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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Relato

Yo maté a Kennedy (2 page)

Jacqueline es muy consciente de los excesos de este complicadísimo
enfant terrible
.

—En la revista de ex alumnos de Harvard dijeron que Walter y yo habíamos flirteado el pasado fin de año. ¿Usted qué cree? No. No. No hubo nada. Simplemente, somos buenos amigos.

El paradero vital de Walter P. Reagan es un perpetuo guadiana. Desengañado de las inmediatas y poco meditadas aceptaciones de sus teorías, Reagan tampoco ha hecho el juego a todos los profetas contraculturales que este país fabrica por minuto, para abastecer de variedades a toda la demanda de los excedentes de población culta. Reagan dirigió durante algún tiempo un plan de ordenación territorial en la Guayana, durante el mandato del doctor Jagan. Pero a la caída del matrimonio rojo, inició una ruta aventurera que desaparece en Thailandia para reaparecer en Nepal o Acapulco. Hijo de una excelente familia de Boston oriunda del Mayflower, Reagan puede permitirse el lujo de la consecuencia y la perseverancia en la consecuencia. Sin embargo, hay quien le califica de «arquitecto de salón consumido por el apetito voraz de minorías cultas y sensibles». No es que Reagan superara nunca el techo de esta clientela, pero en el terreno de las intenciones, es posible que siempre la haya desdeñado. «El mundo —ob. cit.— debería ser reorganizado por los arquitectos. Su aspecto es el lenguaje de su propia impotencia y confusión. Tal vez mejorando su aspecto se mejorara su historia. No, tal vez: puedo jurarlo sobre las tablas de la Ley.» El cambio de aspecto (sundergrafus), según Reagan, no puede ser sectorial: «De la misma manera que la lucha de clases no puede tener un
happy end
sectorial, sino internacional, la reorganización cosmológica será contradictoria hasta que no sea universal. No desconozco los niveles de utopía que tiene una propuesta como la mía que debe pasar por la constitución no ya de un poder arquitectónico universal, sino por una fijación previa de la necesidad que provoque ese poder. La necesidad existe, pero a la concienciación de esa necesidad se enfrentan poderosos intereses económicos y políticos que no quieren arriesgarse a un proceso revolucionario, sea al nivel que sea. Sin embargo, cada vez más, la reorganización cosmológica es un hecho irremediable. La colectividad humana dará una progresiva importancia a la preocupación ecológica. Formulada esta necesidad, no habrá más remedio que satisfacerla, antes de que sea evidente para la conciencia universal que el freno es la represión establecida. Los poderes establecidos antes preferirán transigir en la revolución cosmológico-arquitectónica que en la otra. Lo que desconocen en su pequeñez filistea es que los niveles y sectores tienen una goma unitiva que les mutuo-implica en un juego de acciones y reacciones en cadena. De la misma manera que una manzana podrida contamina a las restantes del saco, la verdad ecológica conduce a la verdad histórica».

Kennedy conoció a Reagan desde su adolescencia. Siempre conservó hacia el muchacho un trato deferente, esperanzas fundadas en su genialidad. Jacqueline cuenta que cuando Walter le enseñó el proyecto del palacio, Kennedy comentó:

—Si yo me construyo un palacio así, se produce el primer golpe militar en la historia de los Estados Unidos.

—De eso se trata.

Le respondió Reagan que es antiposibilista en política, religión y matemáticas. No enfrió tan brutal comentario las relaciones entre los dos hombres, ni frustró el proyecto pese a las resistencias de Rose.

—A eso le llamo yo estirar más el brazo que la manga. El dinero que falte, ya lo pondrá el viejo Joe y yo me aguanto sin un montón de cosas que necesito desde la Gran Depresión.

El empeño de Jacqueline superó todas las dificultades y el palacio fue inaugurado dos semanas después de la toma presidencial. Para cubrir las apariencias, los Kennedy simulan vivir en la Casa Blanca. La existencia del palacio pasa inadvertida porque Reagan, con muy buen criterio, lo ha situado en el aire, oculto por una sustancia gaseosa y superfría que transparentiza la corporeidad de la construcción. Uno de los pasatiempos más recriminados al pequeño John John es que se pase el día vertiendo líquidos inconfesables sobre la cabezota de la Casa Blanca; vista en eficaz perpendicularidad desde su habitación del Palacio de las Siete Galaxias.

Los cursos de capacitación no habían sido desagradables. Algo molesto el proceso de la primera metamorfosis, pero más por un presupuestario sicológico mal educado, que por los actos y efectos consiguientes. Los primeros días del tratamiento de individuación me deprimieron. Fue una torpeza por mi parte no haber avisado al médico, pese a los consejos iniciales de Mr. Phileas Wonderful.

Seguía oponiendo resistencia mental a las palabras repetidas continuamente por el altavoz de mi estrecha botella. No quería creerlo: Cada cual, cuando amanece, es como el día anterior, decía la voz gangosa y yo temía una conspiración global para cambiarme.

Durante treinta días permanecí en aquella botella, inmerso en aquel líquido malva. Todo ocurrió según lo previsto. A los veinte experimenté una sensación de cosificación. Como si la botella no contuviera más que líquido y yo fuera líquido mismo. Dos días después se operó la reacción esperada: sentí cómo nacía en mí un núcleo arraigante, un triple corazón y un triple cerebro, crecidos al unísono en el centro de mi prepotencialidad. Me sentí fuerte y solo, la fortaleza en relación lógica con mi soledad.

En las clases teóricas nos habían contado hasta el martirio la historia del pionero de la individuación. Un autodidacta japonés que terminó sin éxito su experimento, pero que había entreabierto una interesantísima puerta. Encerrado en un piso deshabitado, completamente vacío, incluso eliminadas con aspirador las últimas motas de polvo, desnudo, inmóvil, consiguió sobrevivir tres meses sin probar alimento. Pero sus gritos y un extraño hedor a óxido obligaron a la interrupción de la experiencia.

El profesor, con un largo puntero, señalaba en la pizarra los tres errores fundamentales del experimento precursor:

A) La no identificación entre ambiente y alimento físico. Se supera actualmente mediante la inmersión total en líquido fetal.

B) El nulo tratamiento de preparación sicológica. Para combatir la afluencia de pensamientos (en el sentido negativo) el precursor repitió continuamente fragmentos del libro rojo del presidente Mao. Eso había condicionado, fundamentalmente, la no consecución de un letargo gratuito total.

C) La no idoneidad del espacio escogido para el encierro y el proceso de individuación. Chester B. Whole perfeccionó la experiencia. Inmediatamente se abrieron clubs de individuación sólo al alcance de millonarios y militares de carrera. Afortunadamente, una de las convenciones de Ginebra había decidido restringir la individuación a contados seres humanos, en razón de su profesionalidad: agentes secretos, políticos, cardenales, sociólogos urbanos, lógico-matemáticos, cantantes de ópera, acróbatas, sordomudos y afiliados a sociedades secretas.

¿Por qué siempre me parece la música de Casáis una despedida?

Una despedida rabínica. De rabino digno pero astuto, obligado a la diáspora. Y entre cilindros, el canto del rabino alcanzaba un colorido importante, en el dudoso caso de que haya coloridos importantes. Alguien me había dicho alguna vez que los ruidos de Bach manifiestan la infiltración de la burguesía en la superestructura. En la consistencia de la ingravidez es mucho más fácil sentir sensualmente convenciones lingüísticas como patetismo o grandeza. El espíritu dispone sus células para la violación. Algún día la biología descubrirá su escondrijo de pieles en carne viva, las cultivará como perlas japonesas. O las exterminará definitivamente, según aconsejen las previsiones estadísticas. Se desconoce de qué canales procede esa sangre especial, tan necesaria para la violación espiritual. Se reconocen los síntomas: se estrechan los esfínteres, revienta el pecho, te hundes en una emoción simiesca. Es el trémolo de la rogativa. Sin duda una rogativa rabínica. Yo he visto la montaña, la montaña que mata aviones ingleses. La he visto emerger más allá de las simas del Sitjar, donde caían vacas de costosa procedencia, incluso vacas muy aptas para una congelación sine qua non en la planificación de la Red del Frío. Pero bajo la rogativa rabínica late el pequeñito orgullo del
boy scout
. Lo juraría. Incluso las huidas, las caídas fugaces del tono conservan estrecha relación con los juegos formativos del scoutismo. Y esa grandeza. Oh, esa grandeza malgastada en títulos de nobleza. ¡La leyenda de los siglos! Por Dios, qué vergüenza.

Como un combinado de vodka y ginebra, como un ángel blanco servido por un barman algo calvo, algo marica, llamado Truman Capote. Es una invitación a la épica. Todo el arte es una invitación a la épica. Arma las manos y las espinas dorsales, desarma las braguetas. Trampa sublime, alcahueta de la supuesta dignidad humana. Pero yo tengo una pistola sobaquera, la tendré siempre. Dispararé hasta el último cartucho contra cada cerdo que busque amparo en la podrida dignidad colectiva de la especie. ¿De qué ceguera surge esa podrida dignidad? ¿Quién mide su peso y su calidad?

Quisiera no moverme de esta parcela de la nada. Quisiera que siempre interpretaran esa música, que siempre la interpretara ese viejo arruinado por la historia y su propio continente semántico. No es cierto que cualquier paisaje sea bueno para una despedida, cualquier melodía propicia para el recuerdo. Quiero esta melodía en mi última despedida. Cuando circulen por nuestras venas los batiscafos de Bacterioon y la suerte esté echada, cuando toda la épica adquiera su contingencia final. Oh, entonces colocaré dos sillas de tijeras en el interior de mi cerebro ensangrentado, me sentaré con riesgo junto a cualquier pontífice de la dignidad humana. Le abofetearé en un perfecto interrogatorio que no conduce a otra evidencia que el propio acto de interrogar imposibles respuestas. Todo con una morosidad y una precipitación alternantes: ya estarán cerca los batiscafos de Bacterioon. En vano él intentará situarse a éste o al otro lado del paraíso. El marfil y el rojo hilachado de los alvéolos le aterrará. Entonces quiero esta música, esta misma, toda, del todo. Entonces le gritaré que ahí tiene la dignidad colectiva de su maldita especie: un conjunto de ruidos con éxito convencional que no existiría sin el jueguecito cultural.

Y el pontífice llorará, le colgarán horribles mocos amarillos sobre el bigote pacifista.

En vano intentará levantarse.

Mis sillas me obedecen. Además, ya todo será inútil. Ya aparecerán en las fronteras de la sangre las proas de Bacterioon.

Los clarines eléctricos anuncian precisamente la hora de la cena en la quinta galaxia. Jacqueline suele entregar el cartón olfativo del menú: Tarta de col, filetes de cerdo con salsa de mostaza y un mousse de chocolate. Debió notar mi mohín de disgusto al llegar al capítulo de los vinos porque me interrogó con cierta alarma:

—¿No le gustan los vinos de Monterrey?

—El clarete tiene un sabor demasiado acidulado, no se combina bien con los filetes.

Jacqueline se echó a llorar:

—¡Ethel tiene la culpa! Siempre dando órdenes absurdas al maître. Yo, en esta casa, soy un cero a la izquierda.

Comprendí que estaba a punto de provocar un rompimiento entre las cuñadas y elogié las excelencias del Monterrey abocado con la tarta, sobre todo si habían conseguido darle un bouquet final algo rancio. Se alivió el disgusto de Jacqueline, pero no lo suficiente. Durante toda la noche se empeñó en conocer mi opinión sobre todos los platos y cada uno de sus ingredientes.

—¿Ha quedado bien la salsa? ¿No cree que hay un exceso de crema de leche y que el sabor de la mostaza está demasiado diluido? ¿Y las manzanas? ¿Ha quedado bien vaciado el corazón?

Yo aprobaba con entusiasmo creciente. En parte porque penetraba con agrado en los sabores de la cena y en parte porque era consciente de la animosidad que nacía en Robert Kennedy, consecuencia de la solicitud que me mostraba Jacqueline. Por otra parte, y pese a mis sonrisas, el
maître
empezaba a odiarme y es de todos sabido el instinto asesino de los
maîtres
; incluso de los
maîtres
de las mejores familias.

Robert Kennedy acentuaba su antipatía habitual. Cuidadosamente despeinado, bien trazadas las arrugas artificiales que acentuaban su edad política y su sonrisa publicitaria, departía con el embajador soviético y de vez en cuando me miraban con irónico acuerdo. Mientras comíamos, el hijo mayor de Robert Kennedy leía fragmentos del Libro de los reyes. Cuando llegó a la coronación de Joas a los siete años de edad, Carolina palmoteo de gozo.

El embajador aprovechó el fin de la cena para acercarse a mí y decirme al oído:

—Cuídenos al presidente. La suerte de la humanidad está en sus manos.

Robert Kennedy debió oírlo o estaba avisado del encargo, porque me dirigió una mirada importante. Me senté junto a él, frente a la chimenea (en pleno verano, en el Palacio de las Siete Galaxias se provoca un clima interno invernal para justificar las chimeneas encendidas). El ex ministro de Justicia me indicó con un gesto que mirase hacia su hermano. J. F. Kennedy leía a su acostumbrada velocidad. Las páginas se sucedían ante él como movidas por un mecanismo automático sincronizado con sus ojos. En medio segundo leía una página de Hemingway y en dos, una de La crítica de la razón pura. En días de especial bonanza mental podía leer tres libros simultáneamente.

—Como San Francisco de Sales —comentó Robert, que nunca leía nada.

De pronto el presidente se levantó y comenzó a caminar hacia la puerta. Fui tras él, dispuesto a no dejarle solo ni un momento, con la mirada del embajador soviético en mi nuca. Pero saltaron sobre mí Robert y Edward, me doblaron los brazos sobre la espalda y me derribaron. Me pegaron sin discriminar el sitio hasta que las luces se apagaron. Nuevamente se oyó el cello de Casáis, una penetrable claridad fue trasparentando un muro. Tras el cristal se percibía una masa acuática de piscina privilegiada. Una docena de hermosos peces policrómicos cruzó el escaparate. Tras ellos, John Steinbeck y Nelson Algreen, vestidos de hombres ranas Victorianos. El Magníficat crecía. Temía lo peor. Me dolían todos los huesos. Edward Kennedy seguía sentado sobre mi espalda y uno de los pies de Robert me apretaba el culo contra el suelo.

Un oh total salió de todas las gargantas.

J. F. Kennedy cruzaba el escaparate con un estilo de braza perfecto. Vestía un traje de hombre rana con posibles.

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