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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Relato

Yo maté a Kennedy (10 page)

Pero yo sé, mejor que nadie, que Bacterioon no es nada de esto. Yo sé que Bacterioon no es otra cosa que el miedo histórico al cambio, pertrechado en sus últimas fronteras, resistiendo el asalto definitivo de la razón, desesperadamente opuesto al nacimiento de la libertad, obligando a luchar por lo que es evidente. Y si alguien me preguntara por qué Kennedy, la CIA, el stalinismo, Bacterioon, el fascismo real o encubierto luchan por lo mismo y son aparentemente antagónicos, yo le diría que en último extremo no se combaten entre sí. Se limitan a vigilarse como sistemas de seguridad que garantizan los fallos y los fracasos sucesivos hasta llegar a Bacterioon: la definitiva retaguardia de la no-verdad.

Kennedy quiso que yo estuviera presente en la audiencia concedida a un grupo de republicanos españoles exiliados. Antes presencié la introducción del nuevo embajador de Thailandia y una breve entrevista-salutación de Kennedy y Johnson. El vicepresidente le ha pedido a Kennedy una plaza de embajador para un tejano, amigo suyo de la infancia. Kennedy, a cambio, ha conseguido que el Congreso apruebe el presupuesto espacial que presentará dentro de una semana. Johnson se ha quejado de los rumores que circulan sobre las próximas nacionalizaciones petrolíferas en Brasil, Argentina y tal vez Perú. Los industriales del petróleo están nerviosos ante el riesgo de que cunda el ejemplo. Kennedy ha argumentado que el consentimiento de estas medidas es indispensable para el buen éxito de la Alianza para el Progreso y que a costa del sacrificio de determinados intereses petrolíferos se conseguía un compromiso político interesante ante la opción revolucionaria del castrismo. Johnson ha dicho que la cosa, en Tejas, se hubiera resuelto con un buen garrote y Kennedy, mientras le palmeaba la espalda despidiéndole, le ha prometido un par de entradas para el partido de los Yankees contra los Gigantes.

Después ha penetrado la delegación española. La operación de entrar en el despacho ha sido laboriosa. Algunos ancianos políticos iban en sillas de ruedas, otros en parihuelas, no faltaban tampoco los peatones, pero entraban poco a poco, dando a su andadura un cierto aire de solemnidad. Han inclinado la cabeza ante Kennedy y han formado un círculo a su alrededor. Es una expedición que está dando la vuelta al mundo. Venían en vía directa desde Lourdes, donde habían ido con peticiones políticas. Uno de los ancianos, el más inválido, no ha parado hasta que se ha hecho el silencio y hemos podido escucharle:

—¡Yo ya se lo dije a su padre en 1940, excelencia! ¡Ya se lo dije! ¡Su padre me dijo: Mestres, cuento con usted! ¡Recuérdelo, excelencia, Mestres, cuento con usted!

Ante la perplejidad de Kennedy, uno de los asistentes ha aclarado que Mestres creía que Kennedy era el hijo de Roosevelt y que han sido inútiles todos los intentos de disuadirle de su error. Kennedy ha bajado la cabeza con brillo de lágrimas sintéticas en los ojos y ha dicho:

—Cuánto sufrimiento consume la Historia. Como diría Durrenmatt: ¡Qué tiempos éstos en los que hay que luchar por lo que es evidente!

Un anciano secretario de municipio burgalés, ex miembro del partido de Martínez Barrios, ha pronunciado unas palabras en nombre de todo el grupo:

—Excelencia, desde 1939 hemos tenido varias veces el honor de dirigirnos a un presidente norteamericano. Una vez más recordamos a su excelencia la deuda contraída por Estados Unidos con España desde los tiempos de la Independencia. Claro es que la ayuda estatal fue entonces concedida a los revolucionarios por razones de estrategia antibritánica. Pero las clases ilustradas del país, los españoles que defendían las luces contra la oscuridad, eran la génesis moral de esta actitud estatal. Y, en definitiva, excelencia, somos aquellos mismos españoles. Sobre nosotros ha caído la maldición del holandés errante. Los españoles liberales conocemos un exilio alternativo desde 1814. Ya dijo un gran poeta español, excelencia, Antonio Machado, San Antonio Machado podríamos llamarle, que en España a todo movimiento progresista de superficie, se le opone otro en profundidad que acaba por anularlo. Un día llegará en que por fin nazca la España aplazada una y otra vez. En sus manos está gran parte de la fuerza moral y material del mundo libre. No queremos ser esclavos del Kremlin, pero tampoco esclavos de las fuerzas más retrógradas. Una v más, excelencia, pedimos la ayuda de su gran pueblo.

Kennedy les contestó:

—Señores, cada vez que pienso en España siento una punzada en el corazón. Es lo que siente todo americano que con mayor o menor proximidad siguió los acontecimientos de vuestra guerra civil. Pero la política se sustenta de realidades. Y la realidad actual es la firmeza del régimen político español, el interés estratégico anticomunista que tiene la España de Franco. Les propongo otra audiencia. ¿Por qué no van a Madrid a parlamentar? Los años han pasado, las heridas deben cicatrizar. Yo les enviaré una carta de recomendación y conseguiré garantías de que podrán entrar y salir de España sin problemas.

Mestres interrumpió el discurso presidencial:

—Yo se lo dije a su padre en 1940… Y su padre me dijo: «Mestres, cuento con usted». Después no volví a ver a su padre… Venía conmigo Prieto. Entró en el salón como si nada y le dijo: «Franklin, chico, qué bien te conservas». Y su padre de usted, señor presidente, le dio un abrazo enorme, como la plaza de toros de Barcelona. Su padre me dijo: «Mestres, cuento con usted»… Churchill ya me lo había dicho, Mestres, cuento con usted… Attlee… Stalin… Mestres, cuento con usted.

A Jacqueline le gusta pasear por las orillas del río artificial que cada miércoles forma meandros en torno a las galaxias, mágicamente ingravidado por el talento programador de Walter P. Reagan. Le place coger flores, cargarse el halda, puesta a manera de blanda cesta en las que se las voy arrojando. La muchacha canta deliciosas canciones cargadas de nostalgia, mientras no la abandona una cenefa floral iluminada con colores
Caran d'Ache
.

Una cruz, la losa fría
,

cuatro flores ya marchitas
,

eso es todo lo que queda

del vivir de nuestra vida
.

Cuéntale al mundo tus dichas

y no le cuentes tus penas
,

que más vale que te envidien

que no que te compadezcan
.

Jacqueline entonces, cuando se me confía en castellano tiene la misma voz que la del doblaje de Grace Kelly en las películas españolas.

—Dígame. ¿Me considera usted hermosa?

—Me está prohibido galantear a la esposa del presidente.

—Prohibido, ¿por quién?

—Por mi honor, señora.

Grita Jacqueline mientras inicia el correteo por el bosque al que me tiene acostumbrado cada miércoles. Mientras corre, desparrama las flores sobre la grama espontánea, sobre las setas apetitosas que nadie me permite coger porque no confían demasiado en mis seguridades y temen que desencadene una epidemia. En vano les digo lo ricos que son los
rovellons
con butifarra de La Garriga. Reagan no programó el asunto, las setas no estaban previstas.

Para ser feliz me basta

un libro que me entretenga
,

unos labios que sonrían

y un beso que me sostenga
.

—¿Sabe usted? —dice Jacqueline mientras corre y parece dejar atrás un 53 por 100 de corta melenita—. No soy feliz.

Se detiene de súbito con estudiada reducción de marcha y punto muerto.

—Lo he intentado todo, todo. Mi hermana la princesa me invita a cruceros con gente fabulosa, pero después vuelvo y retorna la tristeza.

—Los cruceros son muy agradables.

—No lo sabe usted bien. Hay gente fascinante. Aristóteles.

—¿Onassis?

—Una magnífica persona. Créame. No un personaje. Una persona.

Afirmaba apasionadamente Jacqueline con los ojos cerrados, los hombros adelantados y el labio inferior muy chupado por el superior.

—Pero aquí, en Washington, no le faltan incentivos. La gente también es interesante. El propio presidente.

—¿Interesante, John? Si usted lo dice. Pero es muy pesado. Un verdadero rollo, se lo juro. Si yo le contara. Algún día tal vez se lo cuente. Y usted no sabe lo pesados que son los demás. John es un encanto al lado de los demás. Sobre todo de ese grupito de cerebros que le rodean. De cerebros nada, aquí entre nosotros… Pero una es buena y se contiene, ¿sabe usted?, porque una sabe cumplir sus obligaciones. No soy como otras, y no lo digo por señalar a nadie, no. ¡Pero si una hablara! ¿A que no me coge?

Y entonces, como cada miércoles, corremos hasta las puertas de palacio. Si entonces me vuelvo, como la mujer de Lot en añoranza de horizontes perdidos, descubro, como siempre, que el río ha desaparecido, sustituido por una impecable noche estrellada en el
technicolor
de la Columbia de los años cuarenta.

Pero yo no me vuelvo estatua de sal.

Cada vez que me acuesto con Nancy Flower o con la secretaria especial de Robert Kennedy, o con una camarera del Stuart Hotel, salgo del lance con la cabeza llena de imágenes de rotos recuerdos. Después reconstruyo los rostros a partir de los fragmentos y siempre resultan fotografías irreales de vivencias con Muriel. A veces es el peso sostenido y tibio de su cara encajada en el hueco de mi mano. A veces es el espionaje de su respiración. A veces la maraña de su pelo sobre la almohada o sobre la arena de la playa. Una sonrisa. El embarazo de una despedida o una llegada emocionada. No es que Muriel sea mejor o peor que estas muchachas, tampoco su cuerpo era más hermoso, sobre todo si lo comparo con el de la secretaria especial de Robert Kennedy. Muriel, la incómoda Muriel, era un testigo interesado de mi vida y aunque todo interés sea ambiguo y en el interés de poseer yace el sustrato de la destrucción, la posesión abriga como una manta vieja de tiempo, pero llena de la vitalidad de una lana conocida, adaptada a la piel desnuda como una patria tibia.

Mantener la unidad de una pareja es un ejercicio artificial, pero yo conozco muy pocos ejercicios rigurosamente naturales: comer, orinar, cagar, dormir y, tal vez, fornicar, aunque este acto cada vez se me revela más cultural. Sí, es un ejercicio artificial que precisa el continuo cálculo de las pérdidas y las ganancias. Sobre este precario equilibrio es posible mantener una vida en común, incluso duradera. Pero a veces, y sobre todo bajo la opresión de las circunstancias exteriores, el equilibrio se pierde y pierdes rueda como el ciclista que ha quedado retrasado con respecto al que marca el tren de marcha y abre el viento. Y sucede que nunca más recuperas esa distancia y cada vez quedas más lejos de una situación pasada.

Tal vez retorno siempre a la rota imagen de Muriel porque me asalta la angustia del ciclista que pedalea solo y con la sensación de que ya no puede ganar esta carrera, ni otra siquiera porque tampoco nunca podrá abandonar la carrera que nunca ganará. Resulta muy complicado sustituir unas convenciones vitales por otras y, en definitiva, esta sustitución siempre se revela absurda porque la vida, lo tengo muy estudiado, es una sucesión de movimientos sin éxito.

Kennedy, sobre todas las restantes zonas del palacio, ama un pequeño despacho de ex presidente en el exilio, que se ha hecho decorar por el precoz Alexander, el gran rival de Walter P. Reagan. Uno de los sueños más acariciados por el presidente es la posibilidad de un derrocamiento, un azaroso exilio romántico en una ciudad marinera y el retorno triunfal por encima de la mortificación de la derrota.

Alexander ha ambientado la dependencia con un franciscano
style
pasado por la influencia de escenografías de Los justos, de Camus. El vestuario del ex presidente en funciones está a la altura de las circunstancias: no falta el tosco jersey cuello de cisne, ni la chaqueta de pana, ni la sobada pipa que Kennedy muerde con probada entereza frente a las tribulaciones históricas que padece. Muerde la pipa con rigor dental, muy utilitario ante la acristalada ventana desde donde escruta el mar imaginario por donde llegará la fragata todopoderosa del todo está dispuesto.

Kennedy encanece algo cuando penetra en la estancia de sus sueños. Encorva más la espalda, pero compensatoriamente su semimirada es más fiera y se le cierra la barba en un alarde tecnológico que Reagan no había conseguido y Alexander sí, dueño de los resortes que convierten la arquitectura humana en naturaleza misma. Pisa el presidente la tarima deslucida de la que crece una vieja mesa de roble con la parsimonia del que sabe esperar. Allí se retira para meditar el malogrado ex presidente las decisiones que escapan a la consulta del trust, y son muy pocos los llamados a conocer ese definitivo reducto de su intimidad.

Por eso pronuncié el fatídico no sé si debo cuando el presidente me invitó a merendar en cámara tan secreta. Ante mi sincera turbación de súbdito emocionado, Kennedy sonrió como sólo puede y debe sonreír un presidente kennedista. Asumió, pues, mis rubores, mis respetos, mi distancia y me poseyó mediante una pernada espiritual que yo aún debía agradecerle.

Penetré en su reducto a las cuatro de la tarde. Kennedy oteaba el horizonte marino con el catalejo. Con vago ademán, apenas voluntario, me indicó silencio y asiento. Escogí un viejo arcón cubierto de herrajes entre bruñidos y cuidadosamente enmohecidos. Kennedy volvió de su atalaya, borró de su ojo con la mano la frustración y el sueño de horas y horas de acristalada espera. Bebió un largo trago de ron en una barrica holandesa y eructó patética, exiliadamente. He olvidado describir el semantema de su tuertedad, a la que sólo he aludido al hablar de su semimirada. Pues en circunstancias como la que describo, Kennedy está tuerto y bien tuerto, luce un impagable diseño de Peter Chermayeff a manera de ojera piratesca.

Devolvió un libro sobre una alacena de vieja madera nudosa y se dejó caer, como es lógico debido al agotamiento literario que suelen padecer los personajes en estas situaciones. Cayó bien caído sobre el sillón de barco, lógico en el contexto decorativo, levemente modificado por un gabinete especial de diseñadores de la firma McGuire.

—Créame, Salvador —me dijo—; la mayor calamidad de la vida humana no es la peste ni el hambre, sino las pasiones humanas no puestas en razón; por lo cual dijo San Juan Crisóstomo: «Entre todos los males es el hombre malísimo mal; cada bestia tiene un mal, y ése es propio de ella; mas el hombre es todos los males. Aun el diablo no se atreve a llegar a un justo; pero el hombre llega a despreciarle». Y en otra parte dice por la misma causa: «Comparado se ha el hombre a los jumentos; pero peor es compararse que nacer jumento; porque no es culpable estar por su naturaleza privado del uso de la razón; pero que el hombre, dotado de la razón, sea comparado a los brutos, éste es el delito de la voluntad».

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