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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (24 page)

—Señor, me parece que voy a llamar a Grimaud.

—Ya callo. ¿Y qué te ha dicho aquel animal?

—Tolero esa expresión, monseñor —dijo La-Ramée con malicia—, porque rima con cardenal. Me ha ordenado que os vigilase.

—¿Y por qué? —preguntó el duque bastante inquieto.

—Porque un astrólogo ha profetizado que os habéis de escapar.

—¿Un astrólogo? —exclamó el duque estremeciéndose involuntariamente.

—Ni más ni menos. No saben qué inventar esos imbéciles de mágicos para atormentar a la gente honrada.

—¿Y qué has contestado a la ilustrísima eminencia?

—Que si el tal astrólogo hace almanaques no le aconsejo que se los compre.

—¿Por qué?

—Porque para fugaros teníais que convertiros en verderón o en jilguero.

—Desgraciadamente tienes mucha razón. Vamos a jugar a la pelota, La-Ramée.

—Señor, perdóneme Vuestra Alteza, pero necesito media hora…

—¿Para qué?

—Monseñor Mazarino es más orgulloso que vos, aunque a decir verdad no desciende de tan buena familia, y se le ha olvidado convidarme a almorzar.

¿Quieres que mande traerte algo?

—No, señor. Habéis de saber que el pastelero que vivía en frente del castillo, y que se llamaba el tío Marteau…

—¿Qué?

—Ha vendido la tienda hace ocho días a otro de París, que viene a tomar los aires del campo por orden de su médico.

—¿Y qué tengo yo que ver con esto?

—Esperad un poco, señor; sucede que ese maldito pastelero tiene en su aparador una infinidad de golosinas que no puede uno ver sin hacérsele la boca agua.

—¡Goloso!

—Vaya, señor —repuso La-Ramée—, que no es uno goloso porque le guste comer bien. Propio es de la naturaleza humana buscar la perfección en los pasteles como en todo. Pues, señor, ese diantre de pastelero, así que me vio parado delante de su tienda, se vino a mí con la cara llena de harina, y me dijo:

«—Señor La-Ramée, es preciso que hagáis por proporcionarme la parroquia de los presos de la torre. He tomado el establecimiento de mi predecesor porque me aseguró que era proveedor del castillo, y maldito si en los ochos días que estoy aquí me ha comprado el señor de Chavigny por valor de un ochavo.

»—Será —le contesté yo entonces—, porque indudablemente creerá el señor de Chavigny que son malos vuestros pasteles.

»—¡Malos mis pasteles! Vais a juzgarlo, señor La-Ramée, y ahora mismo.

»—Ahora no puedo —le contesté—, porque tengo que volver al castillo.

»—Pues bien —me dijo—, id a vuestros asuntos, ya que lleváis tanta prisa, y volved dentro de media hora.

»—¿Dentro de media hora?

»—Sí. ¿Habéis almorzado?

»—Todavía no.

»—Pues venid, y aquí os aguardará un pastel en compañía de una rancia botella de Borgoña».

—Y ya veis, señor, como estoy en ayunas, quisiera, con permiso de Vuestra Alteza…

La-Ramée se inclinó.

—Anda —dijo el duque—; pero ten presente que no te concedo más que media hora.

—¿Podré prometer al sucesor del tío Marteau que seréis su parroquiano?

—Sí, con tal que no eche setas en sus pasteles; ya sabes —repuso el príncipe— que las setas del bosque de Vicennes son mortales para mi familia.
[4]

La-Ramée marchóse, sin cuidarse de descifrar la alusión, y cinco minutos después entró el oficial de guardia, so pretexto de hacer los honores al príncipe acompañándole; mas en realidad para cumplir las órdenes del cardenal, que como hemos dicho tenía mandado no se perdiese un momento de vista al prisionero.

Pero en aquellos cinco minutos tuvo tiempo el duque de leer otra vez la carta de la señora de Montbazon, en la cual veía una prueba de que sus amigos no le habían olvidado, y de que llevaba adelante el proyecto de su fuga; aún ignoraba cómo podría evadirse, pero formó firme propósito de hacer hablar a Grimaud, por mudo que fuese. Su confianza en éste era tanto mayor, cuando que ya estaba persuadido de que las ofensas que le había inferido tenían el solo objeto de destruir la idea que pudieran concebir los guardias de que se encontraba de acuerdo con él.

Tal estratagema inspiró al duque una idea muy aventajada de la inteligencia de Grimaud, en el cual resolvió confiar con toda seguridad.

Capítulo XXI
Lo que contenían los pasteles del sucesor del tío Marteau

Media hora después volvió La-Ramée, con el buen humor natural del que acaba de comer bien y de beber mejor. Los pasteles habíanle parecido excelentes y el vino delicioso.

El día estaba espléndido y se presentaba muy favorable para el proyectado partido; el juego de pelota de Vicennes estaba al aire libre, y era, por lo tanto, muy fácil hacer lo que Grimaud había encargado al duque.

Sin embargo, hasta que tocaron las dos no se mostró demasiado torpe, porque aquella era la hora convenida. No dejó por eso de perder todos los juegos, tomando de aquí pie para encolerizarse y para ir de mal en peor, según siempre sucede.

A las dos empezaron las pelotas a encaminarse hacia el foso, con no poca satisfacción de La-Ramée, que se apuntaba quince tantos por cada una que
encolaba
el duque. Mas tantas pelotas se encolaron, que a lo mejor se quedaron los jugadores sin poder proseguir su diversión. La-Ramée propuso entonces enviar a buscarlas al foso, pero el duque hizo la juiciosa observación de que se perdería mucho tiempo, y acercándose a la muralla, que por aquel paraje tenía por lo menos, como dijo el oficial, cincuenta pies de altura, divisó a un hombre trabajando en uno de los muchos jardinillos que cultivaban los aldeanos en las inmediaciones del foso.

—¡Hola, amigo! —dijo el duque.

El hombre alzó la cabeza, y el duque estuvo a punto de lanzar una exclamación de sorpresa al reconocer en aquel aldeano, en aquel jardinero, al conde de Rochefort, a quien suponía preso en la Bastilla.

—¿Qué pasa por ahí arriba? —preguntó el hombre.

—Haced el favor de echarme esas pelotas —contestó el duque.

El jardinero movió la cabeza y púsose a arrojar pelotas, que iban recogiendo La-Ramée y los guardias.

Una de ellas cayó tan cerca del duque, que conociendo éste que iba expresamente dirigida a él, la recogió y guardóla en el bolsillo. Haciendo en seguida al jardinero un ademán de gracias, volvió a su juego.

Mas el duque estaba en mal día; las pelotas continuaban desfilando por derecha e izquierda, en vez de conservarse en los límites del juego: dos o tres de ellas volvieron a caer en el foso, y como no se hallaba allí el jardinero para arrojarlas otra vez, hubo de considerarlas como perdidas. Últimamente el duque dijo que le daba vergüenza de lo mal que lo hacía, y que no quería seguir.

La-Ramée no cabía en sí de orgullo por haber vencido tan completamente nada menos que a un príncipe de la sangre.

El príncipe volvió a su habitación y se acostó. Casi todo el día lo pasaba echado desde que carecía de libros.

La-Ramée cogió los vestidos del príncipe so pretexto de que se hallaban llenos de polvo, y que iba a mandar que los limpiasen; pero en realidad era para que el príncipe no pudiera moverse de la cama. El buen La-Ramée era hombre prevenido.

Afortunadamente, el príncipe tuvo tiempo para esconder la pelota debajo de la almohada.

Así que se marchó La-Ramée, cerrando de paso la puerta, rompió el duque el forro de la pelota con los dientes, porque no le habían dejado ningún instrumento cortante; las hojas de los cuchillos que empleaba para comer eran de plata, muy delgadas, y no tenían filo.

Debajo del forro había un papel que contenía las siguientes líneas:

Señor: Vuestros amigos están alerta; se acerca la hora de vuestra libertad. Pedid pasado mañana para comer un pastel de la tienda inmediata, que hace pocos días ha mudado de dueño; su actual poseedor no es otro que Noirmond, vuestro mayordomo; no abráis el pastel hasta que os encontréis solo; espero que quedéis satisfecho de su contenido.

El más apasionado servidor de vuestra alteza, en la Bastilla como en todas partes.

Conde de Rochefort.

P. D. Vuestra alteza puede confiar enteramente en Grimaud, muchacho de suma penetración y no menor adhesión a nuestro partido.

El duque de Beaufort, a quien habían puesto de nuevo lumbre para calentarse, luego de renunciar a la pintura, quemó la carta, como había quemado, aunque con más sentimiento, la de madame de Montbazon e iba a hacer lo mismo con la pelota, cuando ocurriósele que podía serle útil para contestar a Rochefort.

Al ruido de sus pasos entró La-Ramée, cuya vigilancia no disminuía un momento, y preguntó:

—¿Necesita el señor algo?

—Tenía frío —contestó el duque—, y estaba atizando la lumbre; no ignoras que los aposentos de la torre de Vincennes tienen fama de frescos. Se puede guardar hielo en ellos, y en algunos se coge salitre. Las habitaciones en que murieron Puy-Laurens, el mariscal Ornano, y mi tío el gran prior, valían por este concepto lo que pesan en arsénico, según dijo madame de Rambouillet.

Y el duque volvió a acostarse, metiendo la pelota debajo de la almohada. La-Ramée se sonrió; el oficial tenía un fondo excelente; había tomado cariño a su ilustre prisionero, y habría sentido mucho cualquier desgracia que le hubiera sucedido. Y como no se podían negar las desgracias acaecidas a los tres personajes que había nombrado el duque, le dijo:

—Señor, no tengáis semejantes ideas. Esos pensamientos son los que matan, y no el salitre.

—Bueno es eso —contestó el duque—; si yo pudiera ir como vos a comer pasteles y beber vino de Borgoña a casa del sucesor del tío Marteau, estaría más distraído.

—En verdad, señor —contestó La-Ramée—, que los pasteles son superiores y el vino soberbio.

—Por poco que valgan su bodega y su cocina —repuso el duque— serán preferibles a las de M. de Chavigny.

—¿Y por qué no los probáis? —dijo La-Ramée, cayendo incautamente en el lazo—. Esta mañana le he prometido que seríais su parroquiano.

—Hombre, dices bien —respondió el duque—; si he de estar aquí toda mi vida, como ha tenido la amabilidad de insinuar monseñor Mazarino, necesito buscar alguna distracción para cuando sea viejo, y no me parece mal hacerme gastrónomo.

—Tomad mi consejo, señor —dijo La-Ramée—; no esperéis a ser viejo.

—Bueno —dijo para sí Beaufort—; todo hombre tiene uno o dos pecados capitales para perder su cuerpo y su alma; parece que el amigo La-Ramée inclínase a la gula: no lo echaré en saco roto.

Y repuso en voz alta:

—Querido La-Ramée, creo que pasado mañana es fiesta.

—Sí, señor, Pascua de Pentecostés.

—¿Queréis darme una lección?

—¿De qué?

—De gastronomía.

—Con mucho gusto, señor.

—Pero una lección en regla y a solas. Enviaremos a los guardias a comer a la cantina de Chavigny, y tendremos aquí un banquete, cuya dirección os encargo.

—¡Hum! —murmuró La-Ramée.

La oferta era tentadora, pero La-Ramée, a pesar de la idea desventajosa que su presencia había inspirado al cardenal, tenía experiencia y veía todos los lazos que puede armar un prisionero. El príncipe había dicho que tenía a su disposición cuarenta medios para escaparse. ¿Habría engaño en aquella proposición?

Después de reflexionar un instante, resolvió encargar en persona los manjares y el vino, para que no pudiesen contener los primeros ninguna clase de polvos, ni el segundo ningún licor exótico. Respecto a embriagarle, no podía el duque tener tal pretensión: sólo el pensarlo hizo asomar una sonrisa a los labios de La-Ramée; luego ocurriósele un recurso que lo conciliaba todo.

El duque observaba con bastante inquietud el monólogo íntimo de La-Ramée, que se iba traduciendo en su semblante; al fin se despejó el rostro del oficial.

—¿En qué quedamos? —preguntó el duque.

—Acepto con una condición.

—¿Qué condición?

—Que Grimaud nos sirva a la mesa.

No podía La-Ramée proponer al duque cosa que más le conviniera. Este, sin embargo, tuvo bastante fuerza de voluntad para dar a su cara una expresión de disgusto.

—¡Vaya al diablo Grimaud! —dijo—. Nos va a aguar la fiesta.

—Le mandaré que se ponga detrás de vuestra alteza, y como no despega los labios, vuestra alteza no lo verá ni lo oirá, pudiendo figurarse, con algo de buena voluntad, que está a cien leguas de distancia.

—Amigo mío —dijo el duque—, ¿sabéis lo que saco en limpio de todo esto? Que desconfiáis de mí.

—Señor, pasado mañana es Pascua.

—¿Y qué? ¿Teméis que baje el Espíritu Santo, en forma de lengua de fuego, para abrirme las puertas de mi encierro?

—No, señor; pero ya os he dicho lo que ha profetizado ese maldito mágico.

—¿Y qué ha profetizado?

—Que no pasará el primer día de la Pascua sin que Vuestra Alteza esté fuera de Vincennes.

—¿Crees tú en los mágicos, necio?

—No me importan un comino, pero monseñor Giulio tiene la debilidad de ser supersticioso como buen italiano.

El duque encogióse de hombros.

—Enhorabuena —dijo con una indiferencia perfectamente fingida—; acepto a Grimaud, porque comprendo que no hay otro remedio; pero que no venga nadie más que él. A vuestro cargo queda todo: encargad el banquete como gustéis; el solo plato que yo designo es uno de esos pasteles de que me habéis hablado. Encargadlo expresamente para mí, a fin de que el sucesor de tío Marteau eche el resto, y manifestarle que seré su parroquiano, no sólo mientras esté aquí, sino cuando salga.

—¿Luego aún tenéis esperanza de salir? —preguntó La-Remé.

—Es claro —replicó el príncipe—; aunque no sea más que cuando muera Mazarino: tengo quince años menos que él. Es cierto —añadió sonriéndose—, que en Vincennes se vive más de prisa.

—¡Señor! —dijo La-Ramée.

—O se muere más pronto, es igual —añadió el duque.

—Señor —dijo La-Ramée—, voy a encargar la comida.

—¿Creéis sacar algún partido de vuestro discípulo de gastronomía?

—Así lo espero, señor.

—Si te da tiempo para ello —murmuró el duque.

—¿Qué dice, señor?

—Digo que no reparéis en gastos, ya que el señor cardenal tiene a bien pagar nuestra pensión.

La-Ramée se detuvo a la puerta.

—¿A quién quiere monseñor que envíe aquí?

—A cualquiera, excepto a Grimaud.

—Entonces le diré al oficial de guardias que venga.

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