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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (62 page)

No obstante las muestras de agitación que se advertían en la ciudad, el Palacio Real presentaba a las cinco de la tarde, cuando D’Artagnan llegó a él, el aspecto más alegre. No era extraño. La reina había libertado a Broussel y Blancmesnil, y como el pueblo nada tenía que pedir, la reina no tenía nada que temer. La emoción popular era un resto de agitación que necesitaba algún tiempo para tranquilizarse, así como después de una tempestad se necesitan a veces muchos días para que se calmen las olas.

Habíase celebrado un gran festín so pretexto del regreso del vencedor de Lens. Los carruajes de los príncipes y princesas que asistían al convite llenaban los patios desde las doce del día. Después del banquete debía haber juego en la habitación de la reina.

Extremados fueron el talento y la gracia que desplegó Ana de Austria aquel día; nunca se la había visto de tan buen humor, y era que la flor de la venganza resplandecía en sus ojos y daba vida a sus labios.

Al levantarse los convidados de la mesa se eclipsó Mazarino; ya le esperaba D’Artagnan en la antesala. El cardenal se presentó con aire alegre, le cogió por una mano y le introdujo en su gabinete.

—Querido D’Artagnan —dijo el cardenal sentándose—, voy a daros la mayor prueba de confianza que dar puede un ministro a un oficial. D’Artagnan hizo una cortesía y dijo:

—Espero que monseñor me la dará sin doble intención y persuadido de que soy digno de ella.

—Por más digno os tengo que a nadie, amigo mío, puesto que me dirijo a vos.

—Pues bien —dijo D’Artagnan—, yo por mi parte os confesaré, monseñor, que estaba esperando hace mucho tiempo una ocasión por este estilo. Conque así, decidme pronto lo que tengáis por conveniente.

—Amigo señor D’Artagnan —contestó Mazarino—, esta tarde vais a tener en vuestras manos la salvación del Estado.

Aquí hizo una pausa.

—Espero que os expliquéis, señor.

—La reina ha resuelto hacer con el rey un viajecito a San Germán.

—¡Cáscaras! —dijo D’Artagnan—. ¿Conque la reina quiere salir de París?

—Caprichos de mujeres.

—Sí, ya comprendo.

—Para eso os mandó llamar, y os dijo que volvierais a las cinco.

—Para eso me hizo jurar que no hablaría de la cita a nadie —repuso D’Artagnan—. ¡Ah! ¡Mujeres! Ni las reinas dejan de serlo.

—¿Desaprobáis el viaje, querido señor D’Artagnan? —preguntó Mazarino con inquietud.

—¿Yo, señor?, ¿y por qué?

—Como os encogéis de hombros…

—Es un modo que tengo de hablar conmigo mismo, señor.

—¿Conque lo aprobáis?

—Ni apruebo, ni desapruebo: espero vuestras órdenes.

—Bien, os he elegido para acompañar al rey y a la reina a San Germán.

—¡Ah, bribón! —dijo entre sí D’Artagnan.

—Ya veis —repuso Mazarino observando la calma del mosquetero—, con cuánta razón os dije que ibais a disponer de la salvación del Estado.

—Sí, señor, y conozco toda la responsabilidad de semejante comisión.

—¿Pero la aceptáis?

—Yo siempre acepto.

—¿Suponéis posible hacerlo?

—Todo es posible.

—¿Y os atacarán en el camino?

—Es probable.

—¿Qué haréis, pues?

—Pasar por en medio de los que me ataquen.

—¿Y si no podéis?

—Peor para ellos; pasaré por encima.

—¿Conduciréis —continuó Mazarino— al rey y a la reina a San Germán, sin ninguna lesión?

—Sí.

—¿Y respondéis de ello con la vida?

—Con la vida.

—¡Sois un héroe, querido! —dijo el cardenal contemplando al mosquetero con admiración.

D’Artagnan sonrióse.

—¿Y yo? —preguntó Mazarino después de un momento de silencio, mirando fijamente a D’Artagnan.

—¿Cómo, señor?

—¿Y si yo quiero marcharme?

—Será más difícil.

—¿Por qué causa?

—Porque pueden conocer a Vuestra Eminencia.

—¿Aun de este modo?

Y levantando una capa que permanecía sobre un sillón, descubrió un traje completo de caballero, de color gris perla y grana, con adornos de plata.

—Si Vuestra Eminencia se disfraza, es otra cosa.

—¡Ah! —exclamó Mazarino.

—Pero será preciso que monseñor haga lo que el otro día dijo que hubiese hecho en nuestro lugar.

—¿Qué habré de hacer?

—Gritar: ¡abajo Mazarino!

—Gritaré.

—Pero en francés, en buen francés, señor; cuidado con el acento; en Sicilia nos mataron seis mil angevinos porque pronunciaban mal el italiano. Cuenta no busquen los franceses en vos las represalias de las Vísperas Sicilianas.

—Lo haré lo mejor que me sea posible.

—Hay mucha gente armada en la calle —continuó D’Artagnan—; ¿estáis seguro de que nadie sabe el proyecto de la reina?

Mazarino se quedó pensativo.

—El asunto que me proponéis, monseñor, no sería mal negocio para un traidor; todo lo excusarían los azares de un ataque. Estremecióse el cardenal, pero reflexionando que un hombre que tuviera propósito de hacerle traición, no le daría semejante aviso, dijo con viveza:

—Por eso no me he fiado de un cualquiera, sino que os he elegido a vos para escoltarme.

—¿Vais con la reina?

—No —dijo Mazarino.

—Entonces, saldréis después de Su Majestad.

—No.

—Ya —dijo D’Artagnan empezando a comprender.

—Sí, tengo mis planes —prosiguió el cardenal—, yendo con la reina aumentaría los peligros que puede correr S. M.: yendo detrás, su marcha aumentaría mis propios peligros: además de que una vez libre la corte puede olvidarme: los grandes son muy ingratos.

—Es cierto —dijo D’Artagnan dirigiendo una rápida ojeada a la sortija de la reina, que Mazarino llevaba puesta.

El cardenal, que observó la dirección de la mirada, volvió con disimulo el diamante hacia la palma de la mano.

—Por consiguiente —dijo Mazarino con maliciosa sonrisa—, quiero impedirles que sean ingratos conmigo.

—Es una obra de caridad cristiana —contestó D’Artagnan—, no dejar caer al prójimo en la tentación.

—Precisamente por eso —respondió Mazarino—, me propongo marcharme antes que ellos.

Sonrióse D’Artagnan comprendiendo aquella sagacidad italiana. Mazarino le vio sonreír, y aprovechó la oportunidad.

—Conque convenimos en que me sacaréis de París primero que a nadie, ¿no es verdad mi querido M. D’Artagnan?

—Grave es el encargo, señor.

—Cuando se trataba del rey y de la reina, no pensabais en eso —respondió Mazarino mirándole atentamente para que no se le escapase ninguno de los movimientos de su rostro.

—El rey y la reina, señor —contestó el mosquetero—, son mi rey y mi reina; mi vida es suya, se la debo, me la piden y no hay más que hablar.

—Eso es —dijo Mazarino entre dientes—, como tu vida no es mía, quieres que te la compre.

Y dando un profundo suspiro comenzó a volver hacia afuera el diamante de la sortija.

D’Artagnan sonrió.

Estos dos hombres tenían un punto de contacto, la astucia. Si hubieran tenido otro, el valor, uno de ellos hubiera hecho al segundo acometer grandes cosas.

—Ya conoceréis —dijo Mazarino—, que al pediros este servicio, tengo la intención de recompensaros.

—¿Aún no ha pasado V. E. de la intención? —preguntó D’Artagnan.

—Tomad —dijo Mazarino quitándose la sortija—, tomad amigo M. D’Artagnan: ahí tenéis un diamante que fue vuestro, justo es que vuelva a vuestro poder; tomadle, os lo ruego.

D’Artagnan excusó a Mazarino el trabajo de insistir tomando la sortija. Después de mirar si la piedra era la misma y de cerciorarse de su pureza, se la puso en el dedo con gran satisfacción.

—Mucho afecto le tenía —dijo Mazarino echándole una última mirada—, pero no importa; os la doy con el mayor gusto.

—Y yo, señor —contestó D’Artagnan—, la recibo con el mismo. Hablemos ahora de nuestros asuntos particulares. ¿Queréis marcharos antes que todos?

—Sí.

—¿A qué hora?

—A las diez.

—Y la reina, ¿a qué hora piensa partir?

—A las doce.

—Todo puede arreglarse; os sacaré de París, os dejaré fuera de puertas, y volveré a buscar a Su Majestad.

—Muy bien; pero ¿cómo me sacaréis de París?

—Para ello necesito entera libertad de acción.

—Os doy amplios poderes: podéis tomar una escolta tan numerosa como gustéis.

D’Artagnan movió la cabeza.

—Pues me parece el medio más seguro —dijo Mazarino.

—Para vos sí, señor; pero no para la reina.

Mazarino se mordió los labios, y continuó:

—¿Cómo nos compondremos entonces?

—Dejadlo para mí.

—¡Hum!

—Confiadme por entero la dirección de la empresa.

—No obstante…

—O encargádsela a otro —añadió D’Artagnan volviendo la espalda.

—¡Cómo! —murmuró el cardenal—. (Ahora se va con el diamante.) Señor D’Artagnan, amigo señor D’Artagnan —añadió con apacible voz.

—¡Señor!

—¿Me respondéis de todo?

—De nada: haré lo que pueda.

—¿Todo lo que os sea posible?

—Sí.

—Pues bien; en vos confío.

—Fortuna ha sido —dijo para sí D’Artagnan.

—¿Estaréis aquí a las nueve y media?

—¿Y os encontraré preparado, señor?

—Completamente.

—Pues es cosa convenida. ¿Me permite ahora V. E. que pase a ver a la reina?

—¿Para qué?

—Desearía que Su Majestad me diera personalmente sus órdenes.

—Me ha encargado a mí que lo haga.

—Puede habérsele olvidado algo.

—¿Tenéis interés en verla?

—Es indispensable, señor.

Mazarino vaciló un momento, y D’Artagnan permaneció impasible y firme.

—Bien —dijo el cardenal—; voy a seguiros, porque no se trascienda una palabra de nuestra conversación.

—Nadie tiene que ver con lo que entre nosotros ha pasado, señor —contestó D’Artagnan.

—¿Me juráis guardar el secreto?

—Yo no juro nada. Digo sí o no, y a fuer de caballero cumplo mi palabra.

—Vamos, veo que es necesario fiar en vos sin restricciones.

—Es lo mejor que se puede hacer; creedme, señor.

—Venid —dijo Mazarino.

E introduciéndole en el oratorio de la reina, le mandó esperar.

No esperó D’Artagnan mucho tiempo. A los cinco minutos se presentó la reina en magnífico traje de corte, con el cual apenas aparentaba tener treinta y cinco años, y estaba lindísima.

—¿Sois vos el señor D’Artagnan? —le dijo sonriéndose con amabilidad—. Os agradezco que hayáis insistido en verme.

—Vuestra Majestad me perdonará —dijo D’Artagnan—, pero deseaba tomar sus órdenes personalmente.

—Ya sabéis de qué se trata.

—Sí, señora.

—¿Y aceptáis la misión que os confío?

—Con agradecimiento.

—Bien; estad aquí a medianoche.

—Estaré.

—Señor D’Artagnan —dijo la reina—, conozco bien vuestro desinterés para hablaros en este instante de mi reconocimiento: pero juro que no olvidaré el segundo servicio como olvidé el primero.

—Vuestra Majestad es libre para acordarse y para olvidar; ignoro lo que queréis decir.

Y D’Artagnan hizo un saludo.

—Id con Dios —dijo la reina con afable sonrisa—; id y volved a las doce de la noche.

Hízole con la mano una señal de despedida, y D’Artagnan se retiró; mas al retirarse miró a la mampara por donde había entrado la reina, y por debajo del tapiz vio la punta de un zapato de terciopelo.

—¡Bravo! —dijo para sí—. Mazarino estaba en acecho para ver si yo lo descubría. Cierto que ese italiano no merece que le sirva un hombre de bien.

No por esto dejó de ser exacto a la cita; a las nueve y media entraba en la antesala.

Bernouin le estaba esperando y le introdujo. Encontrábase el cardenal vestido de caballero. Ya hemos dicho que sabía llevar con elegancia este traje, el cual le sentaba muy bien, aunque entonces estaba Mazarino muy pálido y temblaba un poco.

—¿Solo? —preguntó.

—Sí, señor.

—¿Y el buen señor Du-Vallon? ¿No disfrutaremos de su compañía?

—Sí tal, señor; está esperando en su carruaje.

—¿Dónde?

—A la puerta del jardín del Palacio Real.

—¿Conque vamos en su coche?

—Sí, señor.

—¿Y sin más escolta que vos y vuestro amigo?

—¿Os parece poco? Con uno bastaba.

—Amigo señor D’Artagnan —dijo Mazarino—, en verdad que vuestra sangre fría es para asustar a cualquiera.

—Yo suponía, por el contrario, que debía inspiraros confianza.

—¿Y Bernouin, no va conmigo?

—No hay sitio vacante para él; después se reunirá con Vuestra Eminencia.

—Vamos allá —repuso Mazarino—, ya que en todo hay que hacer lo que queráis.

—Señor, aún es tiempo de retroceder —dijo D’Artagnan—; Vuestra Eminencia puede obrar con toda libertad.

—No, no —contestó el cardenal—, vamos.

Y bajaron juntos por la escalera secreta apoyando Mazarino su débil brazo en el de D’Artagnan.

Atravesaron los patios del Palacio Real en que aún había algunos carruajes de convidados rezagados, ganaron el jardín y llegaron a la puerta falsa. Mazarino intentó abrir con auxilio de una llave que sacó del bolsillo, pero le temblaba tanto la mano que no pudo encontrar el ojo de la cerradura.

—Dádmela —dijo D’Artagnan.

Diósela Mazarino, y D’Artagnan, después de abrir, se la metió en el bolsillo con ánimo de volver a palacio por aquel mismo sitio.

Mosquetón tenía abierta la portezuela del coche; Porthos permanecía dentro.

Subid, señor —dijo D’Artagnan.

No esperó Mazarino a que se lo repitiesen dos veces, y se lanzó al carruaje.

D’Artagnan subió tras él, y Mosquetón, después de cerrar la portezuela subió a la zaga exhalando gemidos; algunas dificultades había opuesto al viaje so pretexto de que su herida no estaba todavía cerrada, pero D’Artagnan le dijo:

—Quedaos si gustáis, amigo Mostón; pero os aviso que París va a arder esta noche.

Con lo cual no hizo más preguntas Mosquetón, y declaró que estaba decidido a seguir a su amo y al señor de D’Artagnan hasta el fin del mundo.

El coche echó a andar a un trote que de ningún modo revelaba la prisa de la gente que iba dentro. El cardenal se limpió la frente con el pañuelo y echó una mirada en su rededor.

A su izquierda iba Porthos y a su derecha D’Artagnan, cada uno guardando una portezuela y sirviéndole de muralla.

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