Read Yo maté a Kennedy Online

Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Relato

Yo maté a Kennedy (8 page)

Una noche el cocinero se durmió mientras recitaba las letanías de Enoch Connolly y un marinero inglés bujarra le prendió fuego al manto real. El cocinero notó el calor en su pálido, inmenso, terráqueo culo; corrió cuanto pudo con el grito por delante y el fuego por detrás. Caído, pisoteado, manteado, dejó de ser cocinero en llamas, pero también hombre. O al menos así clamaba con lágrimas en los ojos al día siguiente. Sean fue uno de los que opinaron que el cocinero nunca lo había sido, que su hija no era su hija y su mujer, menuda pero bien formada, no era su mujer en la cama como no era pelirroja de nacimiento.

Sean era un pozo de historias. Un pozo tan hondo como el desplome de la catarata del Salto Infinito. A veces, cuando le veo rompiendo una pancarta con la mano derecha, agarrando una melena fugitiva con la izquierda, con una rodilla sobre las entreingles de un cuerpo caído y el pie de la otra pierna semihundido en un estómago sorprendido, me hago cruces y no concibo cómo tal nivel de eficacia puede corresponder a un hombre tan dado al recuerdo y a la fantasía.

Lady Bird:

Me molesta que huela usted mis camisas cuando yo no estoy en la habitación. Muchas veces, con la lupa, descubro la huella de la puntita de su húmeda nariz roja sobre mis impecables pecheras. También noto que me registra usted los bolsillos, los cajones, que chupa mis bolas de naftalina y se limpia los dientes con mi cepillo.

Si vuelvo a descubrirle en estos actos o espiándome por los pasillos disfrazada de dios romano de plástico, según el diseño de Walter P. Reagan, juro que se lo contaré todo a su marido.

Morrison es un capitán.

Un capitán a lo Errol Flynn: el capitán. Nos inspecciona como herramientas delicadas, en muchos momentos yo diría que incluso nos conduce con una fuerza energética ocular que nos acompaña a lo largo de todo el día. De no ser por su manía de frotarse continuamente la cara, como intentando borrarse los millones de pecas, uno no comprendería por qué Morrison ha sido tan torpemente desconocido por los cazatalentos del cine. Cuando se frota la cara con sus manazas, arrastran a su paso la consistencia de sus facciones y se revela lo gelatinoso de su musculatura facial. Parece entonces un monstruo víctima de quemaduras horrorizantes. La gelatina del rostro forma como un abandonado manotazo de masa blanda de harina y huevo, en el que destacan las rasgaduras de los ojos y la boca a punto de diluirse.

Morrison se frota el rostro cada dos o tres minutos, esté donde esté, y de no sospechar que tiene el cerebro y el alma como ladrillos, yo diría que el oficio le angustia, le molesta y quiere borrar su identidad culpable. Pero por lo demás siempre es un capitán. Le falta la lancha de desembarco, el tremolar de las banderas acosadas por los obuses o las flechas, le sobra agua en la cantimplora y su úlcera de duodeno no le permite ingerir más de diez latas de alubias en su jugo por año. Y sólo cinco si las judías se fríen con tasajo de tocino salado. Pero sus ademanes nos reclaman desembarcos cuerpo a cuerpo, acciones heroicas y desesperadas que nunca estamos en condiciones de realizar.

De pronto, tras la composición del más épico de los falsos cromos de álbum infantil, Morrison se relaja. Hunde su no muy robusto cuello en el pecho y se calza las manos en los bolsillos de los pantalones. Camina entonces en un vaivén de puntilla y talón rapidísimo, que le permite alejarse sin que el espectador apenas lo advierta. Parece como el final de un gag afortunado en el que Jerry Lewis ha fingido ser Errol Flynn, ha dado el pego durante unos minutos, pero descubierto, Jerry Lewis camina en un vaivén de puntilla y talón rapidísimo, hacia un mutis de delirio, cuando la sala revienta en sus junturas por los aplausos.

Morrison me respeta.

Gracias a él he conseguido penetrar en el puro meollo Kennedy y apenas me distrae con otras ocupaciones. Jackie y John le tratan con mucha menos consideración que a mí, por ejemplo nunca le invitan a cenar. Pero le tienen confianza. Más que a mí. Kennedy me dijo un día que no soporta las maneras de los agentes de la CIA más corrientes. Morrison, según el presidente, conserva esa inquietud ciática que le lleva a estirar el cuello sin ton ni son y a mirar a izquierda y derecha, incluso cuando va al cine, como si la tensión vigilante no le abandonara nunca.

He fracasado cuantas veces he intentado llegar a sus vivencias extraprofesionales. No contesta nada que pueda situarle más allá de la realidad en que coincidimos. Si le preguntas qué color prefiere, encoge el cuello y se cuelga de las facciones un mohín de indiferencia. No sé si le gusta el boxeo o las mujeres. Una vez le hice un comentario sobre las nalgas de unas muchachas que paseaban más allá de las verjas de la Casa Blanca. Le dije algo así que cuánto me gustaría darles con mi porra en las nalgas y Morrison dijo que eso es cosa de la policía de uniforme. Cuando le aclaré el sentido de la palabra «porra» no pareció afectado, ni siquiera se creyó obligado a respaldarme con una sonrisa de recepción. Me dejó en el aire, desairado, con el comentario envolviéndome la cabeza, como una molesta nube que yo mismo había situado allí.

No tiene opiniones políticas muy claras, aunque a veces se muestra muy radical en su derechismo. Ahora que apuro el recuerdo, resulta que hace ya algunas semanas me comentó que Kennedy es tan honesto como ingenuo.

—Cree en la posibilidad de la coexistencia exterior e interior.

—¿Tú no?

—Da lo mismo. Yo cumplo mi trabajo. Es posible que pudiera estar de acuerdo con él, pero sé en qué país vivo y él no; me temo que el presidente no sabe en qué país vive.

Como demostración me enseñó un artículo de Walter Lippman que llevaba recortado en el billetero. En él se comparaban las virtudes americanas de Kennedy y Johnson. Según Lippman, Kennedy es un presidente de lujo, excesivamente culturalizado, desconectado del nivel del país. En cambio Johnson es más «americano». Morrison estaba de acuerdo con Lippman. Me sorprendió su faceta lectora. Me sorprendió un inédito Morrison cargado de opiniones propias o compartidas con Walter Lippman. Le traspasé parte de mi sorpresa.

—No, no son opiniones mías. Ya hablaremos. ¿Te gustaría asistir a una reunión de amigos? No es nada subversivo. Son gentes de la John Birch Society. Muy fanáticos. No estoy totalmente identificado con ellos. Pero me gusta escucharles. Son sanos.

Morrison nunca habla de su mundo afectivo. No se le conoce un acompañante femenino. Parece haber nacido en las caballerizas del poder por generación espontánea. Con respecto al palacio y a los Kennedy, parece como el antiguo aprendiz de tienda de ultramarinos, que ha crecido en la tienda y con él el guardapolvo, monstruosa mixtura de pariente y criado que finalmente goza de la protección del dueño de la tienda para hacerse algún día con colmado propio o de arriendo. Morrison parece criado a la sombra de los Kennedy, hasta tal punto es un apéndice perfectamente encajado en la mecánica biológica del palacio. Pero nunca podrá tener el poder, ni en arriendo ni en propiedad. No le supongo ambiciones. Aunque puedo equivocarme. Siempre me ha recordado el feroz personaje del sargento de la novela de Mailer Los desnudos y los muertos.

Incluso le pregunté si alguna vez había posado para la novela de Mailer, y su catastrófico sentido del humor le hizo contestarme que había combatido en Europa y que el único literato próximo había sido mi poeta lírico de Toledo (Ohio). Compañeros de tienda, el poeta había muerto cerca de Dresde, en un tiroteo absurdo entre soldados ingleses y americanos.

Días después, Morrison me trajo un papel amarillento en el que conservaba un poema del compañero muerto.

—Todo el día hablaba del libro que estaba escribiendo. Se titulaba A la sombra de las muchachas sin flor. Era un libro verde, nos decía.

El poema del amigo de Morrison no era malo. Soportaba los restos del postromanticismo de la promoción de poetas ingleses del 30, pero ya se adivinaba en ellos la muerte del tiempo y el espacio, el amor tajamiento de la experiencia personal:

Paseo por una ciudad

sin orillas
;

miente la tarde
,

espejos, despedidas, humos

que denuncian retornos

me deja solo

el paso de muchachas alejadas
,

no pronuncian mi nombre, no decretan

mi muerte
,

entonces regreso

a los artesonados pasillos del recuerdo

pieles, carnes, repletas siluetas en sus cueros

el ruido de los párpados al cerrarse

y tal vez

tal vez un grito literario puso nombre

al instante en que fui feliz

a la sombra
,

siempre a la sombra
,

de las muchachas en flor
.

Por un momento, muy fugaz, creí que el poema era del propio Morrison. Pero allí estaba, a unos metros, en plena preparación de un recorrido de Kennedy, con todas las pecas fijas sobre un tablero iluminado en el que proyectaban irreales sombritas como topos, con el ceño de Errol Flynn al borde de un desembarco en una Normandía.

Era del todo imposible.

Uno se encuentra cumpliendo este oficio para evitar el desempleo o cualquiera de las variadas formas de sub-empleo que se establecen en los países que no son desarrollados ni subdesarrollados, sino todo lo contrario. En esos países, nada sirve para nada y nadie para nada. Vivir la historia se basa siempre en un simulacro de realidad y de comportamiento. Estos países podrían desaparecer del mapa y apenas se notaría, todo en ellos es pequeño y escaso, y sólo esa rara sentimentalidad que saben destilar los pueblos para no recurrir al suicidio colectivo impide que sus habitantes se lancen al mar como las ratas que huyen de un movimiento sísmico. Son países que no pueden hacer la revolución ni construir un capitalismo de verdad; por esta doble condición, las castas dominantes no pueden ser liberales ni dictatoriales, pero tampoco pueden recurrir a una síntesis que, en definitiva, sería una concesión liberal. Y entonces son alternativamente dictatoriales y menos dictatoriales. Todo el mundo teme de todo el mundo, porque todo es precario y provisional, eternamente provisional, inamoviblemente provisional. Las minorías se cuentan de uno en uno y las mayorías de tres en tres (aunque la tendencia hacia la represión sexual y las fachadas encaladas impide que los tercetos progresen como protoforma de vida colectiva). La economía de estos países se puede compilar en un solo libro de Debe y Haber y bastaría un economista seisdedos para que pudiera llevar la contabilidad nacional. En cuanto a la cultura más vale no hablar, o bien, hablemos. Allí se establecen las reglas de un mercado
comme il faut
y los profesionales de la cultura se aplican a la tarea de crear mercancías. Esas mercancías se dividen básicamente en dos clases, correspondientes a dos estuchados diferentes: artículos para diccionarios enciclopédicos y horas de clase para adolescentes repetidores. Excepcionalmente, algunos intelectuales con años de profesionalidad encuentran el chollo de poner pies de foto a ciertas obras en papel satinado, donde salen negras en sus propias tetas y el puente colgante de Bilbao. Otra serie de intelectuales con horas de vuelo pueden dar siete u ocho conferencias a viajeros cursos de estudiantes americanos. Estas conferencias se pagan en dólares.

Y todo lo demás es miseria o, lo que es peor, premiseria o postmiseria, económica e intelectual y vana palabrería fascista, liberal y marxista. Y hay que ver cómo presumen de institucionalización de lo no institucionalizable, de liberalización de lo no liberalizable y de lo propicio de las condiciones objetivas. La madre que les parió.

Hoy me ha preguntado Jacqueline mis opiniones sobre los toros y la poesía de España. Que quién era más valiente: «el Litri» o Dominguín. Que quién era más valiente: el Goytisolo o el Blas de Otero. Le he dicho que lo bueno del Goytisolo es el volapié y que «el Litri» siempre me ha parecido monacal y algo reaccionario.

La verdad es que, o se está con Muriel o se está en la CIA. El otro día lo pensaba a las cuatro de la madrugada, cuando me despertó con sobresalto la frenética llamada en una puerta que no era la mía. La llamada me recordó cuántas veces temimos oírla Muriel y yo, con la angustia por el otro en la piel más sensible.

Y también, la verdad sea dicha, esto de la CIA es una bicoca.

El presidente, hoy, ha recibido una invitación formal para visitar Dallas. El gobernador de Texas, Connally, ha insistido con argumentos que a Kennedy le han parecido muy válidos. No se puede vivir de espaldas al petróleo del país, sobre todo en un momento en que la Alianza para el Progreso obligará a reajustes al sur del Río Grande, en detrimento de la hegemonía de algunos petroleros texanos. Kennedy ha dicho algo así como que la democracia químicamente pura ya sólo puede ejercerse equilibrando lo que está desequilibrado por las reglas del juego de la espontaneidad. Connally no le ha entendido y creo que Robert Kennedy tampoco, pero asentía. Robert no asiente como pelotillero, asiente porque él sí es un inmejorable instrumento de expresión política. El presidente ha filosofado con desparpajo sobre el futuro de la democracia. El liberalismo, venía a decir, es algo más que una doctrina política-económica-social. Es un temple, en el sentido existencial de la palabra. Algo que recuerda mucho aquellas afirmaciones de Bretón en el primer manifiesto surrealista: Únicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme. Me parece justo y bueno mantener indefinidamente este viejo fanatismo humano. Sin duda alguna se basa en mi única aspiración legítima. Tese a tantas y tantas desgracias como hemos heredado, es preciso reconocer que se nos ha legado una libertad espiritual suma. Lionel Trilling, que asistía a la entrevista, ha dudado sobre la fidelidad de la cita de Bretón. La ha considerado excesivamente dogmática y antiliberal. Para Trilling, el final de la cita debiera variar… es preciso reconocer que se nos ha legado una POSIBILIDAD de libertad espiritual suma. Kennedy ha recurrido a una edición de Bretón y la cita era exacta, pero Trilling ha insistido: en los anales de las declaraciones de Kennedy la cita debiera aparecer reformada. El presidente ha empuñado el teléfono con decisión y ha solicitado línea directa con París. De Gaulle estaba en La Vendée, acariciando niños vestidos con trajes regionales y el contacto se ha demorado unos minutos. Por fin, De Gaulle al aparato. Ha dado su visto bueno a la corrección, siempre y cuando Bretón sea consultado. En los archivos del FBI, André Bretón seguía teniendo ficha como comunista. Kennedy ha rogado a Trilling que viajara a París para negociar la suave enmienda del Primer Manifiesto Surrealista. Trilling ha pedido unas dietas de viaje abusivas, en opinión de Edward Kennedy que es algo tacaño.

Other books

Deep Fathom by James Rollins
Time's Chariot by Ben Jeapes
Red Ribbons by Louise Phillips
Drawn (Moon Claimed) by Roux, Lilou
Love Story by Kathryn Shay
Edge of Attraction by Ellie Danes, Katie Kyler


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024