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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (34 page)

Volvió grupas Porthos con la furia de un tigre, se lanzó sobre el caballero desmontado, el cual trató de sacar la espada; pero antes de que lo hiciera le dio tan terrible golpe en la cabeza con el puño de la suya, que le derribó como un carnicero derriba un buey de un hachazo.

Mosquetón se apeó gimoteando, porque su herida no le permitía continuar a caballo.

Al ver a sus adversarios se detuvo D’Artagnan, y cargó la pistola; su nuevo caballo tenía además una carabina colgada del arzón de la silla.

Aquí estoy —dijo Porthos—; ¿qué hacemos? ¿Esperar o cargarles?

—¡Carguémoles! —gritó D’Artagnan.

—¡A ellos! —respondió Porthos.

Partieron a escape. Los adversarios estaban a veinte pasos de distancia.

—En nombre del rey —gritó D’Artagnan—. ¡Paso!

—El rey, no tiene que ver con esto —respondió una voz sombría y vibrante saliendo de entre una nube de polvo.

—¡Corriente! Veremos si el rey pasa o no por todas partes.

—Vedlo —replicó la misma voz.

Casi al mismo tiempo resonaron dos pistoletazos, disparado el uno por D’Artagnan y el otro por el adversario de Porthos. D’Artagnan atravesó el sombrero de su adversario y el de Porthos dio al caballo de éste en el pescuezo, dejándole muerto.

—¡Por última vez! —dijo la misma voz—. ¿Adónde vais?

—¡Al infierno! —gritó D’Artagnan.

—Pronto llegaréis.

Vio D’Artagnan dirigido contra su pecho el cañón de un mosquete; no tenía tiempo para sacar sus pistolas de las pistoleras y teniendo presente un consejo de Athos, encabritó su caballo.

La bala hirió al animal en el vientre.

Sintióle D’Artagnan vacilar, y tiróse al suelo con gran agilidad.

—Poco a poco —dijo la misma voz irónica y vibrante—. ¿Estamos aquí para matar caballos o para batirnos como hombres? Empuñad la espada, señor mío.

Y el desconocido se apeó de su caballo.

—¿La espada? —dijo D’Artagnan—. Al momento; es mi arma favorita.

En dos saltos púsose D’Artagnan al frente de su adversario; tropezáronse sus espadas y con su ordinaria destreza presentó el mosquetero su arma en tercera. Esta postura era la que prefería para ponerse en guardia.

Porthos permanecía arrodillado, con una pistola en cada mano, detrás de su caballo entregado a las convulsiones de la agonía. Empezó el combate entre D’Artagnan y su adversario. D’Artagnan atacó con ímpetu, según acostumbraba; mas se las había con un hombre cuya habilidad y cuyos puños le dieron en qué pensar. Obligado dos veces consecutivas a ponerse en cuarta, el mosquetero retrocedió un paso: su adversario no se movía; D’Artagnan volvió a la carga y se presentó otra vez en tercera.

Por una y otra parte se tiraron algunos golpes sin resultado. Las espadas centelleaban en medio de la oscuridad.

Creyó finalmente D’Artagnan que era llegado el momento de apelar a su golpe favorito: le preparó muy diestramente y le ejecutó con la rapidez del rayo, descargándole con un vigor que él creyó irresistible. Su enemigo paró el golpe.

—¡Voto a tal! —exclamó D’Artagnan con su acento gascón.

A esta exclamación dio el desconocido un salto hacia atrás, y estirando la cabeza, trató de divisar por entre la oscuridad las facciones de D’Artagnan.

Este mantúvole en defensa, temiendo algún ataque falso.

—Id con cuidado —dijo Porthos a su adversario—. Aún tengo dos pistolas cargadas.

—Mayor motivo para que tiréis primero —respondió éste.

Porthos tiró: el resplandor del fogonazo iluminó el campó de batalla.

Los otros dos combatientes exhalaron un grito.

—¡Athos! —dijo D’Artagnan.

—¡D’Artagnan! dijo Athos.

Athos levantó su espada y D’Artagnan la suya.

—¡No tiréis, Aramis! —gritó Porthos.

—¡Ah! ¿Sois vos, Aramis? dijo Porthos.

Y echó su pistola al suelo.

Aramis guardó la suya y envainó su espada.

—¡Hijo mío! dijo Athos presentando la mano a D’Artagnan.

Así acostumbraba llamarle otras veces en sus momentos de ternura.

—¡Athos! —dijo D’Artagnan retorciéndose las manos—. ¿Conque le defendéis? ¡Y yo que había prometido cogerle muerto o vivo! ¡Ah! Estoy deshonrado.

—Matadme —dijo Athos descubriendo su pecho— si vuestro honor exige que muera.

—¡Oh! ¡Desventurado de mí! ¡Desgraciado de mí! —exclamaba D’Artagnan—. Sólo un hombre había en el mundo que pudiese detenerme, y la fatalidad hace que ese hombre se interponga en mi camino. ¡Ah! ¿Qué le diré al cardenal?

—Decidle, caballero —contestó una voz que dominaba el campo de batalla—, que ha enviado contra mí a los únicos hombres capaces de poner fuera de combate a cuatro de mis defensores, de luchar cuerpo a cuerpo y sin desventaja contra el conde de la Fère y el señor de Herblay, y de no rendirse a menos que a cincuenta hombres.

—¡El príncipe! dijeron al mismo tiempo Athos y Aramis haciendo un movimiento para descubrir al duque de Beaufort mientras que D’Artagnan y Porthos retrocedían un paso.

—¡Cincuenta! dijeron D’Artagnan y Porthos.

—Mirad a vuestro alrededor si lo dudáis, señores dijo el duque. Hiciéronlo así los dos cardenalistas, y se vieron en efecto rodeados de una tropa de caballería.

El duque prosiguió diciendo:

—Caballeros, el ruido del combate me hizo creer que venían veinte hombres contra mí; he regresado con todos los míos, cansado de huir siempre, y deseando sacar también la espada, y he visto que erais dos solos.

—Sí, señor —contestó Athos—; pero, como decís, son dos que valen por veinte.

—Vamos, señores, entregad las espadas dijo el duque.

—¡Las espadas! —contestó D’Artagnan alzando la cabeza y volviendo en sí—. ¡Nunca!

—¡Jamás! —repitió Porthos. Moviéronse algunos soldados.

—Un instante, señor —dijo Athos.

Y acercándose al príncipe murmuró algunas palabras a su oído.

—Como queráis, conde —contestó el príncipe—. Os debo mucho para negaros lo primero que me pedís. Apartaos, señores —dijo a los de su escolta—. Señores D’Artagnan y Du-Vallon, estáis en libertad.

Inmediatamente diose cumplimiento a esta orden, y D’Artagnan y Porthos formaron el centro de un vasto círculo.

—Ahora, Herblay —dijo Athos—, apeaos y venid.

Aramis echó pie a tierra, y se aproximó a Porthos, mientras que Athos se acercaba a D’Artagnan.

Reunidos los cuatro, dijo Athos:

—¿Sentís aún no haber vertido nuestra sangre?

—No —dijo D’Artagnan—; lo que siento es que seamos enemigos, nosotros que tan unidos hemos estado siempre: lo que siento es que militamos bajo diferentes banderas. ¡Ah! Nada nos saldrá bien en adelante.

—Cierto que no —dijo Porthos.

—Pues sed de los nuestros —repuso Aramis.

—Silencio, Herblay —gritó Athos—; a hombres como éstos no se hacen esas proposiciones. Si han entrado en el partido de Mazarino será porque su conciencia se lo haya dictado, como la nuestra nos ha movido a entrar en el de los príncipes.

—De todos modos somos adversarios —dijo Porthos—. ¿Quién lo hubiera creído?

D’Artagnan dejó escapar un suspiro. Athos le miró y le cogió las manos.

—Caballeros —dijo—, la situación es grave: yo por mí padezco como si me hubieran atravesado el corazón de parte a parte. Sí, estamos separados, esta es la verdad, la triste verdad. Pero aún no nos hemos declarado la guerra; aún podremos quizás arreglarnos con ciertas condiciones: es necesario que tengamos una conferencia.

—Yo la reclamo.

—Yo la acepto —dijo D’Artagnan con altivez.

Porthos inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—Designemos, pues, un sitio —prosiguió Athos— al cual podamos concurrir todos. Así fijaremos definitivamente nuestra situación y la conducta que debemos seguir unos con otros.

—Bien —dijeron todos.

—¿Estáis conformes? —preguntó Athos.

—Estamos.

—Pues bien, ¿dónde nos veremos?

—¿Os parece bien la Plaza Real? —preguntó D’Artagnan.

—¿En París?

—Sí.

Miráronle Aramis y Athos. El primero hizo una señal afirmativa.

—Convenido dijo Athos.

—¿Cuándo?

—Mañana por la noche si queréis.

—¿Podréis estar de vuelta?

—Sí.

—¿A qué hora?

—A las diez.

—Conformes.

—De allí —dijo Athos— saldrá la paz o la guerra; pero al menos quedará a salvo el honor.

—¡Ah! —exclamó D’Artagnan—. Nosotros ya hemos perdido el nuestro.

—D’Artagnan —dijo gravemente Athos—, os aseguro que me lastimáis recordándome eso, cuando yo no pienso más que en una sola cosa, en que hemos cruzado nuestras espadas.

—Sí —continuó moviendo dolorosamente la cabeza—; vos lo habéis dicho, la fatalidad nos persigue. Venid, Aramis.

—Y nosotros, Porthos —dijo D’Artagnan—, vamos a dar cuenta a Su Eminencia de nuestra derrota.

—Y decidle —gritó uno— que no soy tan viejo que no pueda moverme.

D’Artagnan conoció la voz de Rochefort.

—¿Puedo hacer algo en vuestro obsequio, señores? —preguntó el príncipe.

—Dar testimonio de que hemos hecho todo lo posible, monseñor.

—Así lo haré. Adiós, caballeros. Ya nos veremos, tal vez a las puertas de París o dentro de la misma ciudad: allí tendréis ocasión de tomar la revancha.

Diciendo esto, saludó el duque con la mano, y partió al galope acompañado de su escolta, que no tardó en perderse en la oscuridad.

D’Artagnan y Porthos quedaron solos en medio del camino con un hombre que tenía dos caballos del diestro.

Se acercaron creyendo sería Mosquetón.

—¿Qué veo? —exclamó D’Artagnan—. ¡Grimaud!

—¡Grimaud! —repitió Porthos.

Grimaud indicó con un gesto que no se engañaban los dos amigos.

—¿Y de quién son los caballos? —preguntó D’Artagnan.

—¿Quién nos los presta? —dijo Porthos.

—El señor conde de la Fère.

—Athos —dijo D’Artagnan—: nada se le olvida; es todo un caballero.

—Sean bien venidos —dijo Porthos—; temí que tuviésemos que viajar a pie.

Y montó a caballo. D’Artagnan ya lo había hecho.

—¿Pero tú, Grimaud, adónde vas? —preguntó D’Artagnan—. ¿Te alejas de tu amo?

—Voy a buscar al señor vizconde de Bragelonne al ejército de Flandes —dijo Grimaud.

Dieron silenciosamente algunos pasos en dirección a París; mas de repente oyeron unos gemidos que parecían salir de lo profundo de un foso.

—¿Qué pasa? —preguntó D’Artagnan.

—Es Mosquetón.

—Sí, señor, soy yo —dijo una voz dolorida, al mismo tiempo que alzábase una especie de sombra en la cuneta del camino.

Porthos corrió hacia su mayordomo, a quien tenía verdadero afecto.

—¿Estáis herido de peligro, Mostón?

—¡Mostón! —exclamó Grimaud con asombro.

—No, señor, me parece que no; pero estoy herido en parte muy incómoda.

—¿Así no podréis montar a caballo?

—Imposible.

—¿Y andar?

—Haré un esfuerzo para llegar a la primera casa.

—¿Y nosotros, qué hacemos? —preguntó D’Artagnan—. Es preciso que lleguemos a París.

—Yo me encargo de Mosquetón —dijo Grimaud.

—¡Gracias, buen Grimaud! —contestó Porthos.

Grimaud apeóse y fue a dar el brazo a su antiguo amigo, el cual le recibió llorando, si bien no averiguó Grimaud a punto fijo de qué procedían aquellas lágrimas, si del placer de verle o del dolor de su herida.

D’Artagnan y Porthos continuaron su camino silenciosos.

Tres horas después pasó junto a ellos una especie de correo cubierto de polvo; era un mensajero del duque que llevaba al cardenal una epístola dándole cuenta de los esfuerzos hechos por D’Artagnan y Porthos para prenderle.

Mazarino había pasado mala noche cuando recibió la epístola en que el príncipe le participaba que estaba en libertad y que se proponía hacerle una guerra mortal.

El cardenal la leyó dos o tres veces, y dijo metiéndosela en los bolsillos.

—Aunque D’Artagnan ha equivocado el golpe, tengo el consuelo de que ha atropellado a Broussel corriendo tras el duque. Decididamente el gascón es un hombre de precio y me sirve hasta con sus torpezas.

Aludía el cardenal al hombre que derribó D’Artagnan en la esquina del cementerio de San Juan, el cual era el consejero Broussel.

Capítulo XXIX
El buen consejero Broussel

Pero desgraciadamente para el cardenal Mazarino, que a la sazón estaba de mal estrella, no había fallecido el consejero Broussel.

Atravesaba, en efecto, tranquilamente por la calle de San Honorato, cuando el veloz caballo de D’Artagnan le tropezó en un hombro y le derribó sobre el lodo. Ya dijimos que el mosquetero no puso la atención en cosa de tan poca importancia. D’Artagnan sentía, además, la profunda y desdeñosa indiferencia que la nobleza militar sentía en aquella época hacia los paisanos. Fue, pues, insensible a la desgracia acaecida a aquel hombre, y antes de que el pobre Broussel tuviera tiempo de dar un grito, se había alejado con toda su tropa. Sólo entonces pudo hacerse oír el herido y ser socorrido.

La gente que acudió y le encontró quejándose, le preguntó su nombre, las señas de su casa y su empleo, y así que supo que se llamaba Broussel, que era consejero del Parlamento y que residía en la calle de Saint-Landry, alzó toda la turba un grito unánime terrible y amenazador, que produjo tanto miedo al herido como el huracán que acababa de pasar sobre su cuerpo.

—¡Broussel! —prorrumpieron—. ¡Broussel! ¡Nuestro padre; el que defiende nuestros derechos contra Mazarino! ¡Broussel, el amigo del pueblo, asesinado, atropellado por esos miserables cardenalistas! ¡Socorro, a las armas, a ellos!

Aumentóse extraordinariamente la turba; varios paisanos detuvieron un carruaje para meter en él al consejero, pero habiendo hecho observar un hombre del pueblo que el movimiento de las ruedas podía empeorar al herido, algunos fanáticos propusieron conducirle en brazos: proposición que fue acogida con entusiasmo y aceptada por unanimidad. En el momento le levantó del suelo el pueblo, amenazador y afectuoso a la vez, y le llevó, semejante a aquel gigante de los cuentos fantásticos, que gruñe acariciando y meciendo a un enano entre sus brazos.

Contaba Broussel con el cariño que le demostraban los parisienses, pues no había sembrado la oposición por espacio de tres años sin una oculta esperanza de recoger por cosecha la popularidad. Aquella demostración tan a tiempo le complacía y le infundía orgullo, porque le daba a conocer su poder; mas no estaba su triunfo exento de toda zozobra. Además de sus contusiones, que le hacían sufrir mucho, temía ver desembocar por cada esquina algún escuadrón de guardias y de mosqueteros que dispersara a la multitud: ¿y qué sería entonces del triunfador?

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