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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Relato

Yo maté a Kennedy (5 page)

Los labios de la agregada cultural son fibrosos y adhesivos. Practican un doble movimiento de posesión y despegue cuya lentitud sólo podría compararse al ralentí de un salto de caballo. La agregada cultural siempre camina con expresión concentrada, como los cazarrecompensas. Vive las veinticuatro horas del día pendiente de su arte. Imagina nuevas técnicas, ejercita continuamente ante un espejo de siete lunas que le regaló Sukarno, agradecido.

Nunca ha tenido una hora baja. Nunca ha tenido un minuto de ridículo afeminamiento. Su disposición para el amor es perfectamente viril, en sus acciones no se conduce con el falso aplomo de la tímida experimentada, ni con la brutal seguridad de la buscona. Es como si el acto de acoplamiento se hubiera elevado a la categoría de deporte olímpico y la agregada ganase siempre, siempre, la medalla de oro.

Cuando la agregada ha conseguido lo que quería, nunca se despide. Se viste en silencio, te da la espalda y se marcha antes. Si te enamoras de ella, te abandona y si te suicidas por ella,
no comment
. En las recepciones nunca habla, sólo una vez se ha desnudado en público.

Dicen que ocurrió en Londres, que una tremenda angustia explotó en el pecho de los comensales. Pero sólo uno lloró, como si se le hubiera muerto el hijo predilecto.

El rumor ha circulado durante horas, incontrolable.

El FBI ha comunicado que tal vez Pepe Carvalho había penetrado en el país a través de la frontera canadiense. Primero, Hoover me lo ha informado con una sonrisa confiada en los labios. Para él Pepe Carvalho es un buen profesional del crimen, pero no por ello deja de ser lo más parecido a un puertorriqueño. Para Hoover el único gallego importante es el general De Gaulle.

Los conocimientos históricos de Hoover están en relación inversa con su obscena confianza en sí mismo. Ha consultado el tablero electrónico situado en los sótanos de la Casa Blanca. El intruso pronto ha sido localizado a cincuenta kilómetros de la frontera. Pero no era Pepe Carvalho. Durante unos minutos he tratado de saber quién era. Los recelos de Hoover son evidentes y me ha negado, con cierta elegancia, la información. Ya estaba dispuesto a exigírsela cuando todo lo ha trastocado la brusca irrupción de Bob Kennedy en la estancia.

El rebote de la puerta contra el muro, el rayo de sol arrancando destellos de su flequillo movedizo, el espacio rápidamente engullido en tres zancadas, la tensión del cuerpo electrizado por la indignación, la sonrisa de despecho y desprecio, las manos asidas a las caderas… Bob Kennedy ha provocado un silencio que yo había olvidado desde mi estancia en las sedes policiales en papel de víctima o incluso desde mi primera infancia, cuando mi padre o algún profesor saciaban vampirescamente sus impotencias en el terror que podían leer en mis ojos. Es el silencio del terror y la culpabilidad. Bob acusaba a Hoover con el índice.

—¿Por qué no me ha avisado? Un criminal peligroso penetra en los Estados Unidos con el fin de matar nada menos que al presidente y yo soy el último en enterarme.

Hoover ya se había repuesto. Sin contestar ha vuelto la espalda al ex fiscal general para seguir el examen del mapa electrónico con las manos en los bolsillos. Las venas del cuello kennedyano estaban al tope, los delgados labios se han abierto y adelantado para escupir la palabra:

—¡Cerdo!

Hoover se ha reído levemente, ha disculpado el insulto con una cabezada condescendiente. Dos agentes del FBI se han acercado a Bob para colocarse a su lado. Pero no bien establecidos, ya Bob ha lanzado un codazo lateral al de su derecha, mientras con la izquierda daba un golpe de karate en la nuez del otro agente. Después parecía que iba á lanzarse sobre Hoover. Éste ya le daba la cara y era la suya una cara sonriente, tranquila. En la mano de Hoover adquiría evidente consistencia su Parabellum negra preferida. El cañón de la pistola ha topado con el duro estómago de Bob. El aliento de los dos hombres era casi uno solo.

Poco a poco han distendido los músculos del rostro, ha ido asomando una primera vergonzante, finalmente decidida sonrisa. Después, la risa les ha apartado como repelidos por una descarga eléctrica. Sin apenas poder hablar.

—¡Edgar, Edgar, eres grande!

—¡Oh, Bob; tú, Bob, Bob, qué entrada!

—Lo venía preparando por el camino.

—Parecías James Cagney en sus mejores tiempos.

Han caído al suelo vencidos por la risa. Cada vez que recobraban la compostura, bastaba el cruce de una mirada para que las carcajadas y las lágrimas volvieran a fluir. Hoover se ha tomado unas pastillas contra las emociones y ha seguido riendo sentado en el suelo.

He salido de la estancia tras los pasos de Bob. Al llegar a la zona más oscura del pasillo, Bob se ha revuelto rápidamente y me ha arrinconado contra la pared.

—¡No le quite el ojo a Hoover! ¡No me fío!

No he tenido tiempo de cerrar mi oreja al aliento fonético de Bob. Un puñetazo cortante, kennedyano, contra mi bajo vientre, me ha doblado. Poco después, semiinconsciente todavía, he visto pasar ante mi nariz las dos rayas perfectas del pantalón gris de Hoover.

—¡Este Bob!

Iba diciendo y reía.

Jacqueline me cuenta, a veces, fragmentos de su vida. Me veo entonces en la obligación de corresponder. El otro día ella se explayó sobre el tema de la suegra y las cuñadas. Yo intenté transmitirle el fondo y la forma de mis relaciones con Muriel, de mis perplejidades ante nuestra hija. Pero entre Jacqueline y yo había una desconexión lingüística evidente. Yo hablaba como un
playboy
nostálgico de su etapa de romanticismo pequeño-burgués y ella como la directora de un consultorio sentimental. Derivé entonces a una burda narración de mis trabajos: agitados unos, rutinarios otros. Así desbordé el didactismo de Jacqueline, que parecía sorprendida por la brutalidad de algunas situaciones que yo había protagonizado y por el cinismo expositor de mi relato.

—¿Pero eso lo hizo usted?

—Es posible.

—¡Cómo es posible! ¡Lo hizo!

—No lo niego.

Jacqueline me dijo casi en serio que yo era un tipo peligroso y que empezaba a comprender el abandono de que me habían hecho objeto mi mujer y mi hija. Me resultó duro admitir que mi niña me hubiera abandonado. Pero probablemente era lo cierto.

La conversación con Jacqueline sirvió de detonador para que se abriera el televisor de los recuerdos. Allí estaba Muriel, miope, sonriente, con toda su ideología a cuestas, convertida en cuerpo mismo. Por ejemplo, aquel empecinamiento suyo en no depilarse las piernas porque era una inadmisible concesión a la manipulación cosificadora de la mujer convertida en objeto sexual. Pero tenía unas piernas bastante bonitas que no podía enseñar por culpa de la asombrosa tenacidad de su vello, lanzas negras que atravesaban sin piedad incluso la dura lana negra de los más historiados leotardos. Hablar, vivir, con Muriel era un duro ejercicio de gimnasia ideológica. El uno dos, uno dos nos acompañaba de día y de noche y, en ocasiones, al borde mismo del acto del amor, me obligaba a comentar el último texto político o la última polémica derivada del turbio asunto de una línea política general demasiado contemporizadora.

—Estamos empeñados en el asalto a la contradicción de primer plano y tendemos a olvidar el asalto a la contradicción fundamental.

…podía musitar Muriel, por ejemplo, mientras yo intentaba desabotonarle la chaqueta del pijama a las dos de la madrugada. Yo me veía entonces obligado a contestar:

—No hay dos impulsos dialécticos sucesivos. Sería una regresión a la dialéctica lineal hegeliana. En el asalto a la contradicción de primer plano está el asalto a la contradicción fundamental.

—Qué brillante eres…

…musitaba Muriel, ya en la esperada frontera del espíritu y la carne. No era mucha su carne, es cierto. Pero pese al escepticismo de los testigos exteriores, estaba mucho mejor situada de lo que falseaban sus maneras y sus usos de vestuario. Y en los momentos decisivos, pocas mujeres me han compensado mejor que Muriel, ni siquiera hay una distancia excesiva entre su habilidad y la de la agregada cultural austríaca, pese al
décalage
profesional.

Tal vez sea la distancia temporal. Pero veo de inmejorables colores nuestras vicisitudes políticas y económicas de la adolescencia. Los terrores que compartimos. Nuestro mutuo apoyo cuando se precipitó sobre nosotros la noche negra de la Historia. Y tal vez mi vida a su lado hubiera proseguido un devenir lógico sin aquella discusión provocada por el siniestro biólogo, luego he comprobado que con la intención de distanciarnos y sacar tajada del asunto. También yo llegué condicionado a la discusión sobre Voltaire y Rousseau. Me pareció excesivo que Muriel, la mañana del mismo día, comprara agua destilada para lavar la cara y el culito de la niña. Todo porque lo había leído en un manual pedagógico de la URSS. La tormenta que no estalló por la mañana tuvo sus rayos y truenos por la noche. Y allí estaba el ángel nocturno que se aprovechó para romper nuestras vidas y convertirse en el heredero de mis funciones fatalmente nocturnas (Muriel tenía aversión a hacer el amor a la luz del día). Aunque no hay mal que por bien no venga y desde que me separé de Muriel y cambié de camisa, no me puedo quejar de cómo me han ido las cosas. Pero debería ser más fuerte y prescindir de cualquier literatura para satisfacer mi apetito ético, estético o sentimental. Es una debilidad impropia de un hombre como yo, con una potencia de pegada similar a la de Floyd Patterson y una envidiable, envidiada potencia amorosa.

—Ser español es un problema.

Había pensado en voz alta para derivar del todo la peligrosa conversación sentimental con Jacqueline.

¿Qué estarán haciendo Muriel o la niña? Seguro que la pobre chiquilla estará sometida a un riguroso programa de lecturas graduadas. A los nueve meses la dejé y ya Muriel había comprado Así se templó el acero, de Ostrovski, para que lo leyera en cuanto pudiera. Yo quería bastante a mi niña, aunque siempre la miré con la prevención que merece toda mujer que irá a parar a brazos de otro hombre.

Mister Phileas Wonderful solía concederme el placer de su conversación con más frecuencia que a los demás cursillistas. Lo justificaba por el paisanaje, pero yo sabía que le atraía la propia imagen trucada que en mí le devolvía el espejo que siempre le separa del mundo. Durante las primeras charlas mantenía el pudor ideológico inicial para justificar su actitud, que ya era la mía. El stalinismo era intolerable y había traicionado la esperanza revolucionaria, en estas condiciones, ¿íbamos a hacerle el juego?

Pero un día dijo, como si no hablara conmigo, como si hablara desde un proscenio, encantado por la hipnosis de las candilejas:

—Todo empieza cuando descubres que eres el ser más inmotivado de este mundo. Que has perdido una guerra, un país, la cara, todas las patrias convencionales. Lo descubres semiaplastado por la orografía de Manhattan, bajo caedizos rascacielos que amenazan tu inexistente esqueleto de gusano. Tienes frío por debajo del frío, la angustia ya te ha abandonado el estómago, ya está en tus pies, convertidos en plomo horroroso. Y en el año cuarenta en Nueva York. Absurdo. Iba de puerta en puerta. De abrazo en abrazo de antiguo ex combatiente de la Brigada Lincoln. Todo eran promesas, hasta que alguien empieza a decir cosas coherentes. Entonces me juré que nunca más pasaría frío, del físico ni del otro. Que nunca más perdería nada. Que nunca más tendría miedo. Que nunca más tendría en la garganta la bola del mundo. Que recuperaría nombres y apellidos, sonrisa en los labios de los ascensoristas, respeto en los ojos de un policía.

A partir de aquí, Wonderful siguió hablando en inglés. Había mueca de asco en su cara súbitamente envejecida, como si se le hubiera borrado el atezado y reaparecieran las arrugas ocultas por el maquillaje. Una mueca de asco dirigida a algo o alguien entrevisto en un rincón de la sala vacía. Crucé la frontera de las candilejas y me acerqué a lo que tanto asco o terror daba a mister Phileas Wonderful. Un viejo hombre, pajarillo desplumado, flaco, vestido bicolor, desdentado, barbado, con las uñas negras y los zapatos relucientes, una maleta de cartón a su lado, los oídos llenos de silbidos de tren, en los ojos amarillos y blandos, sonrisas de pánico, confiado en que nadie tendrá ningún interés en acrecentarlo. Tras la espalda del hombrecillo, a través de la ventanilla del tren, corría un paisaje monegral, de oteros grises y espinos sin madre, secos y rodantes bajo el sol y detrás del viento.

—¿Gusta?

El hombrecillo ofrecía un pedazo de lengua de vaca estofada. Goteaba salsa marrón encebollada desde el borde de la navaja hasta la tapadera de aluminio de la fiambrera.

—¿Gusta?

La lengua empujaba cortesías a través de la brecha dental enmarcada en dientes de oro y encías rojiblancas.

—Mister Wonderful, mister Wonderful —dijo la secretaria. Se rompieron los cristales en los ojos del viejo Tobías—. Mister Wonderful —dije la secretaria.

Wonderful se me adelantó unos pasos para recoger el aviso confidencial con la oreja inclinada hacia los labios de la muchacha. Al regresar, su rostro había recuperado la sonrisa de anuncio.

EPÍSTOLA URBI ET ORBE

Leída por el presidente Kennedy en el día de acción de gracias de 1963, en la explanada central del Palacio de las Siete Galaxias, en presencia de un 60 por 100 de los cargos ejecutivos de la nación y de la totalidad del cuerpo diplomático.

—Señoras y señores:

En días como el de hoy es cuando más lógico resulta hincarse de rodillas, levantar la mirada confiada hacia la paz del cielo y decir: gracias. Gracias no tanto por los bienes recibidos como por las evidencias asumidas. Y la asunción de las evidencias es el mayor bien que puede recibir un pueblo. Y es evidente que la más preclara evidencia que podemos asumir nosotros, el pueblo norteamericano, es la de nuestro destino privilegiado al frente de la marcha histórica de la humanidad. Para los que sólo conciben la marcha de la Historia como una evolución material desprovista de toda trascendencia que no sea lo positivo de los resultados, cada vez más positivos, yo recito hoy mi oración, porque nosotros, el pueblo norteamericano, sabemos que no hay destino humano sin providencia y que no hay grandes comportamientos históricos sin providencia. Dios condujo a su pueblo más allá del Nilo y le dio un guía: Moisés. Y allí nació la historia de Occidente, bajo el dedo protector de la providencia.

Y en esta hora difícil en que el destino del hombre cristiano se halla comprometido en la más dura de las luchas por la supervivencia, repito, gracias. Gracias en nombre de mi pueblo, que me escogió como conductor y guía y que me confirió esta alta misión sin más prerrogativa que la de sus mismas vacilaciones y esperanzas. Yo, como norteamericano, soy uno más entre vosotros, en cuanto a lo que aspiro y en cuanto a lo que temo. Mis fuerzas son las vuestras y, como vosotros, confío en esas fuerzas extras que Dios concede a quien se alinea en su bando. Y con esa ayuda hemos de vencer. En un día como el de hoy hemos de proclamar cuál es el instrumento de nuestra victoria. Ese instrumento no es ningún arma terrorífica cuya capacidad de destrucción agarrote los músculos del valor, no. Nuestra arma no será mortífera, ni es secreta. Es el arma de la evidencia del ejemplo victorioso. Que nuestros enemigos abran los ojos y vean en la salud de nuestro pueblo la evidencia de nuestro destino óptimo y en la salud de nuestras obras la eficacia de un método de comportamiento coordinado con la voluntad divina.

Somos la nación más rica de la tierra. Pero bien poca cosa seríamos sin la riqueza espiritual. Si alguien me preguntara por qué con ese convencimiento en la superioridad espiritual no descuidamos la fabricación de proyectiles teledirigidos, yo le diría que los caminos de Dios son insondables e imprevisibles y quién sabe cuál es su instrumento, quién sabe o quién conoce el lenguaje del más allá. En la disuasión de la fuerza no hay que ver tanto una proclama de escepticismo como un acto de humildad ante las explicaciones que nos exceden.

San Agustín, en cierta ocasión, paseaba por una playa.

Vivía una de sus épocas de máximas vacilaciones, dudas, preguntas ante el misterio de la vida y la muerte. Espíritu liberal y democrático, San Agustín lo cuestionaba todo, porque ésa debe ser la actitud de la honestidad intelectual. Paseaba, pues, como he dicho, por una playa y se encontró con un niño que iba echando agua en un hoyo en la arena. Hacía uno y otro viaje con un cubito de plástico. Una y otra vez. Una y otra vez.

«—¿Qué haces, pequeño? —preguntó el santo.

»—Quiero meter en este hoyo a todo el mar.

»—Pero —dijo el santo, sonriendo, ante tanta maravillosa pureza e ingenuidad—, eso es imposible.

»El niño se puso grave y le contestó:

»—Más imposible es desvelar los designios de Dios.»

Desvelar, desvelar; en la raíz de esta palabra está la sabiduría misma. Quitar el velo que nos separa de la verdad es el camino para llegar a la sabiduría. Pero todo hombre lúcido sabe que hay un velo que está demasiado lejos y que hay que reservar un más allá de misterio que impide quitar el último velo. Ésta es la humildad que ha hecho grande a nuestro pueblo. Dejar para Dios la última explicación de nuestro comportamiento y no caer en el pecado de querer ser tan conscientes como el Gran Visor de la Eternidad.

Desde este instante de eternidad, desde este lapsus de Historia que nos ha tocado conducir, gracias, Señor, por los frutos a que nos has llevado, por las metas que nos has fijado.

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