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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (76 page)

—Ya se aproxima el momento.

—Sí —exclamó D’Artagnan que les oyó—; sí, ya se acerca el momento; esta noche salvamos al rey, señores.

Athos estremecióse; sus ojos se inflamaron.

—¡D’Artagnan! —exclamó en un tono en que se mezclaban la duda y la desconfianza—. ¿Os bromeáis? ¡Oh! No; me haríais mucho daño.

—Extraño que dudéis de mí, Athos —respondió D’Artagnan—. ¿Dónde, cuándo me habéis visto chancearme con el corazón de un amigo y la vida de un rey? He dicho y repito que esta misma noche salvamos a Carlos I. Me encargasteis que buscara un medio, y lo he encontrado.

Porthos miraba a D’Artagnan con profundo asombro; Aramis sonreíase con esperanza; Athos estaba pálido como la muerte y todo su cuerpo temblaba.

—Hablad —dijo éste.

Abrió Porthos sus ojos vivarachos, y Aramis se colgó, por decirlo así, de los labios de D’Artagnan.

—¿Sabéis que estamos convidados a pasar la noche con Groslow?

—Sí —contestó Porthos—, nos pidió que le diésemos la revancha.

—Pero, ¿sabéis dónde se la damos?

—No.

—En el cuarto del rey.

—¡En la habitación del rey! —exclamó Athos.

—Sí, señores. El señor Groslow está de guardia esta noche cerca de la persona de Su Majestad y para divertirse nos convida a hacerle compañía.

—¿A los cuatro? —preguntó Athos.

—A los cuatro, ¡pues no faltaba más! ¿Habíamos de abandonar a nuestros prisioneros?

—¡Ya, ya! —murmuró Aramis.

—Adelante dijo Athos agitado.

—Iremos, pues, en busca de Groslow, nosotros con espadas y vosotros con puñales, y entre los cuatro acogotaremos a esos ocho necios y a su estúpido y orgulloso comandante.

—¿Qué os parece, señor Porthos?

—Me parece fácil —dijo Porthos.

—Disfrazamos al rey con el traje de Groslow; Mosquetón, Grimaud y Blasois nos tienen caballos preparados en la esquina de la calle más próxima, montamos, y antes de amanecer nos hallamos a veinte leguas de distancia. ¿Está bien pensado, Athos?

El conde puso las manos sobre los hombros de D’Artagnan, y le miró sonriendo con su serenidad y dulzura acostumbradas.

—Os digo, amigo, que no hay nadie en la tierra que os iguale en distinción ni en valor; cuando os creíamos indiferente a nuestros dolores; cuando sin crimen podíais no tomar parte en ellos, vos solo encontráis lo que en vano buscábamos nosotros. Te lo repito, D’Artagnan, eres el mejor de los cuatro, y yo te amo y bendigo, amado hijo.

—¡Que no haya yo caído en eso siendo tan sencillo! —dijo Porthos dándose una palmada en la frente.

—Si no comprendo mal, habrá necesidad de matarlos a todos —dijo Aramis.

Athos se estremeció y se puso sumamente pálido.

—¡Diablo! —dijo D’Artagnan—. No veo otro remedio. He tratado de buscar algún modo de eludir esa necesidad, pero no he podido encontrarlo.

—Examinemos poco a poco la situación —dijo Aramis—. ¿Cómo hemos de proceder?

—Tengo dos planes —respondió D’Artagnan.

—Veamos el primero.

—Si estamos reunidos los cuatro, al decir yo «gracias a Dios», daréis cada cual una puñalada al soldado que tengáis más cerca, y nosotros haremos lo mismo por nuestra parte. Muertos cuatro hombres, ya es igual la partida, porque seremos cuatro contra cinco; a esos cinco los amordazaremos si se rinden, y los mataremos si se defienden; más si por casualidad mudase de parecer nuestro anfitrión y recibiese sólo a Porthos y a mí, ¡qué diablo!, habrá que apelar a los grandes recursos, haciendo cada uno el oficio de dos; será algo más largo y más ruidoso, pero ya estaréis alerta desde afuera con vuestras espadas y acudiréis al ruido.

—Mas, ¿y si os hieren? —dijo Athos.

—Es imposible; estos bebedores de cerveza son muy torpes y pesados; dadles en la garganta, Porthos: es herida que mata pronto y que no deja gritar.

—Está bien —respondió Porthos—; será una escaramuza divertida.

—Horrible —dijo Athos.

—Vamos, señor sensible —repuso D’Artagnan—, que en una batalla no haríais tantos ascos. Además, amigo —prosiguió—, si os parece que la vida del rey no vale lo que cuesta, fácil remedio tiene, avisaré al señor Groslow que estoy enfermo.

—No —dijo Athos—, hago mal, y vos tenéis razón, dispensadme. En este momento se abrió la puerta y se presentó un soldado.

—El señor capitán Groslow —dijo en incorrecto francés— me en vía a avisar al señor de D’Artagnan y al señor Du-Vallon que les está esperando.

—¿Adónde? —preguntó D’Artagnan.

—En la habitación del Nabucodonosor inglés —respondió el puritano.

—Bien está —respondió Athos en excelente inglés y sonrojándose al oír aquel insulto hecho a la majestad real—, está bien; decid al capitán que allá vamos.

Así que se marchó el puritano, recibieron orden los lacayos de preparar ocho caballos y de irse a apostar sin separarse unos de otros, ni apearse, en la esquina de una calle situada a veinte pasos de la casa en que se hallaba alojado el rey.

Capítulo LXVI
El sacanete

Eran las nueve de la noche; habíanse relevado los guardias a las ocho, y el capitán Groslow hacía una hora que permanecía de servicio.

Armados D’Artagnan y Porthos con sus espadas, y llevando Athos y Aramis puñales ocultos en el pecho, dirigiéronse a la casa que servía aquella noche de prisión a Carlos Estuardo. Los dos últimos seguían a sus vencedores, humildes y desarmados en la apariencia, como conviene a prisioneros.

—Por mi honor que ya casi no os esperaba —dijo Groslow al verlos.

Acercóse D’Artagnan y le contestó en voz baja:

—Efectivamente, el señor Du-Vallon y yo vacilábamos en venir.

—¿Por qué? —preguntó Groslow.

D’Artagnan señaló a Athos y Aramis.

—¡Ah! —dijo Groslow—. ¿Por sus opiniones? Eso no importa. Por el contrario —añadió riéndose—, si quieren ver a Estuardo, le verán.

—¿Vamos a pasar la noche en el aposento del rey?

—No, sino en el inmediato, pero como ordenaré dejar la puerta abierta, será lo mismo que si estuviéramos en él. ¿Habéis traído dinero? Mirad que voy a haceros una guerra sin cuartel.

—¿Oís? —preguntó D’Artagnan dándose golpes en el bolsillo.


Very good!
—dijo Groslow. Y abrió la puerta del aposento—. Os enseñaré el camino, señores —añadió, y entró adelante.

D’Artagnan miró a sus compañeros. Porthos se mostraba tan indiferente como si se tratara de una partida cualquiera; Athos estaba pálido, pero resuelto; Aramis se enjugaba con el pañuelo el sudor que bañaba su frente.

Los ocho guardias hallábanse situados de este modo: cuatro en el aposento del rey, dos en la puerta de comunicación, y otros dos en la que acababan de atravesar nuestros hombres. Al ver las espadas desnudas Athos sonrió; el degüello se convertía en combate.

Desde aquel momento recobró al parecer todo su buen humor. Carlos I, a quien se podía divisar por el hueco de la puerta, estaba sobre la cama, vestido y cubierto con una manta. Parry, sentado a la cabecera, leía a media voz una Biblia católica: el rey le escuchaba con los ojos cerrados.

Una vela de grosero sebo puesta en una mesa sucia iluminaba el resignado semblante del rey y el mucho menos tranquilo de su leal servidor.

De vez en cuando interrumpíase Parry creyendo que el rey se había dormido, pero entonces abría Carlos los ojos y le decía sonriendo:

—Continúa, buen Parry, te escucho.

Acercóse Groslow hasta el dintel de la puerta del cuarto del monarca, púsose con afectación el sombrero que se había quitado para recibir a sus huéspedes, miró por un instante con desprecio aquel humilde y tierno cuadro de un anciano leyendo la Biblia a su rey prisionero, se cercioró de que cada soldado se hallaba en su puesto, y volviéndose a D’Artagnan miróle con aire de triunfo, como mendigando un aplauso para su táctica.

—¡Perfectamente! —dijo el gascón—. ¡Cáspita! No haríais mal general.

—¿Opináis —preguntó Groslow— que se escapará el Estuardo mientras yo esté de guardia?

—No por cierto —respondió D’Artagnan—, como no le lluevan amigos del cielo.

El semblante de Groslow expresó una orgullosa satisfacción. Como Carlos Estuardo había tenido los ojos constantemente cerrados durante esta escena, no pudo saberse si advirtió o no la insolencia del capitán puritano. Pero en cuanto oyó el marcado sonido de la voz de D’Artagnan, abrió involuntariamente los párpados.

Parry estremecióse e interrumpió su lectura.

—¿Por qué te paras, buen Parry? —dijo el rey—. Continúa, a no ser que estés fatigado.

—No, señor —dijo el ayuda de cámara.

Y continuó su lectura.

Estaba preparada en el primer aposento una mesa cubierta con un tapiz y sobre ella se veían dos luces, cartas, cubiletes y dados.

—Caballeros —dijo Groslow—, hacedme el favor de sentaros; yo me colocaré frente al Estuardo, cuya vista tanto me deleita, y vos, señor D’Artagnan, frente a mí.

Athos se sonrojó de ira; D’Artagnan le miró frunciendo el ceño.

—Eso es —dijo el gascón—; el señor conde de la Fère a la derecha del señor Groslow; el caballero de Herblay, a su izquierda, y vos Du-Vallon, a mi lado. Vos pondréis por mí, y estos señores por el del señor Groslow.

D’Artagnan tenía a Porthos a su izquierda y le podía dar señas con la rodilla; estaba frente a Athos y Aramis y podía entenderse con ellos mirándoles disimuladamente.

Al oír nombrar al conde de la Fère y al caballero de Herblay, abrió Carlos los ojos, y alzando involuntariamente la cabeza abarcó con una mirada a todos los actores de la escena.

En aquel instante volvió Parry algunas hojas de la Biblia y leyó en alta voz este versículo de Jeremías:

—«Dios dijo: oíd con grande atención las palabras de los profetas, mis siervos, que os he enviado y guiado hasta vos».

Miráronse los cuatro amigos. Lo que acababa de decir Parry les indicaba que el rey atribuía su presencia a su verdadera causa.

Los ojos de D’Artagnan se encendieron de alegría.

—Me preguntasteis antes si estaba en fondos —dijo poniendo sobre la mesa unos veinte doblones.

—Sí —respondió Groslow.

—Pues ahora os digo yo a mi vez que guardéis bien vuestro tesoro, querido Groslow; porque os aseguro que no saldremos de aquí sin él.

—No será sin defenderle yo —dijo Groslow.

—Tanto mejor —repuso D’Artagnan—. Un combate, mi querido capitán. Esto es lo que queremos; por si no lo sabéis os lo digo.

—¡Vaya si lo sé! —exclamó Groslow soltando una ruidosa carcajada—. Porque ¿qué otra cosa buscan los franceses sino heridas y coscorrones?

Carlos lo había oído y comprendido todo. Subió a su rostro un ligero color, y los soldados que le custodiaban le vieron tender poco a pocos su fatigados miembros, y apartar, so pretexto del excesivo calor que despedía la estufa, la manta escocesa, bajo la cual ya hemos dicho se había acostado vestido.

Athos y Aramis temblaron de alegría al observar esta circunstancia.

Empezó la partida. Aquella noche se había vuelto la suerte en favor de Groslow, el cual ganaba siempre. En pocos segundos pasaron cien doblones de un lado a otro de la mesa. Groslow estaba loco de alegría.

Malhumorado Porthos por haber perdido los cincuenta doblones ganados el día anterior, con otros treinta de su propiedad, interrogaba a D’Artagnan con la rodilla como preguntándole si era ya tiempo de pasar a otra clase de juego; Athos y Aramis, por su parte, mirábanle de vez en cuando con escrutadores ojos, pero D’Artagnan permanecía impasible.

Tocaron las diez y se oyó pasar una ronda.

—¿Cuántas rondas como esa hacéis? —preguntó D’Artagnan, sacando más dinero del bolsillo.

—Cinco —dijo Groslow—; una cada dos horas.

—Está bien —repuso D’Artagnan—; es muy prudente.

Y lanzó a su vez una ojeada a Athos y Aramis.

Oyéronse los pasos de la patrulla que se alejaba.

Por vez primera respondió D’Artagnan a los rodillazos de Porthos con otro rodillazo.

Atraídos entretanto por la afición al juego y el aspecto del oro, tan seductor en todos los hombres, los soldados, cuya consigna era permanecer en el aposento del rey, se habían acercado poco a poco a la puerta y empinándose sobre las puntas de los pies, presenciaban la partida por encima de los hombros de D’Artagnan y Porthos; los de la puerta de comunicación, acercándose también, secundaron de este modo los deseos de los cuatro compañeros, que preferían haberlos a la mano, a correr buscándoles por todos los rincones del aposento. Aunque los de la puerta exterior seguían con la espada desnuda, tenían la punta vuelta hacia el suelo y miraban también a los jugadores.

A medida que se aproximaba el momento decisivo, iba Athos recobrando su serenidad y sus blancas y aristocráticas manos jugaban con los luises, que torcía y enderezaba con tanta facilidad como si el oro hubiese sido estaño; Aramis, menos dueño de sí mismo, se metía continuamente la mano en el pecho, y Porthos daba a D’Artagnan rodillazo sobre rodillazo.

Volvióse el gascón instintivamente hacia atrás, y vio por entre dos soldados a Parry de pie y a Carlos apoyado sobre un codo con las manos unidas y en actitud de dirigir a Dios una ferviente plegaria. Conoció que era llegado el momento que todos estaban dispuestos y que sólo esperaban el ¡gracias a Dios! que debió servir de señal.

Lanzó una ojeada preparatoria a Athos y Aramis; y éstos apartaron ligeramente sus rodillas para poder moverse libremente.

Dio con la rodilla a Porthos y éste se levantó como para desentumecerse las piernas; mas al hacerlo probó si salía su espada fácilmente de la vaina.

—¡Voto a cien! —dijo D’Artagnan—. He perdido veinte doblones más. Tenéis mucha fortuna, capitán Groslow, esto no puede durar así.

Y sacó otros veinte doblones.

—Vaya la última apuesta, capitán. ¿Admitís ese dinero de una vez?

—Van jugados —contestó Groslow.

Y como de costumbre volvió dos cartas; un rey para D’Artagnan y un as para sí.

—¿El rey? —dijo D’Artagnan—. Es un buen agüero. Cuenta con el rey, maese Groslow.

No obstante el dominio que sobre sí mismo ejercía, fue tan extraña la vibración de su voz que hizo estremecer a su contrario. Empezó Groslow a tirar cartas. Si volvía un as ganaba; si volvía un rey perdía.

Volvió un rey.

—¡Gracias a Dios! —dijo D’Artagnan.

A estas palabras levantáronse Athos y Aramis. Porthos retrocedió un paso. Iban a brillar los puñales y las espadas.

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