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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (61 page)

—Ana —dijo—, no sois más que una mujer, y como tal podéis ofender como queráis a los hombres, segura de la impunidad; me acusáis de medroso, y no lo soy tanto como vos, puesto que no condesciendo en escaparme. ¿Contra quién dan esos gritos? ¿Contra vos o contra mí? ¿A quién desean ahorcar? ¿A vos o a mí? Pues bien: yo hago frente a la tempestad; yo, a quien acusáis de tener miedo, no echando bravatas, porque no es mi sistema, sino resistiéndome. Imitadme: menos ruido y más efecto. Gritáis mucho y nada lográis. ¡Habláis de fuga!

Mazarino se encogió de hombros, asió la mano de la reina y la condujo al balcón.

—¡Mirad! ¿Y qué? ¿Qué veis desde ese balcón? Paisanos con coraza y casco, si no me engaño, armados de buenos mosquetes, como en tiempo de la liga, y que miran con tanta atención hacia aquí que os van a ver si levantáis tanto la cortina. Venid ahora a este otro: ¿qué divisáis? Gente del pueblo armada de alabardas y guardando vuestras puertas. Si os condujera a todas las rendijas del palacio una por una, observaríais lo mismo; hay quien vigila las puertas, hay quien vigila hasta los tragaluces de los sótanos, y os puedo decir con toda exactitud lo que el buen La-Ramée me decía del señor de Beaufort: «no os escaparéis como no os convirtáis en pájaro o en ratón». Y sin embargo, él se fugó. ¿Pensáis salir del mismo modo?

—Es decir, que estoy prisionera.

—¡Diantre! —exclamó Mazarino—. Una hora hace que lo estoy probando.

Y tomando una pluma se puso a continuar tranquilamente el escrito que tenía empezado.

Ana, llena de cólera y avergonzándose de su humillación, salió del gabinete, empujando con fuerza la puerta.

Mazarino no volvió siquiera la cabeza.

De regreso en su habitación, la reina se dejó caer en un sillón, y rompió a llorar.

Ocurriósele de repente una idea y dijo incorporándose:

—Me he salvado. ¡Oh! Sí, sí, conozco un hombre que sabrá sacarme de París, un hombre a quien he tenido olvidado.

Y añadió medio alegre y pensativa:

—¡Qué ingrata soy! Veinte años he tenido olvidado a ese hombre, a quien hubiera debido hacer mariscal de Francia. Mi suegra prodigó oro, dignidades y afecto a Concini, que la perdió: el rey hizo a Vitry mariscal de Francia por un asesinato, y yo he dejado en el olvido y en la miseria al noble D’Artagnan que me salvó.

Acto seguido se dirigió a una mesa en la que había papel y tintero, y se puso a escribir.

Capítulo LIII
Una entrevista

Aquella mañana hallábase D’Artagnan acostado en el dormitorio de Porthos, costumbre que habían adoptado los dos amigos desde que empezaron los desórdenes en la ciudad. A la cabecera tenían las espadas, y sobre una mesa, al alcance de la mano, las pistolas.

D’Artagnan todavía dormía, y soñaba que el cielo se nublaba con una nube amarilla, la cual disolvíase en lluvia de oro, y que él ponía su sombrero debajo de un canalón.

Porthos soñaba que la portezuela de su coche era muy estrecha para contener el escudo de armas que pensaba pintar en ella.

A las siete les llamó un criado sin librea que llevaba una carta para D’Artagnan.

—¿De parte de quién? —preguntó el gascón.

—De parte de la reina —respondió el lacayo.

—¡Cómo! —exclamó Porthos incorporándose.

D’Artagnan rogó al criado que pasase a una habitación inmediata, y luego que le vio cerrar la puerta, se levantó y leyó rápidamente el papel, mientras Porthos mirábale con ojos espantados sin atreverse a dirigirle ninguna pregunta.

—Amigo Porthos —le dijo presentándole la carta—, por fin dimos con tu título de barón y mi empleo de capitán. Toma, lee y juzga. Porthos alargó la mano, tomó la carta y leyó con voz trémula estas palabras:

«La reina quiere hablar a M. D’Artagnan, el cual seguirá al portador».

—¡Bah! —dijo al terminar—. No me parece que esto tiene nada de particular.

—A mí me parece que tiene mucho. Muy enredadas deben andar las cosas cuando acuden a mí. ¡Qué confusión habrá habido en el ánimo de la reina, para que aparezca mi nombre en su memoria después de veinte años de olvido!

—Es verdad —dijo Porthos.

—Afila tu espada, barón; carga tus pistolas, echa avena a los caballos, y yo respondo de que mañana ocurrirán no pocas novedades.

—¿Y acaso no será éste algún lazo que nos tienden para deshacerse de nosotros? —preguntó Porthos preocupado como siempre por la envidia que debía causar a los demás su futura grandeza.

—No tengas cuidado, que si hay lazo, yo olfatearé. Si Mazarino es italiano, yo soy gascón.

Y D’Artagnan se vistió en pocos segundos.

Mientras Porthos desde la cama le abrochaba la capa, llamaron a la puerta por segunda vez.

—Adelante —dijo D’Artagnan.

Entró otro criado y dijo:

—De parte de Su Eminencia el cardenal Mazarino.

D’Artagnan miró a Porthos.

—La situación se va complicando —dijo éste—. ¿A quién has de acudir primero?

—No hay complicación —respondió D’Artagnan—; el cardenal me cita para dentro de media hora.

—Está bien.

—Amigo —dijo el mosquetero dirigiéndose al lacayo—, decid a Su Eminencia que dentro de media hora estaré a sus órdenes.

El criado hizo un saludo y se fue.

—Fortuna ha sido que no haya visto al otro —dijo D’Artagnan.

—¿Y no crees que los dos te llaman con el mismo fin?

—No.

—Pues anda. Ten presente que te espera la reina, después el cardenal y después yo.

D’Artagnan llamó al lacayo de Ana de Austria.

—Estoy dispuesto a seguiros —le dijo—; guiadme.

El lacayo le condujo por la calle de Petits-Champs, y torciendo a la izquierda, le hizo entrar por la puerta falsa del jardín que cae a la calle de Richelieu; luego subieron por una escalera secreta, y D’Artagnan fue introducido en el oratorio.

Latía el corazón de nuestro teniente a impulsos de una emoción que no podía analizar; ya no tenía la ciega confianza juvenil, y la experiencia le había enseñado a conocer la gravedad de los sucesos. Sabía lo que era la nobleza de los príncipes y la majestad de los reyes. Se había acostumbrado a clasificar su medianía en pos de las personas más notables por su riqueza o por su cuna. Antiguamente se hubiera acercado a Ana de Austria como un joven que saludaba a una mujer; entonces era distinto: iba a verla como un humilde soldado a un ilustre jefe.

Un leve ruido turbó el silencio del oratorio. D’Artagnan se sobresaltó y vio levantarse el tapiz empujado por una linda mano, por cuya forma, color y belleza reconoció ser la misma real mano que cierto día le permitieron besar.

La reina entró en el cuarto.

—¿Sois vos el señor D’Artagnan? —dijo fijando en el oficial una mirada llena de afectuosa melancolía—. Sí, vos sois, os reconozco bien. Miradme ahora; yo soy la reina; ¿me conocéis?

—No, señora —contestó D’Artagnan.

—Pues qué —continuó Ana de Austria con el delicioso acento que sabía dar a su voz cuando quería—, ¿ignoráis que la reina necesitó en una ocasión de un caballero joven, valiente y resuelto, que le encontró, y que, aunque haya habido motivos para creer que le ha olvidado, siempre le ha reservado un sitio en el fondo de su alma?

—No, señora, ignoro todo eso —repuso el mosquetero.

—Tanto peor, caballero —dijo Ana de Austria—; al menos para la reina, que necesita en el día del mismo valor y de la misma resolución.

—¡Cómo! —exclamó D’Artagnan—. ¿Estando la reina rodeada, como está, de servidores tan leales, de consejeros tan prudentes, se digna fijar la vista en un oscuro soldado?

Comprendió Ana esta embozada reconvención, la cual le produjo más sentimiento que enojo. Tanta abnegación, tanto desinterés en el gascón la avergonzó, se había dejado vencer en generosidad.

—Tal vez sea verdad cuanto me decís de los que me rodean, señor de D’Artagnan —le contestó—; pero yo sólo en vos tengo confianza. No ignoro que estáis al servicio del señor cardenal; estadlo también al mío, y yo me encargo de hacer vuestra suerte. Vamos a ver, ¿haríais hoy por mí lo que en otro tiempo hizo por la reina ese caballero que no conocéis?

—Haré cuanto mande V. M. —dijo D’Artagnan.

Reflexionó la reina un momento, y observando la circunspecta actitud del mosquetero, le dijo:

—Quizás os gustará un descanso.

—No lo sé, porque nunca he descansado, señora.

—¿Tenéis amigos?

—Tenía tres: dos se han marchado de París, y no sé dónde se hallan. Uno me queda, pero creo que es de los que conocían al caballero de quien me ha hecho V. M. el honor de hablarme.

—Está bien —dijo la reina—; vos y vuestro amigo valéis por todo un ejército.

—¿Qué debo hacer, señora?

—Volved a las cinco y os lo diré; pero no habléis a alma viviente de esta cita.

—No, señora.

—Juradlo por Dios.

—Señora, nunca he faltado a mi palabra: cuando una vez digo que no, es así.

Aunque sorprendió a la reina este lenguaje, a que no la tenían acostumbrada sus cortesanos, parecióle un feliz agüero del celo con que D’Artagnan cooperaría en adelante a sus proyectos.

Uno de los artificios del gascón era encubrir a veces su profunda penetración bajo capa de una leal aspereza.

—¿Tiene algo más que mandarme la reina en este momento? —preguntó.

—Nada más —contestó Ana de Austria—, podéis retiraros hasta la hora señalada.

D’Artagnan hizo un saludo y se marchó.

—¡Diantre! —dijo para sí al llegar a la puerta—. Mucha falta parece que les hago.

Y como ya había transcurrido la media hora, atravesó la galería y marchó al despacho del cardenal.

Bernouin le introdujo.

—Señor, estoy a vuestras órdenes.

Diciendo estas palabras, paseó D’Artagnan, según su costumbre, una rápida ojeada en su derredor, y advirtió que Mazarino tenía delante una carta sellada, mas estaba puesta sobre el bufete por la parte del sobre y no se podía leer a quién iba dirigida.

—Venís del cuarto de la reina —dijo Mazarino mirando fijamente al mosquetero.

—¡Yo, señor! ¿Quién os ha dicho tal cosa?

—Nadie, pero yo lo sé.

—Siento mucho decir a monseñor que está equivocado —respondió con prudencia el gascón, cumpliendo la promesa que acababa de hacer a Ana de Austria.

—Yo mismo he abierto la antesala y os he visto venir por la parte de la galería.

—Es que me han conducido por la escalera secreta.

—¿Cómo?

—No sé, sin duda por equivocación.

Persuadido Mazarino de que no era fácil arrancar a D’Artagnan un secreto que quisiera guardar, renunció a descubrirle por entonces.

—Hablemos de mis negocios —dijo el cardenal—, ya que no deseáis confiarme los vuestros.

D’Artagnan se inclinó.

—¿Os gusta viajar? —preguntó Mazarino.

—He pasado mi vida en los caminos.

—¿Media algo que os pudiera detener en París?

—Nada más que una orden superior.

—Bien. Aquí tenéis una carta; se trata de llevarla a su destino.

—¿A su destino, señor? ¿Y dónde están las señas?

En efecto, el sobre estaba en blanco.

—Eso quiere decir —respondió Mazarino—, que tiene dos sobres.

—Entiendo: sólo se podrá romper el primero al llegar a un punto dado.

—Perfectamente, tomadla y marchad. Vuestro amigo el señor Du-Vallon es persona que me gusta: haced que os acompañe.

—¡Diantre! —pensó D’Artagnan—. Sabrá que ayer oímos su conversación, y quiere alejarnos de París.

—¿Vaciláis? —preguntó Mazarino.

—No, señor, marcho al instante. Sólo desearía una cosa.

—¿Cuál?

—Que fuese Vuestra Eminencia a ver a la reina.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo.

—¿Con qué objeto?

—Para decirle estas palabras: «Envío al señor de D’Artagnan a una comisión, y le mando que marche al momento».

—Ya veis —dijo Mazarino—, como habéis hablado con la reina.

—Ya he tenido el honor de decir a Vuestra Eminencia que era posible que se equivocase.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Mazarino.

—¿Me atreveré a repetir mi súplica a Vuestra Eminencia?

—Está bien. Allá voy. Esperadme aquí.

Miró Mazarino con atención si quedaba alguna llave en los armarios, y salió.

Pasaron diez minutos, durante los cuales D’Artagnan hizo muchos esfuerzos para leer a través del primer sobre lo que decía en el segundo sin poder lograrlo.

Mazarino volvió pálido y vivamente afectado, y fue a sentarse delante de su mesa. D’Artagnan le observaba con tanta atención como había examinado la carta, pero el rostro del cardenal era tan impenetrable como el sobre de la misiva.

—Parece que está irritado —dijo el gascón para sí—. ¿Será contra mí? Está meditando: sin duda pensará enviarme a la Bastilla. Poco a poco, señor; a la primera palabra que me digáis os acogoto y me hago frondista. Me llevarán en triunfo como a Broussel, y Athos me declarará el Bruto francés.

Su imaginación siempre viva hacía ver al mosquetero todo el partido que podía sacar de la situación.

Pero Mazarino, lejos de mostrar desagrado, le trató con más afecto que nunca.

—Teníais razón —le dijo—, querido señor de D’Artagnan; todavía no podéis marcharos.

—¡Ah! —exclamó D’Artagnan.

—Hacedme el favor de entregarme ese pliego.

Obedeció D’Artagnan, y Mazarino miró con cuidado si el sobre estaba intacto.

—Esta tarde me haréis falta —dijo el cardenal—; volved dentro de dos horas.

—Señor —respondió D’Artagnan—, dentro de dos horas tengo una cita a que no puedo faltar.

—No os apuréis por eso: es la misma.

—Está bien —pensó D’Artagnan—; ya lo sospechaba.

—Venid pues a las cinco, y traed a vuestro amigo Du-Vallon: pero que se quede en la antesala; tengo que hablar a solas con vos. D’Artagnan se inclinó diciendo para sí:

—Los dos igual orden, los dos a la misma hora y los dos en el Palacio Real, comprendo. ¡Ah! Por este secreto daría el coadjutor cien mil libras.

—¿Estáis reflexionando? —dijo Mazarino impacientado.

—Pensaba si deberíamos venir armados.

—De pies a cabeza.

—Bien está, señor; así lo haremos.

Repitió D’Artagnan su saludo, y corrió a referir a su amigo su entrevista con Mazarino, la cual pareció a Porthos del mejor agüero.

Capítulo LIV
La evasión

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