquier tío haciendo sus necesidades.
Ken dijo «ya, ya» otra vez, carraspeó y se pasó la mano por la boca. Luego la abrió para decir que realmente era un problema, un verdadero problema.
—No entiendo cómo se puede molestar a un jefe de policía como tú, Nick, con todas las preocupaciones de tu importante cargo.
—Tienes que ayudarme, Ken —dije—. Yo tengo la picha hecha un lío.
—Te ayudaré —asintió Ken—. Nunca he dejado en la estacada a ningún hermano de profesión, y no voy a hacerlo ahora.
Así que me dijo lo que tenía que hacer y lo hice. Aquella misma noche me colé en los retretes públicos aflojé un clavo aquí, otro allá, al tiempo que removía un tanto las tablas del suelo. A la mañana siguiente, me levanté temprano, preparado para entrar en acción cuando llegara el momento oportuno.
Pues bien; el tipo que más utilizaba aquel servicio público era el señor J. S. Dinwiddie, presidente del banco. Lo usaba al ir a su casa a comer y al volver de comer, al irse a su casa por la noche y cuando volvía al trabajo por la mañana. Bueno, a veces pasaba de largo, pero nunca por las mañanas. Cuando sentía el efecto de la salsa y los menudillos ya estaba lejos de casa y tenía el tiempo preciso para entrar corriendo en los retretes.
Llegó corriendo aquella mañana, la mañana siguiente a la noche de los estropicios: un tiarrón gordo de cuello de camisa blanco y ancho, y un traje de velarte la mar de nuevo. Las tablas del suelo fallaron bajo él y cayeron al pozo. Y el fulano cayó con ellas.
Exactamente en un pozo de mierda acumulada durante treinta años.
Está claro que corrí a sacarlo casi al segundo de haberse caído. Así que no sufrió daño ninguno, aunque quedó horrorosamente embadurnado. Pero en mi vida había visto a un tipo más cabreado.
Daba saltos, arriba, abajo, de lado, agitaba los puños, sacudía los brazos y gritaba cosas muy feas. Quise tirarle un poco de agua para que se le fuera lo más negro de la porquería. Pero como no paraba de saltar y retorcerse, fue poco lo que pude hacer. Le tiraba el agua cuando estaba en un sitio y cuando el agua llegaba ya estaba el individuo en otra parte. ¡Y soltaba cada taco! Nunca había oído cosa igual ¡y eso que ayudaba en la iglesia!
Llegaron corriendo las autoridades del condado con otros funcionarios, todos muy nerviosos al ver al ciudadano más importante del lugar de aquella manera. El señor Dinwiddie acabó por reconocerles, aunque es difícil saber cómo lo consiguió con toda aquella caca en los ojos. Si hubiera tenido a mano una estaca, os juro que la habría emprendido a palos con todos.
Los puso de vuelta y media. Juraba que los procesaría por negligencia criminal. Gritaba que los acusaría de provocar daños personales por mantener un peligro público a sabiendas.
Yo fui el único para quien tuvo una palabra amable. Dijo que un hombre como yo podía gobernar el condado solo y que iba a hacer lo posible para que destituyeran a los demás funcionarios, ya que constituían un gasto innecesario y además una amenaza peligrosa.
Al correr el tiempo, el señor Dinwiddie no llevó a cabo ninguna de sus amenazas. Pero arregló el problema del servicio público. Lo quitaron y cegaron el pozo en una hora; y si alguna vez siente uno algún olorcillo, no tiene más que ir a las autoridades y decir que sin duda se trata de otro retrete del palacio de justicia.
Bueno, esto ha sido una muestra de lo que eran los consejos de Ken Lacey. Sólo una muestra de lo buenos que eran...
Por supuesto habrá quien diga que no eran tan buenos, que el señor Dinwiddie podía haberse matado y que yo me habría metido en un buen lío. Podría añadirse que los demás consejos que me había dado Ken eran pura maldad, y que estaban destinados a hacer daño y no a aportar soluciones.
Pero yo, bueno, yo siempre pienso bien de las personas mientras puedo. O, por lo menos, no pienso mal mientras no me vea obligado a hacerlo. Así que aún no había decidido acerca de Ken en este sentido.
Imaginaba que calibraría sus palabras, que sopesaría el consejo que me diera antes de decidirme. Si me resultaba por lo menos medianamente útil, le pagaría el favor. Pero si la utilidad no se veía por ningún lado...
Bueno, ya sabría lo que hacer con él.
Siempre acababa sabiéndolo.
Compré un poco de comida en el tenderete del tren, apenas unos cuantos bocadillos, un trozo de pastel, patatas fritas, cacahuetes, dulces y una gaseosa. A eso de las dos de la tarde llegamos al pueblo de Ken Lacey, la cabeza del partido en que era jefe de policía.
Era un lugar verdaderamente grande, probablemente de cuatro o cinco mil habitantes. La calle mayor estaba empedrada, y también la plaza que se abría en derredor del palacio de justicia; y por todas partes había calesas de ruedas radiadas y fantásticos carruajes cubiertos, y hasta vi dos o tres automóviles conducidos por tíos pijos que llevaban anteojos, y a su lado iban mujeres con velos y trapitos de lino sujetándose con fuerza. O sea, que era como estar en Nueva York o una de esas capitales grandes de que me han hablado. Tantas cosas para ver y la gente tan atareada y acostumbrada al movimiento que no prestaba atención a nada.
Por poner un ejemplo: pasé ante un espacio abierto en que se celebraba la pelea de perros más acojonante que había visto en mi vida. Una verdadera batalla entre dos sabuesos y un bulldog y una especie de mestizo de culo moteado.
Vaya, aunque no hubiera habido ninguna pelea, el mestizo habría bastado para que un tipo se parase a mirar. Porque, os lo digo, ¡era cosa seria!. Tenía el culo levantado, todo manchado y moteado como si le hubiera cagado encima una vaca. Pero tenía las patas delanteras tan cortas que la nariz casi le tocaba el suelo. Y tenía un ojo azul y el otro amarillo. Un amarillo muy brillante, como el pelo de una rubia.
Y allí estaba yo como un tonto, deseando que hubiera conmigo alguno de Pottsville para que me hiciera de testigo; porque nadie creería que yo hubiera visto un perro así. Luego se me ocurrió echar un vistazo alrededor, y aunque me resultaba difícil alejarme, di la espalda a aquel espectáculo y fui camino del palacio de justicia.
Estuve poco menos que obligado a hacerlo, ya me comprendéis, porque no quería que se me tomase por un tío de pueblo. Porque yo era el único que se había parado a mirar. Había tanto que hacer en aquella ciudad que nadie habría mirado dos veces un fenómeno como aquél.
Ken y un suplente llamado Buck, un tipo al que no había visto nunca, estaban en la oficina del comisario; estaban sentados más bien sobre la rabadilla y con las botas cruzadas delante de ellos, con los sombreros Stetson caídos sobre los ojos.
Tosí y removí los pies, y Ken alzó la mirada por debajo del ala del sombrero. Entonces dijo:
—¡Vaya! Que me condene si no es el jefe de policía de Potts County —dio la vuelta a la silla para encararse conmigo y me tendió la mano—. Siéntate, siéntate, Nick —dijo, y yo tomé asiento en una de las sillas giratorias—. Buck, despierta y saluda a un amigo mío.
Buck estaba ya despierto, según parecía, así que hizo girar su asiento y nos dimos la mano como Ken había dicho. Acto seguido, Ken le hizo un gesto de cabeza y Buck dio otra vuelta y sacó del escritorio un litro de whisky blanco y un puñado de caliqueños.
—Aquí el Buck es el suplente más listo que tengo —dijo Ken mientras tomábamos un trago y encendíamos los puros—. Muchas iniciativas, el Buck. Ni siquiera tengo que decirle las cosas que hay que hacer, como siempre pasa con cantidad de individuos.
Buck dijo que todo lo que hacía era limitarse a cumplir con su deber y Ken dijo que no señor, que era un tío listo.
—Igual que aquí el Nick. Por eso es el comisario del cuadragésimo séptimo municipio más grande del estado.
—¿De verdad? —dijo Buck—. No sabía que hubiera cuarenta y siete municipios en este estado.
—¡Pues claro! —dijo Ken, mirándole un tanto ceñudo—. ¿Qué tal las cosas por Pottsville, Nick? ¿Seguís prosperando?
—Bueno, no —dije—. No me atrevería a decir que prosperamos. Pottsville no es exactamente una ciudad auténtica, como lo que tenéis aquí.
—¿De veras? —dijo Ken—. Parece que me se estropea la memoria. ¿Qué tamaño tiene Pottsville, de todas formas?
—Pues mira —dije—, hay una señal de esas de carretera fuera del pueblo que dice «1.280 almas», así que supongo que tiene que tener esa cantidad. Mil doscientas ochenta almas.
—Mil doscientas ochenta almas, ¿eh? Hay que suponer que las almas están dentro de la gente, ¿no?
—Bueno, claro —dije—. Eso es lo que he querido decir. Es otra manera de decir mil doscientos ochenta habitantes.
Tomamos otro par de tragos, Buck sacudió el cigarro en un trasto y se cortó un pedazo para mascar; y Ken dijo que yo no era del todo exacto al decir que mil doscientas ochenta almas eran lo mismo que mil doscientos ochenta habitantes.
—¿Verdad que no, Buck? —dijo Ken, haciéndole un gesto de cabeza.
—Muy cierto —dijo Buck—. Tienes toda la razón, Ken.
—¡Pues claro! Dile a Nick por qué.
—Sí —dijo Buck, volviéndose hacia mí—. Mira, Nick. Los mil doscientos ochenta comprenden también a los negros, porque los leguleyos yanquis nos obligan a contarlos; pero los negros no tienen alma. ¿Verdad que no, Ken?
—Muy cierto —dijo Ken.
—Bueno, tú, yo no sé de esas cosas —dije—. No me atrevería a deciros que no tenéis razón, pero, claro, tampoco creo que esté de acuerdo con vosotros. O sea, bueno, explicadme por qué se os ha ocurrido decir que los de color no tienen alma.
—Pues porque no la tienen.
—Pero, ¿por qué no la tienen? —dije.
—Díselo, Buck. Haz que el viejo Nick alcance la verdad —dijo Ken.
—Sí, claro —dijo Buck—. Mira, Nick. Los negros no tienen alma porque no son personas.
—¿No? —dije.
—Toma, claro que no. Casi todo el mundo lo sabe.
—Pero si no son personas, ¿qué son entonces?
—Negros, negros y nada más. Por eso la gente les dice negros y no personas.
Buck y Ken afirmaron con la cabeza mirándome, como si ya no hubiera más que decir al respecto. Tomé otro trago de la botella y la pasé.
—Bueno, una cosa —dije—. ¿Cómo puede ser eso? Porque madre se murió casi cuando yo nací, y a mí me pusieron con una niñera de color para que mamara. Yo no estaría vivo si no me hubiera amamantado ella. Claro que si esto no demuestra...
—No, qué va —interrumpió Ken—. Eso no demuestra nada. A fin de cuentas, pudiste haber mamado de una vaca. Y no irás a decir que las vacas son personas.
—Bueno, creo que no —dije—. Pero no es ése el único punto de parecido. He tenido relaciones con tías de color que sin duda no habría tenido nunca con una vaca y...
—Pero podrías —dijo Ken—, podrías. Tenemos en chirona en este momento a un guripa que se ha jodido a una cerda.