El rey exhaló un profundo suspiro.
—Vendido, vendido por los escoceses, en medio de los cuales he nacido; a quienes siempre he dado la preferencia sobre los ingleses. ¡Canallas!
—Señor —contestó Athos—, no es este el momento de hacer recriminaciones, sino el de probar que sois rey y caballero. Ánimo, señor, ánimo; porque por lo menos aquí tenéis tres hombres que no os harán traición, estad seguro. ¡Ah! ¡Si fuéramos cinco! —murmuró Athos, acordándose de D’Artagnan y Porthos.
—¿Cómo? —preguntó Carlos levantándose.
—Digo, señor, que no hay más que un arbitrio. Milord de Winter responde de su regimiento o poco menos; no nos detengamos en cuestiones de poca importancia; se coloca a la cabeza de su gente, nosotros nos ponemos al lado de Vuestra Majestad, abrimos una brecha en el ejército de Cromwell, y nos metemos en Escocia.
—Aún se podría adoptar otro medio —dijo Aramis—, tomando cualquiera de nosotros el traje y el caballo del rey, quizá saldría su majestad en salvo, mientras se ensañaban en nosotros.
—Me parece bien la idea —dijo Athos—, y si su majestad quiere hacer a uno de nosotros tal honor, se lo agradeceremos en extremo.
—¿Qué decís de ese consejo, Winter? —preguntó el rey observando con admiración a aquellos dos hombres, cuyo único pensamiento era atraer sobre sus cabezas los peligros que le amenazaban.
—Digo, señor, que si queda algún medio de salvar a su majestad es el que ha propuesto el señor de Herblay. Suplico, pues, humildemente a vuestra majestad que elija pronto, porque no hay tiempo que perder.
—Pero si acepto, no puede esperar el que me sustituya más que la muerte o una cárcel.
—Tendrá el honor de haber salvado a su rey —dijo Winter.
Miró el monarca a su antiguo amigo con los ojos llenos de lágrimas; se quitó el cordón del Espíritu Santo que llevaba puesto en honor de los franceses que le acompañaban y lo colgó al cuello de Winter, quien recibió de rodillas esta terrible muestra de amistad y confianza de su soberano.
—Es justo —dijo Athos—, hace más tiempo que le sirve que nosotros.
Escuchó el rey esas palabras y volvió la cabeza para ocultar sus lágrimas.
—Esperad un momento, señores —dijo—, también tengo que daros un cordón a cada uno.
Y yendo a un armario en que tenía guardadas las insignias de sus órdenes, sacó dos cordones de la Jarretiera.
—No podemos admitir semejante honra, señor —dijo Athos.
—¿Por qué, conde? —preguntó Carlos.
—Porque esa orden es casi real, y nosotros somos simples caballeros.
—Recorred todos los tronos del mundo y señaladme en ellos un corazón más noble que los vuestros. No; os tratáis con poca justicia, señores, pero aquí estoy yo para hacerla. De rodillas, conde.
Arrodillóse Athos; el rey púsole el cordón de izquierda a derecha, según costumbre, y levantando la espada en vez de la fórmula habitual que dice: «os hago caballero; sed valiente, fiel y leal», dijo:
—Sois valiente y leal; os hago caballero, señor conde.
Y volviéndose a Aramis añadió:
—Ahora os toca a vos.
Y repitió la misma ceremonia con las mismas palabras, en tanto que Winter, auxiliado por los escuderos, se quitaba su coraza de cobre para que se le equivocara más fácilmente con el rey.
Cuando acabó éste de repetir a Aramis lo que había dicho a Athos, les abrazó.
—Señor —dijo Winter, que desde el momento en que el rey le designara para aquel gran acto de abnegación, había recobrado toda su fuerza—: señor, estamos dispuestos.
El rey miró a los tres caballeros.
—¿Conque es indispensable huir?
—Huir en medio de un ejército —dijo Athos— se llama en todas partes dar una carga.
—Moriré con la espada en la mano —repuso Carlos—. Señor conde, señor de Herblay, si vuelvo a ser rey…
—Ya nos habéis honrado, señor, más de lo que merecemos, y el agradecimiento por lo tanto está de nuestra parte. Pero no perdamos tiempo; bastante se ha perdido ya.
Dio el rey por última vez la mano a los tres amigos, cambió de sombrero con Winter y salió de la tienda.
Estaba situado el regimiento de Winter sobre una eminencia que dominaba el campamento, a la cual se dirigió el rey con sus tres amigos.
En el ejército escocés se observaba ya alguna animación: los soldados habían salido de sus tiendas, formando una línea como para entrar en batalla.
—Ya lo veis —dijo el monarca—; quizás se hayan arrepentido y estén dispuestos a marchar.
—Si es así, señor —contestó Athos—, nos seguirán adonde vayamos.
—Bien, ¿y qué vamos hacer nosotros?
—Examinemos el ejército enemigo.
Los ojos del pequeño grupo fijáronse en aquella línea que al parecer les había parecido una niebla, y que los primeros rayos del sol denunciaban entonces como un ejército formado en batalla. El aire estaba puro como suele estarlo en las primeras horas de la mañana, permitiendo distinguir perfectamente los regimientos, los estandartes y hasta los colores de uniformes y caballos.
Viose entonces aparecer sobre una altura a un hombrecillo rechoncho y de movimientos torpes, rodeado de algunos oficiales, el cual dirigió su anteojo hacia el grupo de que formaba parte el rey.
—¿Conoce ese hombre personalmente a V. M.? —preguntó Aramis.
Carlos sonrió y dijo:
—Ese hombre es Cromwell.
—Entonces encasquetaos el sombrero, señor, para que no observe la variación de traje.
—¡Ah! —exclamó Athos—. Hemos perdido mucho tiempo.
—Pues que se dé la orden y partamos —respondió el rey.
—¿La va a dar V. M.? —preguntó Athos.
—No, os nombro mi teniente general.
—Oíd, pues, milord de Winter —dijo Athos—, y vos señor, alejaos, si lo tenéis a bien; lo que vamos a decir no concierne a V. M.
El rey se sonrió y se apartó tres pasos.
—Voy a presentar mi plan —prosiguió Athos—, dividiremos nuestro regimiento en dos escuadrones; vos os pondréis a la cabeza del primero y Su Majestad y nosotros a la del segundo; si no nos impiden el paso, cargamos juntos para forzar la línea enemiga y pasar el Tyne vadeándole o a nado; si por el contrario, se nos presenta algún obstáculo perded si fuese preciso hasta el último soldado, y nosotros proseguiremos nuestro camino con el rey, que en llegando a la orilla del río, si vuestro escuadrón cumple con su deber, lo demás nos corresponde a nosotros, aunque nos presentaran una triple línea de soldados para disputarnos el paso.
—¡A caballo! —gritó Winter.
—¡A caballo! —repitió Athos—. Todo está resuelto y previsto.
—¡Adelante, pues, señores! —exclamó el rey—, ¡adelante! Sea nuestro grito de guerra el antiguo lema de Francia:
Montjoie
y
Saint-Denis
. El de Inglaterra es hoy repetido por muchos traidores.
Montaron a caballo, el rey en el de Winter, y éste en el del rey; Winter se puso en la primera fila del primer escuadrón, y el rey, llevando a Athos a la derecha y a Aramis a la izquierda, en la primera fila del segundo.
Todo el ejército escocés advertía estos preparativos con la inmovilidad y el silencio de la vergüenza.
Algunos jefes salieron de las filas y rompieron sus espadas.
—Vamos —dijo el rey—, esto me consuela; no todos son traidores.
En aquel momento resonó la voz de Winter gritando:
—¡Marchen!
El primer escuadrón empezó a andar; siguiólo el segundo, y bajó de la eminencia. Detrás de la colina se dejó ver un regimiento de coraceros, igual en número al del rey, saliéndole a galope al encuentro de éste.
Carlos I hizo notar a Athos y Aramis lo que ocurría.
—Está previsto ese caso señor —dijo Athos—, y si la gente de Winter cumple con su deber, este acontecimiento nos salva en vez de perdernos.
Más fuerte que el ruido de los relinchos y el galopar de los caballos, se oyó entonces la voz de Winter gritando:
—¡Saquen… sables!
A esta orden desenvaináronse todos los sables; brillando como relámpagos.
—Vamos, señores —gritó el rey a su vez entusiasmado por el estruendo y el aspecto del campo de batalla—; vamos, señores, sable en mano.
Mas sólo Athos y Aramis obedecieron esta orden, de que dio ejemplo el mismo rey.
—Nos han hecho traición —dijo Carlos I en voz baja.
—No hay que desesperar más —respondió Athos—; tal vez no habrán reconocido la voz de Vuestra Majestad, y esperan que se lo mande su comandante.
—¿No se lo ha ordenado su coronel? Pero ¡mirad!, ¡mirad! —exclamó el rey conteniendo a su caballo de un tirón que le hizo doblar las rodillas, y agarrando la brida de Athos.
—¡Cobardes!, ¡canallas!, ¡traidores! —gritaba Winter, viendo a su gente abandonar las filas y diseminarse por la llanura.
Apenas habría unos quince hombres agrupados en su derredor, aguardando la carga de los coraceros de Cromwell.
—¡A morir con ellos! —dijo el rey.
—¡Vamos! —repitieron Aramis y Athos.
—¡A mí los corazones leales! —gritó Winter.
Este grito llegó hasta ambos amigos, los cuales marcharon a galope hacia él.
—¡No hay cuartel! —exclamó en francés, respondiendo a Winter, una voz que le hizo estremecerse.
Al oírla el inglés púsose pálido y se quedó como petrificado. Habíala dado un hombre montado en un magnífico caballo negro, y que en alas de la impaciencia se había adelantado diez pasos al regimiento inglés a cuya cabeza marchaba.
—¡Es él! —exclamó Winter con los ojos fijos y dejando caer su espada al costado.
—¡El rey, el rey! —gritaron muchos, engañados por el cordón azul y el color del cabello de Winter—. ¡Cogedle vivo!
—¡No, no es el rey! —repuso el caballero—. No hay que equivocarse. ¿Verdad, milord de Winter, que no sois el rey? ¿Verdad que sois mi tío?
Y al propio tiempo, Mordaunt, pues no era otro el caballero, apuntó con una pistola a Winter. Salió el tiro, y la bala atravesó el pecho del veterano, el cual saltó de su silla y cayó entre los brazos de Athos gritando:
—¡El vengador!
—Acuérdate de mi madre —aulló Mordaunt, pasando de largo arrebatado por el furioso galopar de su caballo.
—¡Canalla! —gritó Aramis, descerrajándole un pistoletazo, pero sólo el cebo dio lumbre, y no salió el tiro.
En aquel momento todo el regimiento se arrojó sobre los pocos que fueron leales, cercando, comprimiendo y no dejando salida a los dos franceses. Después de cerciorarse Athos de la muerte de Winter, soltó el cadáver, y dijo sacando su espada:
—¡A ellos, Aramis! Sostengamos el honor de Francia.
Y los dos ingleses que se hallaban más cerca de ellos cayeron heridos de muerte.
Entonces resonó un hurra terrible, y brillaron treinta espadas sobre sus cabezas.
De pronto se lanza un hombre de en medio de las filas inglesas, atropellando cuanto encuentra al paso; arrójase sobre Athos, le estrecha entre sus nervudos brazos y le arrebata la espada, diciéndole al oído:
—¡Silencio! Rendíos, rendíos a mí, que salvo vuestro pundonor. Entretanto ase un gigante las dos muñecas de Aramis, que lucha en vano para sustraerse a su terrible compresión.
—¡Rendíos! —le dice mirándole fijamente. Aramis levanta la cabeza. Athos se vuelve.
—Art… —exclamó Athos; pero el gascón le tapa la boca.
—Me rindo —dice Aramis entregando su espada a Porthos.
—¡Fuego! ¡Fuego! —gritaba Mordaunt volviendo hacia el grupo en que se hallaban los dos amigos.
—¿Fuego?, ¿por qué? —preguntó el coronel—. Se han rendido todos.
—Es el hijo de Milady —dijo Athos a D’Artagnan.
—Ya le he conocido.
—Es el religioso —dijo Porthos a Aramis.
—Ya lo sé.
En aquel momento, empezaron a abrirse las filas. D’Artagnan tenía asido por la brida el caballo de Athos, y Porthos el de Aramis. Uno y otro procuraban conducir a sus prisioneros fuera del campo de batalla.
Este movimiento descubrió el sitio en que había caído el cuerpo de Winter. Mordaunt le encontró por el instinto del odio y le estaba mirando desde su caballo con repugnante sonrisa.
A pesar de toda su prudencia, Athos llevó la mano al arzón en que aún tenía sus pistolas.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó D’Artagnan.
—Dejadme que le mate.
—No hagáis un solo ademán que induzca a creer que le conocéis, o nos perdemos los cuatro.
Dirigiéndose luego al joven, repuso:
—¡Buena presa! Buena presa, amigo Mordaunt. El señor Du Vallon y yo tenemos cada uno el nuestro, y los dos son, como quien no dice nada, caballeros de la Jarretiera.
—Pero creo que son franceses —exclamó Mordaunt mirando a Athos y a Aramis con ojos que respiraban sangre.
—A fe que lo ignoro, ¿sois franceses, caballeros? —preguntó a Athos.
—Sí que lo soy —respondió éste con gravedad.
—Pues, amigo, un compatriota os ha hecho prisionero.
—Pero ¿y el rey? —preguntó Athos con angustia—. ¿Y el rey?
D’Artagnan estrechó vigorosamente la mano de su prisionero y dijo:
—¿El rey? ¡Toma, ya es nuestro!
—Sí —dijo Aramis—, por una miserable traición.
Porthos apretó la muñeca de su amigo hasta acardenalarla, y le dijo sonriéndose:
—Señor mío, en la guerra entra tanto de maña como de fuerza; mirad.
Viose, en efecto, en aquel momento al escuadrón que debía haber defendido la retirada de Carlos I salir al encuentro del regimiento inglés, rodeando al rey, que marchaba solo y a pie por un gran espacio despejado de gente.
El príncipe iba tranquilo aparentemente, pero se conocía cuánto debía padecer para violentarse hasta aquel punto: corrió el sudor por su rostro, y cuando se enjugaba la frente y los labios con un pañuelo, retirábalo con su boca teñido en sangre.
—¡Ahí está Nabucodonosor! —exclamó uno de los coraceros de Cromwell, puritano encanecido, cuyos ojos se inflamaron al ver al tirano, como le llamaban.
—¿A quién llamáis Nabucodonosor? —dijo Mordaunt con espantosa sonrisa—. No hay tal, es el rey Carlos I, el buen Carlos, que despoja a sus súbditos para enriquecerse con su herencia.
Alzó Carlos los ojos hacia el miserable que así hablaba, pero no le conoció. La grave y religiosa majestad de su rostro hizo a Mordaunt bajar la cabeza.
—Buenos días caballeros —dijo el rey a los dos caballeros, a quienes encontró en poder de D’Artagnan y Porthos—. Fatal ha sido la jornada, pero gracias a Dios no tenéis vosotros la culpa. ¿Dónde está el buen Winter?