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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (72 page)

BOOK: Veinte años después
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—Terminad —dijo Mordaunt—, ya veo adónde vais a parar, y si es lo que me figuro, se podrá vencer esa dificultad.

—¡Ah! Ya sabía yo que erais joven de talento. Sí, señor, ahí está el quid; ahí es donde me aprieta el zapato, según se dice vulgarmente. Yo no soy más que un soldado de fortuna; no poseo más que lo que produce mi espada, es decir, más golpes que doblones. Por esta razón al coger esta mañana a esos dos franceses, que me parecieron personas de distinción, que son caballeros de la Jarretiera en una palabra, dije para mí: ya he hecho mi suerte. Y digo dos, porque en estas circunstancias siempre me cede el señor Du-Vallon sus prisioneros; como él no lo necesita…

Enteramente engañado Mordaunt por la cándida verbosidad de D’Artagnan, se sonrió como hombre que comprendía perfectamente las razones alegadas, y respondió con más agrado:

—Dentro de pocos segundos tendré la orden firmada y la acompañaré de dos mil doblones, pero entretanto permitid que me lleve a esos hombres.

—No —replicó D’Artagnan—: ¿qué más os da media hora más o menos? Yo soy hombre muy metódico, señor Mordaunt, y me gusta hacer las cosas en regla.

—Sin embargo —repuso Mordaunt—, puedo obligaros a hacerlo; quien manda aquí soy yo.

—¡Válgame Dios! —dijo D’Artagnan sonriéndose agradablemente—. ¡Cómo se echa de ver que aunque el señor Du-Vallon y yo hemos tenido la honra de viajar en vuestra compañía, no nos habéis conocido! Somos caballeros, somos franceses, somos capaces de mataros a vos y a vuestros ocho hombres… ¡Por Dios, señor Mordaunt! No la echéis de obstinado, porque al ver que se obstinan, yo me obstino también y entonces llego a ser terco en demasía; y este caballero —continuó D’Artagnan—, cuando ocurre un caso es aún más terco y más atroz que yo: esto sin contar que somos emisarios del cardenal Mazarino, el cual representa al rey de Francia; de lo que resulta, que en este momento representamos al rey y al cardenal, y en nuestra calidad de emisarios somos inviolables, circunstancia que no dejará de tener presente el señor Oliver Cromwell, que es tan gran político como consumado general. Conque pedidle esa orden; ¿qué os cuesta, señor Mordaunt?

—Esto es, una orden por escrito —dijo Porthos empezando a comprender la intención de D’Artagnan—, no os pedimos más que eso.

Por muchos deseos que tuviera Mordaunt de recurrir a la violencia, era hombre que comprendía muy bien la fuerza de las razones dadas por D’Artagnan. La reputación de éste influía también en su ánimo, y siendo un comprobante de esta reputación lo que le había visto hacer aquella mañana, se detuvo a reflexionar. Como por otra parte ignoraba las relaciones de amistad que existían entre los cuatro franceses, todas sus zozobras habían desaparecido ante el pretexto del rescate, el cual le parecía muy plausible.

Resolvió, por tanto, ir a buscar, no sólo la orden, sino también los dos mil doblones, en cuyo precio había tasado él mismo a los prisioneros. Montó a caballo y encargando mucha vigilancia al sargento volvió grupa y desapareció.

—¡Bien! —exclamó D’Artagnan—. Necesita un cuarto de hora para ir a la tienda del general y otro cuarto de hora para volver; nos sobra tiempo —y volviéndose a Porthos sin alterar en lo más mínimo la expresión de su rostro, a fin de que los ingleses que le rodeaban creyesen que continuaba la misma conversación—: Amigo Porthos —le dijo mirándole cara a cara—, oídme con atención; ante todo os aviso que no digáis una sola palabra a nuestros amigos de lo que aquí ha ocurrido; es inútil que sepan el favor que les hacemos.

—Corriente, os comprendo —contestó Porthos.

—Id a la cuadra, donde estará Mosquetón, ensillad entre los dos los caballos poned las pistolas en los arzones, sacadlos afuera y llevadlos a esa calle de abajo de modo que no falte más que montar en ellos: lo demás me toca a mí.

Porthos no hizo la menor observación y obedeció con la gran confianza que tenía en su amigo.

—Voy allá —dijo—: ¿entro antes en la habitación de los amigos?

—Es en vano.

—Pues hacedme el favor de coger mi bolsillo que he dejado encima de la chimenea.

—Bueno.

Encaminóse Porthos a la caballeriza con su mesurado paso, y atravesando por en medio de los soldados, los cuales, a pesar de su calidad de francés, no pudieron menos de admirar su aventajada estatura y sus vigorosos miembros.

En la esquina de la calle halló a Mosquetón y le mandó que le siguiera.

Entonces entró D’Artagnan en la casa silbando una canción que había empezado al marcharse Porthos.

—Amigo Athos —dijo a su amigo—, he reflexionado sobre lo que me habéis manifestado antes y me he convencido: al fin y al cabo lamento haber tomado cartas en este asunto. Vos lo habéis dicho: Mazarino es un hombre despreciable. Me he resuelto, por lo tanto, a huir con vos; no me presentéis objeciones de ninguna especie, estoy resuelto: vuestras espadas están en aquel rincón, no os olvidéis de ellas; es mueble que puede ser muy útil en las circunstancias en que nos hallamos. Y a propósito, ahora me acuerdo del bolsillo de Porthos. ¡Bien! Aquí está.

D’Artagnan cogió el bolsillo y se lo guardó. Los dos amigos le miraron con estupor.

—¿Os extraña? —preguntó D’Artagnan—. No sé por qué. Antes estaba ciego y ahora me ha abierto Athos los ojos: venid aquí. Obedeciéronle entrambos amigos.

—¿Veis esa calle? —dijo D’Artagnan—. Allí se encontrarán los caballos. Saldréis por la puerta principal, torceréis a la izquierda, montaréis y adelante. No penséis en nada sino en oír bien la seña, que será cuando yo diga: ¡Jesús!

—Mas, ¿nos dais palabra de que vendréis, D’Artagnan? —dijo Athos.

—Lo juro por Dios santo.

—Basta —exclamó Aramis—. Al grito de ¡Jesús! salimos, arrollamos cuanto haya al paso, corremos adonde se hallen los caballos, montamos en ellos y picamos espuelas: ¿no es eso?

—Justamente.

—Ya lo veis, Aramis —dijo Athos—, siempre he afirmado que D’Artagnan era el mejor de todos nosotros.

—Bravo —respondió D’Artagnan—; ¿empezáis a alabarme? Me escapo. Adiós.

—¿Y huiréis con nosotros?

—Ya lo creo. No olvidéis la seña: ¡Jesús!

Y salió del aposento con el mismo paso con que había entrado, volviendo a su canción en el punto en que la interrumpiera.

Los soldados jugaban o dormían, excepto dos que estaban cantando en voz de falsete el salmo:
Super flumina Babylonis.

D’Artagnan llamó al sargento y le dijo:

—Querido, el general Cromwell me ha enviado a buscar con el señor Mordaunt, hacedme el favor de vigilar mucho a los prisioneros. El sargento dio a entender por señas que ignoraba el francés. Entonces procuró D’Artagnan hacerle comprender por señas lo que no podía por medio de palabras.

El sargento dijo que estaba bien.

D’Artagnan bajó a la cuadra, donde encontró ensillados los cinco caballos, incluso el suyo.

—Coged cada uno un caballo del diestro —ordenó a Porthos y a Mosquetón—, y torced a la izquierda de modo que puedan veros Athos y Aramis desde la ventana.

—¿Conque van a venir? —preguntó Porthos.

—Dentro de un instante.

—Supongo que habréis tomado mi bolsillo.

—Sí.

—Corriente.

Y Porthos y Mosquetón dirigiéronse con los caballos al sitio designado.

Cuando se vio solo D’Artagnan, echó lumbre, encendió un pedazo de yesca del tamaño de dos lentejas juntas, montó a caballo y fue a colocarse en medio de los soldados frente a la puerta.

En esta posición empezó a acariciar al noble animal y le introdujo disimuladamente la yesca encendida en la oreja.

Era menester ser tan buen jinete como D’Artagnan para arriesgarse a emplear semejante medio, porque apenas sintió el caballo la impresión del fuego, lanzó un rugido de dolor, se encabritó y empezó a dar saltos.

Los soldados huyeron aceleradamente para ponerse fuera de su alcance.

—¡Socorro! ¡Socorro! —gritaba D’Artagnan—. Deteneos; este caballo está loco.

En efecto; al cabo de un momento se le ensangrentaron los ojos y se cubrió todo de espuma.

—¡Socorro! —seguía gritando D’Artagnan, sin que los soldados se atrevieran a acercarse—. ¡A mí! ¿Dejaréis que me mate? ¡Jesús!

No bien exhaló D’Artagnan este grito, se abrió la puerta y salieron precipitadamente Athos y Aramis espada en mano.

Pero gracias a la estratagema de D’Artagnan el camino estaba libre.

—¡Los prisioneros huyen! ¡Los prisioneros se escapan! —gritó el sargento.

—¡Para! ¡Para! —gritó D’Artagnan soltando la rienda de su furioso caballo, que partió a escape derribando a dos o tres hombres.

—¡Stop! ¡Stop! —gritaron los soldados corriendo a las armas.

Pero ya estaban a caballo los prisioneros, y sin perder un momento se dirigieron a rienda suelta hacia la puerta más próxima.

En medio de la calle encontraron a Grimaud y Blasois, que iban en busca de sus amos.

Una seña de Athos hizo comprender cuanto ocurría a Grimaud, quien echó detrás del grupo con la rapidez del torbellino, como empujado por D’Artagnan que cerraba la marcha.

Atravesaron las puertas como sombras fugitivas, sin que los guardias tuvieran tiempo de pensar siquiera en detenerlos, y salieron a campo raso.

Entretanto los soldados seguían gritando: ¡Stop! ¡Stop! y el sargento, que comenzaba a comprender la estratagema, se arrancaba los cabellos de ira.

En esto viose llegar a un hombre a galope con un papel en la mano.

Era Mordaunt que volvía con la orden.

—¡Vengan los prisioneros! —gritó echando pie a tierra.

El sargento no tuvo ánimo para contestar y le señaló la puerta abierta y el aposento vacío.

En dos saltos subió Mordaunt los escalones y al instante lo comprendió todo. Dio un grito como si le desgarraran las entrañas y cayó desmayado.

Capítulo LXIII
Donde se ve que aun en las situaciones más desesperadas no pierden los corazones generosos el ánimo ni los buenos estómagos el apetito

Marchando al galope los fugitivos, sin pronunciar una palabra ni mirar atrás, vadearon un riachuelo, cuyo nombre ignoraban, y dejaron a la izquierda una población que Athos suponía fuese Durham. Divisando al fin una pequeña selva, dieron a los caballos el último espolazo, dirigiéndolos hacia ella.

Después que desaparecieron tras una verde enramada, bastante espesa para ocultarlos a las miradas de los que pudieran perseguirlos, detuviéronse para consultarse, y entregando los caballos a los lacayos a fin de que descansaran, aunque sin quitarles el freno y la silla, pusieron a Grimaud de centinela.

—Ante todo permitidme que os abrece, amigo mío —dijo Athos a D’Artagnan—; sois nuestro salvador, sois el verdadero héroe entre nosotros.

—Bien dicho, sois grande —añadió Aramis estrechándole también entre los brazos—; ¿a qué no podríais aspirar, estando al servicio de un hombre inteligente, vos, cuyo golpe de vista es infalible, cuyo brazo es de acero, cuyo espíritu jamás se abate?

—Bueno, bueno —dijo el gascón—, ahora lo acepto todo en mi nombre y en el de Porthos, abrazos y gracias: afortunadamente tenemos tiempo que perder.

Estas palabras recordaron a los dos lo que a Porthos debían: se volvieron y le dieron un apretón de manos.

—Ahora —dijo Athos—, lo que interesa es no andar corriendo al azar como locos, sino formar un plan. ¿Qué haremos?

—¿Qué hemos de hacer, voto a bríos? Fácil es averiguarlo.

—Pues decidlo, D’Artagnan.

—Ir al puerto de mar más próximo; reunir nuestros recursos, fletar un buque y pasar a Francia. Yo prometo dar hasta mi último centavo. El primer tesoro de todos es la vida, y la nuestra, fuerza es decirlo, está pendiente de un cabello.

—¿Y vos qué decís, Du-Vallon? —preguntó Athos.

—Yo —contestó Porthos— soy de la misma opinión que D’Artagnan: esta Inglaterra es mal país.

—¿Y estáis enteramente resuelto a salir de ella? —preguntó Athos a D’Artagnan.

—¡Cáscaras! —contestó D’Artagnan—. No veo qué razones pudieran detenerme aquí.

Athos cambió una mirada con Aramis.

—Idos, pues, amigos —dijo suspirando.

—¿Cómo idos? —dijo D’Artagnan—. Querréis decir: «vámonos».

—No, amigo mío —respondió Athos—; tenemos que separarnos.

—¡Separarnos! —exclamó D’Artagnan aturdido.

—¡Bah! —añadió Porthos—. ¿Por qué nos hemos de separar habiéndonos reunido?

—Porque vosotros habéis cumplido vuestra misión y debéis volver a Francia, pero nosotros no hemos cumplido la nuestra.

—¿Que no? —preguntó D’Artagnan con asombro.

—No —contestó Athos con voz dulce, pero firme—. Hemos venido a defender al rey Carlos I, y como le hemos defendido mal, tenemos que salvarle.

—¡Salvar al rey! —murmuró D’Artagnan mirando a Aramis con el mismo gesto de asombro con que había mirado a Athos.

Aramis movió afirmativamente la cabeza.

El semblante de D’Artagnan expresó una profunda compasión: empezaba a creer que sus amigos estaban locos.

—No creo que habléis formalmente, Athos: el rey permanece en medio de un ejército que le conduce a Londres, y ese ejército va a las órdenes del hijo de un carnicero, del coronel Harrison. Apenas llegue S. M. a Londres, le instruirán causa, yo lo aseguro; he oído hablar a Oliver Cromwell sobre el asunto, y sé a qué atenerme.

Athos y Aramis se dirigieron otra mirada.

—Instruida la causa no tardará en ejecutarse la sentencia —continuó D’Artagnan—. ¡Oh! Los señores puritanos no pierden el tiempo.

—¿Y a qué pena opináis que condenen al rey? —preguntó Athos.

—Mucho me temo que sea la de muerte: tanto han hecho contra él que ya no pueden confiar que les perdone, y no les queda otro medio que el de matarle. ¿Ignoráis lo que dijo Oliver Cromwell cuando fue a París y le enseñaron el torreón de Vincennes en que estaba encerrado el señor de Vendóme?

—¿Qué dijo? —preguntó Porthos.

—A los príncipes no se les debe tocar más que a la cabeza.

—Ya lo había oído —dijo Athos.

—¿Y suponéis que no pondrá en práctica su máxima ahora que tiene en su poder al rey?

—Sí tal, estoy seguro de que lo hará, y ésa es una razón más para no abandonar la augusta cabeza que está amenazada.

—Athos, os vais a volver loco.

—No, amigo mío —repuso dulcemente el caballero—. Winter nos fue a buscar a Francia y nos presentó a la reina Enriqueta. Su Majestad nos rogó, al señor de Herblay y a mí, que auxiliásemos a su esposo; le dimos nuestra palabra de hacerlo, y en nuestra palabra se comprendía todo, con ella empeñábamos nuestra fuerza, nuestra inteligencia, nuestra vida, en fin, y hemos de cumplir nuestra promesa.

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