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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (12 page)

Abrióse la puerta, y apareció Bazin; pero al ver a D’Artagnan, soltó una exclamación, parecida a la de un desesperado.

—Amiguito —dijo D’Artagnan—, me admira el aplomo con que mentís, aun dentro de la iglesia.

—Señor —dijo Bazin—, yo he aprendido de los dignos padres jesuitas que es lícito el mentir cuando se hace con buena voluntad.

—Bien, bien, Bazin; D’Artagnan está muerto de hambre y yo también. Dadnos de cenar de lo mejor que haya, y, sobre todo, traed unas cuantas botellas de lo caro.

Bazin inclinóse respetuosamente, y se marchó exhalando un suspiro.

—Ahora que estamos solos, mi querido Aramis —dijo D’Artagnan, apartando los ojos del cuarto y volviéndolos al propietario para acabar por el traje el examen empezado por los muebles—, decidme de dónde diablos veníais cuando caísteis en la grupa del caballo de Planchet.

—¡Diantre! —dijo Aramis—. Claro está; del cielo.

—¡Del cielo! —repuso D’Artagnan, meneando la cabeza—. Tantas trazas tenéis de venir del cielo como de ir a él.

—Amigo —dijo Aramis con un aire de fatuidad que D’Artagnan no había notado en él en todo el tiempo que fue mosquetero—, si no venía del cielo, al menos salía del paraíso, cosas que se parecen mucho.

—He aquí resuelto un arduo problema —repuso D’Artagnan—. Hasta ahora no se ha podido determinar la posición positiva del paraíso: unos colócanle sobre el monte Ararat, otros entre el Tigris y el Éufrates; lo buscaban muy lejos, y según parece le tenemos en casa. El paraíso está en Noisy-le-Sec, en las tierras del palacio del arzobispo de París. Se sale de él, no por la puerta, sino por la ventana, y se baja, no por las escaleras de mármol, sino por las ramas de un tilo. El ángel que le custodia con una espada de fuego parece que ha cambiado su nombre de Gabriel por otro más mundanal de príncipe de Marsillac.

Aramis soltó una carcajada.

—¡Siempre tan jovial! —dijo—. Veo que no habéis perdido vuestro buen humor gascón. Efectivamente, hay algo de lo que decís; pero no vayáis a creer que la señora de Longueville sea objeto de mi amor.

—¡Pardiez! Ya me guardaré yo bien —dijo D’Artagnan—. Después de haber sido tanto tiempo amante de la señora de Chevreuse no faltaba más sino que os fueseis a enamorar de su más acérrima enemiga.

—Es verdad —repuso Aramis con bastante indiferencia—, estuve muy enamorado de la pobre duquesa, y debemos confesar que nos fue sumamente útil; pero ¡qué queréis!, le fue preciso salir de Francia, porque ese condenado cardenal —prosiguió echando una mirada al retrato del antiguo ministro— era mal enemigo; había dado orden de que la prendiesen y la llevasen al castillo de Loches, y era capaz de mandarla degollar como a Chalais, a Montmorency y a Cinq-Mars. Huyó disfrazada de hombre con su doncella, la pobre Ketty, y aún he oído decir que en no sé qué pueblo le sucedió una rara aventura con un cura a quien pidió hospitalidad, y que le ofreció durmiese en su misma habitación, la única que tenía: la tomó por un hombre, porque mi amada María sabía llevar los calzones con increíble soltura. No conozco más que a otra mujer que la iguale en esto. Por eso le compusieron aquellas coplas tan populares.

Y Aramis entonó una canción galante.

—¡Bravo! —dijo D’Artagnan—. Cantáis tan bien como antes, querido Aramis, y ahora veo que las misas no os han echado a perder la voz.

—Amigo —respondió Aramis—, yo siempre soy el mismo. Cuando era mosquetero, montaba las menos guardias que podía; ahora que soy clérigo, celebro las menos misas que puedo. Pero volvamos a la duquesa.

—¿A cuál? ¿A la de Chevreuse o a la de Longueville?

—Ya os he manifestado que no tengo relaciones con la de Longueville; alguna que otra coquetería cuando más. No, hablaba de la duquesa de Chevreuse. ¿La visteis cuando volvió de Bruselas, después de la muerte del rey?

—Sí, y por cierto que aún estaba linda.

—Así es: por aquella época la fui a ver algunas veces y le di buenos consejos, que no ha sabido aprovechar. Me maté en persuadirla de que Mazarino era amante de la reina; pero no me hizo caso, diciendo que conocía a Ana de Austria, y que era demasiado vanidosa para amar a semejante ente. Poco después se metió en la cábala del duque de Beaufort, y el hecho es que el
ente
envió a una cárcel al duque de Beaufort, y desterró a la señora de Chevreuse.

—No ignoraréis —dijo D’Artagnan— que ha conseguido licencia para volver.

—Y que ha vuelto. No tardará en cometer alguna otra torpeza.

—¡Oh! Ahora es posible que siga vuestros consejos.

—Es que ahora no he ido a verla; ha perdido mucho.

—No ha hecho lo que vos, amigo Aramis, que estáis lo mismo que antes. Siempre con ese hermoso cabello negro, con ese elegante talle y con esas manos de mujer, que son ahora manos de prelado.

—Cierto es —dijo Aramis—: me cuido mucho. Me voy haciendo viejo, pronto cumpliré treinta y siete años.

—A propósito —repuso D’Artagnan, sonriéndose—, ya que nos hemos vuelto a ver, convengamos en la edad que hemos de tener en adelante.

—¡Cómo! —dijo Aramis.

—Sí —dijo D’Artagnan—; antes tenía yo dos o tres años menos que vos, y si no me equivoco paso ya de los cuarenta.

—¿De veras? —dijo Aramis—. Entonces me equivocaré yo, porque vos siempre habéis sido un matemático excelente. ¿Con que por vuestra cuenta tengo cuarenta y tres años? ¡Cáscaras! Amigo, no vayáis a decirlo en el palacio de Ramboúillet, me haríais muy mala obra.

—Perded cuidado —respondió D’Artagnan—, no lo frecuento.

—Pero hablando de otra cosa —interrumpió Aramis—, ¿qué estará haciendo ese bruto de Bazin? Bazin, despachadnos, buena pieza. Estamos rabiando de apetito y de sed.

Bazin, que entraba en aquel instante, levantó al cielo sus manos cargadas cada una con una botella.

—Vamos a ver —dijo Aramis—, ¿está todo dispuesto?

—Sí, señor, ahora mismo —dijo Bazin—; he tardado porque como tenía que subir todas las…

—Porque siempre os parece tener puesta la sotana —interrumpió Aramis—, y perdéis el tiempo leyendo el breviario. Pues os prevengo que si a fuerza de cuidar de la capilla se os olvida el bruñir mi espada, hago una hoguera con vuestras imágenes y os tuesto en ella.

Escandalizado Bazin; hizo la señal de la cruz con la botella que tenía en la mano, y D’Artagnan, asombrado como nunca del proceder del padre Herblay, que tanto contrastaba con el del mosquetero Aramis, le contempló con ojos asombrados.

El bedel cubrió rápidamente la mesa con un mantel adamascado, y sobre él puso una vajilla tan elegante, unos manjares tan apetitosos, que D’Artagnan se quedó deslumbrado con tanta opulencia.

—¿Aguardabais a algún convidado? —le preguntó.

—No; siempre estoy prevenido para un evento; además que ya sabía que me buscabais.

—¿Por quién?

—Por el buen Bazin, a quien le pareció que erais el diablo y vino inmediatamente a avisarme del peligro que me amenazaba si volvía a juntarme con tan mala compañía como un oficial de mosqueteros.

—¡Por Dios, señor! —dijo Bazin juntando las manos en actitud suplicante.

—No soy amigo de hipocresías, Bazin. Mejor haríais en abrir esa ventana y enviar un pan, un pollo y una botella de vino a vuestro amigo Planchet, que se está cansando hace una hora en dar palmadas.

En efecto, Planchet había vuelto al pie de la ventana después de dar pienso a los caballos y había hecho la señal algunas veces.

Bazin obedeció: ató al extremo de una cuerda los tres objetos indicados y se los descolgó a Planchet, el cual, satisfecho con la ración, retiróse al cobertizo.

—Vamos a cenar —dijo Aramis.

Los dos amigos se sentaron a la mesa, y Aramis empezó a trinchar con destreza las aves que su criado había servido.

—No os tratáis mal —dijo D’Artagnan.

—Así, así; el coadjutor me ha conseguido una dispensa para los días de vigilia, a causa del estado de mi salud: tengo por cocinero al que lo fue de Lafollone, ya os acordaréis, aquel antiguo amigo del cardenal que era un famoso gastrónomo, el cual concluía siempre sus comidas con esta oración: «Dios mío haced que digiera bien lo que tan bien he comido».

—Y sin embargo, murió de una indigestión —repuso D’Artagnan.

—¡Qué queréis! Nadie puede sustraerse a su destino —contestó Aramis.

—Voy a haceros una pregunta, y perdonad si soy imprudente.

—Entre nosotros no hay indiscreción posible.

—¿Os habéis hecho rico?

—No, ciertamente. Reúno unas doce mil libras al año, amén de mil escudos de un pequeño beneficio que me dio el príncipe de Condé.

—¿Y de qué ganáis las doce mil libras? ¿De vuestros versos? —preguntó D’Artagnan.

—No; he renunciado a la poesía: compongo alguna canción báquica, algún madrigal, algún epigrama, pero nada más. Me he dedicado a componer sermones.

—¡Sermones!

—De primer orden, según dicen.

—¿Y los predicáis?

—Los vendo.

—¿A quién?

—A mis colegas que aspiran a pasar por grandes oradores.

—¿Y no os ha tentado jamás el amor a la gloria?

—Sí, pero siempre me ha vencido la naturaleza: cuando me hallo en el púlpito y me mira una muchacha de ojos negros, no puedo menos que mirarla también: se sonríe y me sonrío. Entonces se me va el santo al cielo, y en vez de hablar de los tormentos del infierno, hablo de las delicias del paraíso. Un día recuerdo que me sucedió esto en la iglesia de San Luis, en el Marais. Un quídam se echó a reír, y yo interrumpí mi sermón para llamarle irreverente. La gente salió a la calle Para coger piedras, y yo aproveché aquel tiempo para dar tal giro a mi discurso, que en vez de apedrearme a mí, le apedrearon a él. Debo agregar que al día siguiente fue a verme, creyendo que trataba con un cura cualquiera…

—¿Y qué resultó de su visita?

—Que nos citamos para la Plaza Real… Pero vos debéis tenerlo presente…

—¿Fue tal vez del lance en que os serví de padrino?

—Sí. ¡Ya visteis cómo le traté!

—¿Y murió?

—Lo ignoro: por si acaso le di la absolución
in articulo inortis
. Pase que perdiese la vida, ¡pero el alma!…

Bazin hizo un gesto de desesperación como demostrando que aprobaba aquella doctrina, pero no el tono en que la decía su amo.

—Amigo Bazin —le dijo éste—. ¿No habéis observado que os estoy viendo en este espejo, y que os he prohibido de una vez para siempre hacer la menor señal de aprobación o desaprobación? Dadnos vino de España, y retiraos. M. D’Artagnan tiene que hablarme en secreto, ¿no es así?

D’Artagnan movió la cabeza afirmativamente, y Bazin retiróse después de poner sobre la mesa el vino.

Una vez solos los dos amigos guardaron silencio por algunos momentos durante los cuales, Aramis digería la cena y D’Artagnan preparaba su exordio. Uno y otro se miraban de reojo, cuando creían no ser observados.

Finalmente Aramis rompió el silencio.

Capítulo XI
Los dos Gaspares

¿En qué estáis pensado, D’Artagnan, que os sonreís de ese modo? —En que cuando erais mosquetero teníais costumbres de fraile, y ahora que sois clérigo mostráis inclinaciones militares.

—Es cierto —contestó Aramis—. El hombre es un animal muy raro, amigo D’Artagnan, que siempre tiende a lo que no tiene. Desde que recibí las órdenes no pienso más que en luchas.

—Desde luego se conoce al entrar en vuestra habitación. Tenéis aquí armas de todas clases, capaces de satisfacer el gusto más delicado. Supongo que tiraréis tan diestramente como antes.

—Tanto como vos antiguamente, o tal vez más. No hago otra cosa en todo el día.

—¿Y con quién?

—Con un buen tirador que tenemos de maestro.

—¿Aquí?

—En un convento de jesuitas hay de todo.

—Esto es, que hubierais muerto al señor de Marsillac si en lugar ele atacaros a la cabeza de veinte hombres hubiese ido a atacaros solo.

—Y también a la cabeza de sus veinte hombres, si hubiera tenido por donde escapar después.

—¡Canario! —pensó D’Artagnan—. Este se ha vuelto más gascón que yo.

Y añadió gritando:

—¿Conque decís que deseáis saber para qué os he buscado?

—No he dicho eso —respondió Aramis con aire solapado—, pero esperaba que me lo dijerais.

—Pues os he buscado para datos medios de acabar con el señor de Marsillac, a pesar de su título de príncipe, cuando os dé la gana.

—¡Pardiez! —dijo Aramis—. No es mala idea.

—No la echéis en saco roto. Vamos a ver, decid francamente, ¿habéis hecho algún caudal con las doce mil libras que lucráis con los sermones y los mil escudos de vuestro beneficio?

—No tal: soy más pobre que Job. Apuesto a que registrando todo mi equipaje no se hallan cien doblones.

—¡Cáspita! —pensó D’Artagnan—. Cien doblones, y dice que es más pobre que Job. Si yo tuviera siempre cien doblones, me creería millonario.

Y añadió en alta voz:

—¿Sois ambicioso?

—Sí.

—Pues, querido, os puedo proporcionar riquezas, poder y libertad para hacer cuanto se os antoje.

Una sombra tan rápida como la que ondula en el mes de agosto sobre los sembrados, anubló la frente de Aramis; pero D’Artagnan no dejó de observarla, a pesar de la prontitud con que se disipó.

—Hablad —dijo Aramis.

—Voy a dirigiros otra pregunta: ¿estáis metido en política?

Un resplandor repentino avivó los ojos de Aramis, tan rápido como la sombra que había pasado por su frente; pero no tanto que no le viese D’Artagnan.

—No —contestó Aramis.

—Entonces os convendrán todas mis proposiciones, puesto que por la presente no obedecéis más que a Dios —dijo el gascón riéndose.

—Puede ser.

—¿Habéis recordado algunas veces, querido Aramis, aquellos felices días de nuestra juventud que pasábamos riendo, bebiendo y batiéndonos?

—Sí, ciertamente, y más de una vez lo he echado de menos. ¡Qué tiempo aquel!
¡Dilectabile tempus!

—Pues, amigo, aquellos tiempos pueden renacer para nosotros. Tengo encargo de buscar a mis compañeros, y me ha parecido oportuno empezar por vos, que erais el alma de nuestra asociación.

Aramis inclinóse con más etiqueta que verdadero afecto.

—¡Volver yo a la política! —dijo con voz apagada y arrellanándose en su poltrona—. ¡Ah, querido D’Artagnan! ¡Si vierais con qué orden y con qué comodidad vivo! Ya sabéis cuán ingratos han sido los grandes con nosotros.

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