—Acabad de vestir a Su Majestad, señor Laporte —dijo D’Artagnan.
—¿De modo que ya nos podemos marchar? —preguntó la reina.
—Cuando guste Vuestra Majestad: no tiene más que bajar por la escalera secreta; al pie de ella estaré yo.
—Marchad, pues —dijo la reina—; ya os sigo.
Bajó D’Artagnan adonde estaba el coche y encontró al mosquetero en el pescante.
Cogiendo el paquete que encargó a Bernouin dejase a los pies del señor de Belliere, y que como recordará el lector contenía la capa y el sombrero del cochero del señor de Gondi, se puso la primera sobre los hombros y el otro en la cabeza. El mosquetero apeóse.
—Id a dar libertad a vuestro compañero —le dijo D’Artagnan—. Luego montaréis los dos caballos e iréis a buscar el mío y el del señor Du-Vallon a la calle de Tiquetonne, fonda de la Chevrette. Ensilladlos y enjaezadlos como para entrar en acción; salid de París con ellos y conducidlos a Cours-la-Reine. Si no encontráis allí a nadie seguid hasta San Germán. Real servicio.
Llevó el mosquetero la mano a la frente y se alejó para ejecutar las órdenes que acababa de recibir.
D’Artagnan subió al pescante.
Llevaba un par de pistolas al cinto, un mosquete a los pies y la espada desenvainada sobre el asiento.
Momentos después se presentó la reina acompañada del rey y del duque de Anjou, hermano de éste.
—¡El coche del coadjutor! —exclamó Ana de Austria retrocediendo un paso.
—Sí, señora —dijo D’Artagnan—, pero suba Vuestra Majestad sin temor; yo soy quien lo guía.
Lanzó la reina una exclamación de sorpresa, y subió al coche. El rey y su hermano subieron también y sentáronse a su lado.
—Venid, Laporte —dijo la reina.
—¿Cómo, señora? —contestó el ayuda de cámara—. ¿En el mismo coche de vuestras majestades?
—Prescindid esta noche de la etiqueta, y atended sólo a la salvación del rey. Subid.
El ayuda de cámara obedeció.
—Corred las cortinas —dijo D’Artagnan.
—¿No inspirará eso alguna desconfianza? —preguntó la reina.
—Pierda V. M. cuidado —dijo D’Artagnan— tengo pensado lo que he de responder.
Corridas las cortinas, el carruaje partió al galope por la calle de Richelieu. Llegado que hubo a la puerta salió el jefe de la guardia a la cabeza de doce hombres, teniendo una linterna en la mano.
D’Artagnan le hizo seña de que se acercase, y le dijo:
—¿Conocéis el coche?
—No.
—Pues mirad las armas.
El sargento acercó su linterna a la portezuela, y dijo:
—Son las del señor coadjutor.
—¡Chitón! Va de aventura con la señora de Guemenée.
El sargento se rio.
—Abrid la puerta —dijo a sus compañeros—, sé quién es.
Y acercándose a la cortina, añadió:
—Que Vuestra Eminencia se divierta.
—Indiscreto —le dijo D’Artagnan—. Vais a hacer que me despidan.
Crujió la puerta sobre los goznes, y D’Artagnan al ver libre el camino, arreó vigorosamente a los caballos, que tomaron el trote largo.
Cinco minutos más tarde, habían alcanzado al coche del cardenal.
—Mosquetón —gritó D’Artagnan—, alzad las cortinillas del carruaje de sus majestades.
—Él es —dijo Porthos.
—De cochero —exclamó Mazarino.
—Y en el coche del coadjutor —añadió la reina.
—
Corpo di Baco!
—exclamó el cardenal—. El señor de D’Artagnan vale más oro que pesa.
Mazarino deseaba salir al momento para San Germán, pero la reina declaró que deseaba esperar allí a todas las personas a quienes había citado. Entretanto ofreció el asiento que ocupaba Laporte al cardenal, el cual pasó de un carruaje a otro.
La causa de que hubieran corrido en la capital rumores de que el rey debía salir de París durante la noche, era que desde las seis de la tarde estaban en el secreto diez o doce personas, y por mucha prudencia que tuvieran no podían dar sus órdenes para el viaje sin que se trasluciese algo de su objeto. Además, todas aquellas personas se interesaban cada una por dos o tres más, y no dudando que la reina saliera de París con terribles proyectos de venganza, avisaron a sus parientes o amigos, de manera que la noticia del viaje corrió como un reguero de pólvora por las calles de la ciudad.
El primer coche que llegó después del de la reina, fue el del príncipe de Condé, a quien acompañaban su esposa y su madre. A las dos había hecho levantar a medianoche, sin decirles de qué se trataba.
En el segundo iban el duque de Orléans y su esposa, su hermana y el abate de la Riviere, favorito inseparable y consejero particular del príncipe.
El tercero conducía al señor de Longueville y al príncipe de Conti, hermano el uno y cuñado el otro del príncipe de Condé. Apeáronse, se acercaron al carruaje del rey y presentaron sus respetos a SS. MM.
La reina miró con atención al interior del carruaje, cuya portezuela se había quedado abierta, y observó que estaba vacío.
—¿Dónde está la señora de Longueville? —preguntó.
—En efecto, ¿dónde está mi hermana? —dijo también el príncipe de Condé.
—La señora de Longueville se encuentra indispuesta, señora —respondió el duque—, y me ha rogado que la excuse cerca de Vuestra Majestad.
Ana de Austria dirigió una rápida mirada a Mazarino, quien contestó con un movimiento imperceptible de cabeza.
—¿Qué os parece? —preguntó la reina.
—Que puede servir de rehenes a los parisienses —contestó el cardenal.
—¿Por qué no ha venido? —preguntó Condé a su hermano en voz baja.
—Silencio —respondió éste—. Sus motivos tendrá.
—Nos ha perdido —murmuró el príncipe.
—Nos ha salvado —dijo Condé.
Iban llegando otros muchos coches. Sucesivamente fueron apeándose el mariscal de la Meilleraie, el mariscal de Villeroy, Guitaut, Villequier y Comminges; también llegaron los mosqueteros con los caballos de D’Artagnan y Porthos, que ellos montaron. El cochero de Porthos reemplazó a D’Artagnan en el pescante del regio carruaje, y Mosquetón reemplazó al cochero, conduciendo los caballos a pie, semejante al Automedon de la antigüedad, por razones particulares.
Aunque entretenida con mil objetos, la reina no dejó de buscar con la vista a D’Artagnan; pero el gascón se había confundido entre la multitud con su discreción habitual.
—Vamos a vanguardia —dijo a Porthos—, y busquemos en San Germán un buen alojamiento, porque nadie se ha de acordar de nosotros. Estoy muy cansado.
—Y yo —contestó Porthos—, me voy cayendo de sueño. ¡Decir que no hemos tenido que sacar la espada para nada! Está visto que los parisienses son muy tontos.
—O nosotros muy diestros —dijo D’Artagnan.
—Puede ser.
—¿Y cómo va esa muñeca?
—Mejor; mas ¿os parece que esta vez habremos atrapado?
—¿Qué?
—Vuestro grado y mi título.
—Casi me atrevería a apostarlo. Y si pierde la memoria, yo se lo recordaré.
—Se oye la voz de la reina —dijo Porthos—, creo que desea montar a caballo.
—¡Oh! Ella bien quisiera, pero…
—¿Pero qué?
—El cardenal no. Señores —continuó D’Artagnan dirigiéndose a los mosqueteros—, acompañad el coche de la reina, sin apartaros de las portezuelas. Nosotros vamos delante como aposentadores.
Y D’Artagnan picó espuelas hacia San Germán acompañado de Porthos.
Y el coche real echó a andar siguiéndole los demás y escoltándole más de cincuenta jinetes.
—Marchemos, señores —dijo la reina.
Llegaron a San Germán sin novedad.
Al apearse la reina acercóse el príncipe de Condé, con la cabeza descubierta para darle la mano.
—¡Qué noticia para los parisienses cuando despierten! —dijo radiante de gozo.
—Es una declaración de guerra —le contestó el príncipe.
—¿Qué importa? ¿No va con nosotros el héroe de Rocroy, de Nordlingen y de Lens?
El príncipe se inclinó dándole las gracias.
Eran las tres de la mañana. La reina fue la primera que entró en el castillo; siguiéronla todos; habíanla acompañado en su fuga unas doscientas personas.
—Señores —dijo Ana de Austria riéndose—; acomodaos en el castillo, es bastante grande y no os faltará sitio; pero como no nos aguardaban, acaban de decirme que sólo hay tres camas, una para el rey, otra para mí…
—Y otra para Mazarino —dijo el príncipe en voz baja.
—¿Y yo habré de dormir en el suelo? —preguntó Gastón de Orleáns, sonriendo con inquietud.
—No, señor —dijo Mazarino—, porque la tercera cama está destinada a Vuestra Alteza.
—Pero, ¿y vos? —preguntó el príncipe.
—Yo no me acuesto —dijo Mazarino—; he de trabajar.
Hizo Gastón que le enseñaran la alcoba en que estaba su cama, sin cuidarse en lo más mínimo de su esposa ni de su hija.
—Pues yo también me he de acostar —dijo D’Artagnan—. Venid conmigo Porthos.
Porthos siguióle, con la profunda fe que tenía en el talento del gascón.
Iban los dos paseándose mano a mano por la plaza del castillo, y Porthos miraba con asombro a D’Artagnan, el cual estaba embebido haciendo cálculos.
—Cuatrocientos, a un doblón cada uno, son cuatrocientos doblones.
—Sí —decía Porthos—, cuatrocientos doblones. ¡Pardiez!, ¿de dónde sacáis cuatrocientos doblones?
—Un doblón es poco —prosiguió D’Artagnan—; pondremos un luis.
—Un luis, ¿por qué?
—Son cuatrocientos luises.
—¿Cuatrocientos? —preguntó Porthos.
—Sí, ellos son doscientos, y cada uno necesita dos; con que suman cuatrocientos cabales.
—¿Pero cuatrocientos qué?
—Oídme —dijo D’Artagnan.
Y como estaban rodeados de gente que contemplaban con curiosidad la llegada de la corte, acabó la frase al oído de Porthos.
—Comprendo —dijo éste—. ¡Doscientos luises para cada uno! ¡No es mal bocado! Pero ¿qué dirán de nosotros?
—Digan lo que quieran; además, ¿quién lo ha de saber?
—¿Pues quién hará la repartición?
—¿No está ahí Mosquetón?
—Conocerán mi librea.
—Se la pondrá al revés.
—Tenéis razón —dijo Porthos—: ¿a dónde diablos vais a buscar todas esas ideas?
D’Artagnan se sonrió.
Ambos amigos entraron en la primera calle que se les presentó. Porthos llamó a la puerta de la casa de la derecha, y D’Artagnan a la de la izquierda.
—¿Hay paja? —preguntaron.
—No tenemos, caballero —contestaron los que salieron a abrir—, pero aquí cerca vive un tratante en forrajes que debe tener.
—¿Dónde?
—En la última puerta de la calle.
—¿A la derecha o a la izquierda?
—A la izquierda.
—¿Hay alguna otra persona en San Germán que pueda venderla?
—Sí, el posadero del
Carnero coronado
, y Luis el arrendatario.
—¿Dónde habitan?
—Calle de las Ursulinas.
—¿Los dos?
—Sí.
—Está bien.
Tomaron los dos amigos las señas de la segunda y tercera casa con la misma exactitud que las de la primera y en seguida marchó D’Artagnan a casa del tratante, a quien compró ciento cincuenta haces de paja que poseía por la cantidad de tres doblones.
De allí pasó a casa del posadero, donde estaba Porthos que acababa de comprar doscientos haces por el mismo dinero, poco más o menos; y en fin, el arrendatario Luis puso a su disposición otros ciento ochenta. Por esto reunían una cantidad de cuatrocientos treinta haces.
No había uno más en San Germán.
En esta operación no invirtieron arriba de media hora. Confióse la dirección del improvisado negocio a Mosquetón, el cual recibió las instrucciones competentes, y entre ellas las de no soltar un solo haz de paja por menos de un luis; esto es, que ponían en sus manos el valor de cuatrocientos treinta luises.
Mosquetón movía la cabeza y no comprendía la especulación de los dos amigos.
D’Artagnan regresó al castillo cargado con tres haces de paja, y encontró a todos los viajeros temblando de frío, y cayéndose de sueño, sin apartar los envidiosos ojos del rey, la reina y Gastón de Orléans que dormían en sus camas de campaña.
La entrada de D’Artagnan en el salón causó una carcajada universal; pero D’Artagnan ni siquiera demostró conocer que era objeto de la atención general, y empezó a arreglar con tanta habilidad, destreza y alegría su cama de paja, que a todos los pobres circunstantes, que no obstante su sueño no podían dormir, se les hacía la boca agua.
—¡Paja! —exclamaron a una voz—. ¡Paja! ¿Dónde la hay?
—Yo os enseñaré —dijo Porthos.
Y llevó a los aficionados adonde estaba Mosquetón, el cual distribuía generosamente los haces a luis cada uno. Algo caro pareció; pero ¿quién repara en dar dos o tres luises por algunas horas de sueño cuando se tiene mucha gana de dormir?
D’Artagnan iba cediendo su cama a todos los que se la solicitaban, y como éstos creían que había pagado también su correspondiente luis por cada haz, recogió más de treinta luises en menos de media hora. A las cinco de la mañana estaba la paja a ochenta libras y ni aun así se hallaba.
El gascón, que no olvidó dejar cuatro haces de reserva para su cama, cogió la llave del aposento en que los tenía ocultos y acompañado de Porthos marchó a ajustar cuentas con Mosquetón, quien, a fuer de buen mayordomo, le entregó cándidamente cuatrocientos treinta luises… y se quedó con otros ciento.
Mosquetón, que no sabía lo ocurrido en el castillo, se admiraba de que no le hubiese ocurrido antes la idea de ponerse a vender paja.
Metióse D’Artagnan su oro en el sombrero, y en el camino lo repartió con Porthos, tocando cada uno a doscientos quince luises.
Sólo entonces acordóse Porthos que no tenía paja en qué dormir; marchó a pedírsela a Mosquetón, pero éste la había vendido toda sin quedarse siquiera con un haz para su uso.
Volvió entonces adonde estaba D’Artagnan, quien, merced a su previsión, estaba confeccionando y recreándose anticipadamente con ella una cama tan blanda, tan bien mullida a la cabecera, tan abrigada a los pies, que hubiera inspirado envidia al mismo rey, si el rey no hubiera dormido tan placenteramente en la suya.
Por ningún pretexto accedía D’Artagnan a desarreglar su cama por Porthos, pero consintió en que se acostara con él, mediante cuatro luises. Colocó, pues, su espada a la cabecera y las pistolas a su lado, echóse la capa sobre los pies, y el sombrero sobre la capa y se tendió voluptuosamente en la crujiente paja. Ya bullían en su imaginación los ensueños que engendra la posesión de doscientos diecinueve luises ganados en menos de un cuarto de hora, cuando le despertó sobresaltado una voz que resonaba a la puerta del aposento.