—Ya sabréis que cuando María volvió a Francia en 1643 tomó todos los informes que pudo acerca de aquel niño que no había podido conservar a su lado estando fugitiva. Como ya estaba en París, deseaba darle educación a su lado.
—¿Y qué le dijo el cura? —preguntó Athos.
—Que un caballero a quien no conocía tuvo a bien encargarse del niño, respondiendo de su suerte futura y llevándoselo consigo.
—Dijo la verdad.
—Ya lo comprendo. Ese caballero erais vos, era su padre.
—Silencio, señora. No habléis tan alto; está ahí.
—¿Está ahí? —preguntó la duquesa levantándose rápidamente—. ¡Está ahí mi hijo!… ¡El hijo de María Michon!… ¡Ah! Quiero verle al instante.
—Tened presente, señora, que no conoce a su padre ni a su madre —dijo Athos.
—Habéis guardado el secreto y me lo traéis así, persuadido de que me causaréis una inmensa satisfacción. ¡Oh! Gracias, gracias, caballero —exclamó la señora de Chevreuse asiendo su mano y pugnando por llevarla a los labios—. Tenéis un excelente corazón.
—Os le traigo —dijo Athos apartando su mano—, porque ya es tiempo de que hagáis algo por él, señora. Hasta ahora he dirigido solo su educación, y creo que he hecho de él un caballero acabado; pero en estos momentos me veo obligado a volver a la vida aventurera y peligrosa del hombre de partido. Mañana mismo voy a acometer una empresa arriesgada en que puedo ser muerto, en cuyo caso nadie sino vos podrá ampararle en el mundo, donde está llamado a ocupar un lugar distinguido.
—¡Oh! Perded cuidado —exclamó la duquesa—. Desgraciadamente por ahora tengo poco favor, pero el que me queda es para él. Respecto a sus bienes, a su título…
—No os apuréis por eso, señora. He cedido a su favor las tierras de Bragelonne, que me pertenecen por herencia, las cuales danle el título de vizconde y diez mil libras de renta.
—Por vida mía —respondió la duquesa—, que sois un cumplido caballero. Pero estoy intranquila por ver a nuestro joven vizconde. ¿Dónde está?
—En la sala. Le llamaré si lo permitís.
Athos dio un paso hacia la puerta. La señora de Chevreuse detúvole y le preguntó:
—¿Es guapo?
Athos respondió sonriendo:
—Se parece a su madre.
Y al mismo tiempo abrió la puerta e hizo una señal al joven, que se presentó al momento.
La duquesa no pudo contener un grito de alegría al ver su buena presencia, que excedía a todas las esperanzas que la había hecho concebir su orgullo.
—Aproximaos, vizconde —dijo Athos—, la señora duquesa de Chevreuse permite que le beséis la mano.
Acercóse el joven con su admirable sonrisa y con la cabeza descubierta, hincó una rodilla y besó la mano de la duquesa.
—Señor conde —dijo volviéndose a Athos—; ¿me habéis manifestado que esta señora es la duquesa de Chevreuse para alentar mi timidez? ¿No es la reina?
—No, vizconde —dijo la duquesa cogiéndole la mano, haciéndole sentarse a su lado y mirándole con ojos llenos de alegría—. No, desgraciadamente no soy la reina, porque si lo fuera haría al instante por vos todo lo que merecéis; pero vamos a ver —repuso conteniendo con trabajo su deseo de posar los labios sobre aquella purísima frente—; ¿qué carrera queréis abrazar?
Athos estaba en pie y miraba aquel grupo con expresión de inexplicable felicidad.
—Señora —dijo el joven con su dulce a la par que sonora voz—, me parece que para un caballero no hay más carrera que la de las armas. Creo que el señor conde me ha educado con el deseo de que sea soldado, haciéndome concebir la esperanza de que me presentaría en París a una persona que acaso me recomendara al señor príncipe de Condé.
—Sí, —sí, entiendo: a un soldado tan joven como vos le sienta bien vestir a las órdenes de un general tan joven como él: personalmente estoy bastante mal con el príncipe, a consecuencia de las desavenencias de mi suegra la señora de Montbazon con la señora de Longueville; pero por medio del príncipe de Marsillac… Eso es, conde, eso es. El príncipe de Marsillac es íntimo amigo mío: puede recomendar a nuestro joven vizconde a la señora de Longueville, y ésta le dará una carta para su hermano el príncipe, que la quiere bastante para negarle algo que le pida.
—Perfectamente —dijo el conde—. Lo único que me atrevo a pediros es que lo hagáis con la mayor agilidad. Tengo motivos para desear que el vizconde no esté mañana por la noche en París.
—¿Queréis que sepan que os interesáis por él, señor conde?
—Quizá convenga más a su porvenir que ignoren hasta que me conoce.
—¡Oh, señor conde! —exclamó el joven.
—Ya sabéis que para todo lo que hago tengo mis razones.
—Sí, señor —contestó el joven—; sé que sois la misma prudencia, y os obedeceré como acostumbro.
—Ahora dejadle conmigo, conde —dijo la duquesa—, voy a enviar a buscar al príncipe de Marsillac, que por fortuna se halla actualmente en París, y no me separaré de él hasta que quede terminado el asunto.
—Está bien, señora duquesa; mil gracias. Yo tengo que andar mucho hoy, y cuando concluya, que será a eso de las seis, aguardaré al vizconde en la posada.
—¿En dónde vais a pasar la noche?
—Iremos a casa del abate Scarron, a quien tengo que presentar una carta. Allí debo ver también a un amigo.
—Está bien —dijo la duquesa—; iré un instante, no os marchéis antes de verme.
Athos hizo una cortesía y dispúsose a salir.
—Y qué, señor conde —dijo la duquesa riendo—; ¿con tanta ceremonia os separáis de vuestros antiguos amigos?
—¡Ah! —exclamó Athos besándole la mano—. ¡Si hubiese sabido antes que María Michon era una criatura tan encantadora!…
Y se retiró dando un suspiro.
En la calle de Tournelles, había una casa conocida de todos los porta-literas y lacayos de París, a pesar de que no pertenecía a ningún grande ni a ningún capitalista. En ella no se comía, ni se jugaba, ni se bailaba.
Y sin embargo, en ella se citaba la alta sociedad; a ella concurría todo lo más selecto de París.
Era la casa de Scarron.
Tanto se reía en casa de este agudo abate, adquiríanse tantas noticias, y estas noticias eran comentadas, analizadas y transformadas tan pronto unas veces en cuentos y otras en epigramas, que no había quien no fuera a pasar una hora con Scarron, para oír sus dichos y referirlos en otras partes. Muchos había que no paraban hasta soltar también algún chiste, y si tenía oportunidad, era bien recibido.
El abate Scarron, que nada tenía de místico, y que debía su título a un beneficio que poseía, fue en otro tiempo uno de los prebendados más presumidos de la ciudad de Mans, en que residía. Un día de Car naval ocurriósele la idea de dar un rato de diversión a la buena ciudad cuya alma era, a cuyo fin mandó a su criado que le untase el cuerpo de miel, restregándose inmediatamente en un colchón de plumas que mandó descoser, y quedando convertido con esta operación en el más grotesco volátil que imaginarse puede. En tal desusado traje salió a la calle a visitar a sus íntimos. Los transeúntes le siguieron al principio con estupor y después con silbidos, los pillos le insultaron, los chicos tiráronle piedras, y tuvo por fin que apelar a la fuga para verse libre de los proyectiles. Al verle huir corrieron tras él todos los espectadores, persiguiéndole, azuzándole y cortándole toda retirada: Scarron no tuvo otro remedio que tirarse al río. Nadaba admirablemente, pero el agua estaba helada y el abate sudando: cuando llegó a la otra orilla estaba tullido.
Apelóse a todos los medios conocidos para devolverle el uso de sus miembros, y tanto le hicieron padecer los médicos, que los echó a todos horamala, declarando que más quería la enfermedad que el remedio. En seguida volvió a París, donde ya tenía fama de hombre de talento, y dispuso que le hiciesen una silla que él mismo inventó. Yendo cierto día en ella a visitar a la reina Ana de Austria, quedó ésta tan prendada de sus chistes, que le preguntó si deseaba algún título.
—Sí, señora, hay un título que deseo en extremo —respondió Scarron.
—¿Cuál? —preguntó Ana de Austria.
—El de enfermo vuestro —respondió el abate.
Y Scarron fue nombrado
enfermo de la reina
con una pensión de mil quinientas libras.
No teniendo que pensar en su porvenir, vivió espléndidamente desde entonces, gastando con profusión.
Un día le dio a entender un emisario del cardenal que hacía mal recibiendo en su casa al coadjutor.
—¿Por qué? —preguntó Scarron—. ¿No es persona bien nacida?
—Ya se ve que sí.
—¿No es afable?
—Sin duda.
—¿No tiene talento?
—Demasiado, por desgracia.
—Pues entonces —contestó Scarron—, ¿por qué queréis que deje de tratarme con él?
—Porque piensa mal.
—¿Es cierto? ¿Y de quién?
—Del cardenal.
—¡Cómo! —dijo Scarron—. ¡Conque me trato con Guilles Despreaux, que piensa mal de mí, y deseáis que no lo haga con el coadjutor, porque piensa mal de otro! ¡Imposible!
No pasó adelante la conversación, y el abate prosiguió tratándose con más intimidad que nunca con Gondi, por espíritu de contradicción.
Mas en la mañana del día a que hemos llegado en nuestra historia, cumplía el trimestre de la pensión de Scarron. Este envió un lacayo con el recibo competente para cobrarle, según costumbre, y recibió la respuesta siguiente:
«Que el Estado no tenía dinero para Scarron».
Cuando regresó el lacayo con el recado estaba con el abate el duque de Longueville, el cual le ofreció una pensión doble de la que Mazarino le suprimía; pero el astuto gotoso guardóse muy bien de aceptarla. De tal modo se manejó, que a las cuatro ya sabía toda la población la negativa del cardenal. Era jueves, día en que recibía el abate; hubo una inmensa concurrencia y se habló con estrépito del asunto en todas las calles.
En la San Honorato halló Athos a dos caballeros desconocidos, que como él iban a caballo, seguidos como él por un lacayo, y llevando su misma dirección. Uno de ellos quitóse el sombrero y dijo:
—¿Creeréis que el bribón de Mazarino ha suspendido su pensión al pobre Scarron?
—¡Vaya una extravagancia! —dijo Athos respondiendo al saludo de los dos caballeros.
—Se conoce que sois de los buenos —respondió el mismo que antes dirigiera la palabra a Athos—; ese Mazarino es un verdadero azote de Francia.
—¡Ah! ¿A quién se lo decís? —preguntó Athos. Y se separaron con muchas cortesías.
—Bien nos viene esto —dijo Athos al vizconde—, esta noche tenemos que ir y felicitaremos al buen hombre.
—¿Pero quién es ese señor que así pone en conmoción a todo París? ¿Es algún ministro caído?
—Nada de eso, vizconde; es un señor de mucho talento que habrá caído en desgracia del cardenal por haber compuesto alguna copla contra él.
—Pues qué, ¿hacen versos los caballeros? —preguntó inocentemente Raúl—. Yo creía que eso era rebajarse.
—Sí tal, querido vizconde —contestó Athos riéndose—, cuando los versos son malos; pero cuando son buenos, les hace todavía más nobles. Ahí tenéis a Rotron. Sin embargo —continuó Athos con tono de hombre que da un consejo provechoso—, creo que es mejor no componerlos.
—Es decir —prosiguió Raúl—, que ese tal Scarron es poeta.
—Sí, ya estáis prevenido, vizconde; proceded con sumo tiento en esta casa; hablad sólo por ademanes, o mejor es que no hagáis más que oír.
—Bien, señor —contestó Raúl.
—Me veréis hablar mucho con un amigo mío, con el padre Herblay, a quien me habéis oído nombrar frecuentemente.
—Sí, señor.
—Acercaos de vez en cuando a nosotros como para hablarnos, pero no despeguéis los labios ni nos escuchéis. Esto tiene por objeto que no nos estorben los curiosos.
—Muy bien: os obedeceré punto por punto.
Athos hizo dos visitas, y a las siete de la noche se dirigió con Raúl a la calle de Tournelles, que se hallaba obstruida por los caballos y los criados. Abrióse paso entre ellos y penetró en la casa seguido por el joven. La primera persona que vio fue a Aramis, instalado junto a un sillón de ruedas, cubierto con una especie de dosel, bajo el cual se agitaba envuelto en una manta de brocado un hombre pequeño, bastante joven, muy risueño, de rostro pálido a veces, pero cuyos ojos nunca cesaban de expresar pensamientos vivos, agudos o graciosos. Era el abate Scarron, que siempre estaba riéndose, chanceándose, diciendo cumplimientos, quejándose y rascándose con una varita.
Agrupábase en derredor de esta especie de tienda ambulante una turba de caballeros y señoras. La sala era preciosa y estaba bien amueblada. Pendían de los balcones grandes colgaduras de seda floreada, cuyos colores vivos en otro tiempo, estaban ya algo ajados. Los tapices eran sencillos pero de buen gusto; dos lacayos, muy corteses, hacían con finura el servicio.
Aramis acercóse a Athos al verle, le cogió la mano y le presentó a Scarron, quien manifestó tanto placer como respeto al recién llegado, y dijo algunas palabras muy agudas al vizconde. Raúl se quedó algún tanto confuso, porque no se había preparado contra la majestad del talento cortesano, pero sin embargo, saludó con mucha gracia. Cumplimentaron inmediatamente a Athos dos o tres caballeros a quienes le presentó Aramis, después de lo cual se fue disipando poco a poco el tumulto producido por su entrada y se generalizó la conversación.
Transcurridos cuatro o cinco minutos, que invirtió Raúl en reponerse y en adquirir un conocimiento topográfico de la asamblea, se abrió la puerta y un lacayo anunció a la señorita Paulet.
Athos dio una palma en el hombro del vizconde, y le dijo:
—Mirad a esa mujer, Raúl; es un personaje histórico; a su casa iba Enrique IV cuando le asesinaron.
Raúl estremecióse: a cada instante de aquellos últimos días se descorría para él un velo que le dejaba ver alguna cosa heroica: aquella mujer, que aún era joven y bella, había conocido a Enrique IV y le había hablado.
Muchos circunstantes dirigiéronse a la recién llegada, que se conservaba a la moda. Era de elevada estatura, de elegante y flexible talle, y tenía una selva de hermosos cabellos como los que prefería Rafael, y como los que ha puesto Ticiano a todas sus Magdalenas. Aquel color, y quizá la superioridad que consiguió sobre las demás mujeres, le granjearon el nombre de la
Leona
.
Sepan, pues, nuestras bellas contemporáneas que aspiran a semejante título, que no procede de Inglaterra, sino de la bella y aguda señorita Paulet.