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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (16 page)

BOOK: Veinte años después
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—¡Oh! Facilísimo; ya no tenemos edictos, ni guardias del cardenal, ni Jussac, ni la menor gente de presa. En cualquier parte se riñe, debajo de un árbol, en una posada; encuéntrase un cardenalista con un frondista, se hacen una seña y no hay más que hablar. El señor de Guise ha matado al señor de Coligny en medio de la Plaza Real, y nada ha resultado.

—Muy bien —dijo Porthos.

—Y dentro de poco —continuó D’Artagnan—, tendremos batallas en regla, cañones, incendios, cosas variadas.

—¡Ea, pues! Decídome a complaceros.

—¿Puedo contar con vuestra palabra?

—Sí, está dicho. Daré mandobles a favor de Mazarino: pero…

—¿Pero qué?

—¡Me hará barón!

—Por supuesto —dijo D’Artagnan—, quedamos en eso: os he dicho y repito que respondo de vuestra baronía.

Después de hecha esta promesa, Porthos, que jamás había dudado de la palabra de su amigo, tomó con él la vuelta del castillo.

Capítulo XIV
Donde puede verse que si Porthos no estaba satisfecho con su posición, Mosquetón lo estaba con la suya

Al regresar al castillo, y mientras que Porthos se recreaba pensando en su baronía, D’Artagnan iba reflexionando en la miseria de la pobre naturaleza del hombre, siempre descontenta de lo que posee, siempre deseosa de lo que no tiene. Si D’Artagnan hubiera estado en lugar de Porthos, habría sido el hombre más feliz de la tierra; y para que Porthos lo fuera ¿qué le faltaba? Cinco letras que poner delante de sus apellidos, una pequeña corona que pintar en la portezuela de su coche.

—¿He de pasar toda mi vida —preguntábase D’Artagnan mirando a derecha e izquierda— sin ver jamás el rostro de un hombre completamente feliz?

Haciendo esta filosófica reflexión, la Providencia parece que quiso desmentirle, puesto que un momento después de marcharse Porthos para dar algunas órdenes a su cocinero, vio que se le acercaba Mosquetón con todas las trazas de persona enteramente feliz, salvo una ligera turbación, que, semejante a una nube de estío, se extendía por su fisonomía sin oscurecerla.

—Aquí está lo que buscaba —dijo para sí D’Artagnan—; pero ¡ah! el pobre no sabe a lo que vengo.

Mosquetón habíase parado a alguna distancia; D’Artagnan se sentó en un banco, y le hizo seña de que se acercase.

—M. D’Artagnan —dijo Mosquetón aprovechándose del permiso—, he de pediros un favor.

—Habla, amigo —dijo D’Artagnan.

—Es que no me atrevo, porque no digáis que la prosperidad me ha hecho orgulloso.

—¿Conque eres feliz? —dijo D’Artagnan.

—Cuanto es posible; y sin embargo, vos podéis hacerme aún más dichoso.

—Explícate, y si es cosa que depende de mí, cuenta con ella.

—Sí, señor, de vos solo depende.

—Ya escucho.

—Señor, la gracia que tengo que pediros es que no me llaméis Mosquetón, sino Mostón. Desde que tengo el honor de ser mayordomo de monseñor, uso este último nombre, que es más digno y hace que me respeten mis inferiores. No ignoráis cuán necesaria es la subordinación en los criados.

D’Artagnan se sonrió: Porthos había alargado su nombre y Mosquetón acortaba el suyo.

—¿Qué me contestáis? —preguntó temblando Mosquetón.

—Que no hay dificultad, amigo Mostón: pierde cuidado, no olvidaré tu petición, y si te sirve de satisfacción tampoco te tutearé.

—¡Oh! —exclamó Mosquetón poniéndose colorado de alegría—. Si me hicierais ese favor, os lo agradecería toda mi vida; pero quizá sea pedir demasiado…

—Bien poco es —pensó D’Artagnan—, comparado con las tribulaciones que te voy a ocasionar en pago del buen recibimiento que me has dispensado.

—¿Y vais a estar mucho tiempo aquí? —preguntó Mosquetón, cuyo rostro había recobrado su ordinaria placidez.

—Me marcho mañana dijo D’Artagnan.

—¡Entonces sólo habéis venido para darnos un disgusto! —exclamó Mosquetón.

—Mucho lo temo —dijo D’Artagnan en voz tan baja que Mosquetón, que se retiraba saludándole, no pudo oírlo.

Aunque el corazón de nuestro hombre se había endurecido mucho, en aquel instante le acosaba un remordimiento: no sentía arrastrar a Porthos a una empresa en que podía hacer hacienda y vida, porque al fin él iba voluntariamente por lograr el título de barón que ambicionaba hacía quince años; pero le parecía una crueldad sacar de su agradable existencia a Mosquetón, que sólo aspiraba a que le llamasen Mostón. Esta idea preocupábale, cuando volvió Porthos diciendo:

—¡A la mesa!

—¿A la mesa ya? ¿Qué hora es? —preguntó D’Artagnan.

—La una tocada.

—Vuestra casa, amigo mío, es un paraíso, donde se pasa el tiempo insensiblemente. Vamos allá, pero aún no tengo apetito.

—Venid, no siempre se puede comer, pero sí beber. Es refrán del pobre Athos, y desde que empecé a aburrirme he conocido su exactitud.

D’Artagnan, que como buen gascón era sobrio por naturaleza, no aparentaba estar tan persuadido como su amigo de la verdad del axioma de Athos; sin embargo, hizo lo que pudo para no desairar a su huésped.

Pero mientras bebía a más y mejor, mirando comer a Porthos, no le era posible apartar de la memoria a Mosquetón, tanto más, cuanto que éste, aunque no servía a la mesa, porque semejante ejercicio era inferior a las funciones que a la sazón desempeñaba, se asomaba de vez en cuando a la puerta y patentizaba su agradecimiento mandando servir los vinos más puros y añejos.

A los postres, D’Artagnan hizo una seña a Porthos, y éste mandó retirar los lacayos, permaneciendo solo con su amigo.

—Porthos —dijo D’Artagnan—, ¿quién os va a acompañar en vuestras correrías?

—¿Quién ha de ser sino Mostón? —contestó Porthos con naturalidad.

Este golpe dejó helado a D’Artagnan, porque veía ya cambiarse en gestos de dolor la afectuosa sonrisa del mayordomo.

—Pero Mostón no es ya joven; ha engordado y no estará apto para el servicio activo —replicó D’Artagnan.

—Ya lo sé —dijo Porthos—; pero estoy acostumbrado a él, y él además, me tiene tanto cariño que no querrá separarse de mí.

—¡Oh, ceguedad del amor propio! —pensó D’Artagnan.

—Y vos —preguntó Porthos—, ¿no conserváis de lacayo al excelente…?, ¿cómo se llamaba?

—Planchet… sí, nos hemos vuelto a reunir, pero no sirve de lacayo.

—¿Pues qué es?

—Con las mil seiscientas libras que ganó en el sitio de la Rochela, cuando llevó la carta a lord Winter, puso una tiendecilla de confitero en la calle de Lombardos.

—¡Diantre, confitero! ¿Y por qué os acompaña?

—Ciertas diabluras le han obligado a esconder el bulto. Y refirió a Porthos lo que nosotros sabemos.

—¿Quién hubiera dicho algún día —exclamó Porthos— que Planchet había de salvar a Rochefort, y que vos habíais de esconderle por semejante causa?

—¿Qué queréis? Nadie sabe adónde le conducirán las circunstancias. Todo cambia en el mundo.

—Sí, lo único que no cambia, sino para mejorar, es el vino: probad éste, es un Jerez seco que le gustaba mucho a Athos.

En aquel instante entró el mayordomo para tomar órdenes de su amo, respecto a la comida del día siguiente y de la partida de caza que se proyectaba.

—Dime, Mostón —dijo Porthos—, ¿están mis armas en buen estado?

D’Artagnan empezó a teclear sobre la mesa para ocultar su turbación.

—¿Vuestras armas, señor? —preguntó Mostón—. ¿Qué armas?

—Hombre, mi armadura.

—¿Cuál?

—Mi armadura de guerra.

—Creo que sí, señor, a lo menos debe estarlo…

—Entérate de ello mañana y que la limpien si es preciso. ¿Cuál es mi caballo más vivo?


Vulcano.

—¿Y el de más resistencia?


Bayardo.

—¿Qué caballo te gusta a ti?

—Me gusta
Rustando
, señor, porque es muy buen animal, y me entiende a las mil maravillas.

—Tiene fuerzas, ¿eh?

—Es normando cruzado con raza mecklemburguesa; le es fácil andar sin cansarse un día y una noche.

—Perfectamente. Que estén dispuestos los tres, que limpien las armas, y ten preparadas unas pistolas para ti, y un cuchillo de monte.

—¿Vamos a viajar, señor? dijo Mosquetón bastante azorado.

D’Artagnan, que hasta entonces no había hecho más que escalas vagas, empezó a tocar una marcha.

—Algo más que eso, Mostón —contestó Porthos.

—¿Alguna expedición, señor? —respondió el mayordomo, cuyas rosas iban trocándose en lirios.

—Volvemos al servicio, Mostón —repuso Porthos, esforzándose de nuevo en dar a su bigote el aire marcial que había perdido.

Decir estas palabras y sentirse Mosquetón agitado de un temblor que conmovió sus carnosas mejillas, pálidas como la cera, fue todo uno. Miró a D’Artagnan con una indecible expresión de queja y de afecto, que el oficial no pudo ver sin conmoción, vaciló y dijo con voz ahogada:

—¡Al servicio! ¿Al servicio en el ejército del rey?

—Sí y no. Vamos a entrar en campaña, a buscar todo género de aventuras, en fin, a volver a nuestra antigua vida.

Esta última frase hirió a Mosquetón como un rayo. Esa
vida antigua
tan terrible le recordaba la
vida actual
tan dulce.

—¡Dios mío! ¿Qué oigo? —dijo Mosquetón con una mirada más suplicante que la dirigida a D’Artagnan.

—¿Qué queréis, pobre Mostón? —dijo D’Artagnan—. ¡La fatalidad!…

A pesar de la digna precaución que tomó el mosquetero de no tutearle y de ajustar su nombre a la medida que ambicionaba Mosquetón, no dejó éste de sentir el golpe, y fue tan terrible que marchóse enteramente trastornado, olvidándose de cerrar la puerta.

—¡El buen Mostón no sabe lo que se hace de alegría! —dijo Porthos con el tono que hubiese empleado don Quijote en animar a Sancho a ensillar su rucio para una nueva campaña.

Viéndose solos los dos amigos, empezaron a hablar del porvenir, y a formar castillos en el aire. El excelente vino de Mosquetón hacía columbrar a D’Artagnan una perspectiva atestada de monedas de oro, y a Porthos el cordón azul y el manto ducal. El caso es que estaban durmiendo recostados en la mesa, cuando fueron a buscarles para que pasasen a la cama.

A la mañana siguiente tranquilizóse algo Mosquetón, oyendo decir a D’Artagnan que probablemente la guerra tendría por centro de operaciones a París, con ramificaciones al castillo Du-Vallon, que estaba cerca de Corbeil; al de Bracieux, que lo estaba de Melun, y al de Pierredefonds, sito entre Compiegne y Villers-Cotterets.

—Pero paréceme que antiguamente… —dijo con timidez Mosquetón.

—¡Oh! —contestó D’Artagnan—. Ya no se hace la guerra como antiguamente. Ahora es un asunto diplomático; preguntádselo a Planchet. Mosquetón acercóse a pedir datos a su antiguo amigo, el cual confirmó en todas sus partes lo que había dicho D’Artagnan; pero añadiendo que en esta guerra los prisioneros corrían peligro de morir en la horca.

—¡Pardiez! —dijo Mosquetón—. Casi prefiero el sitio de la Rochela.

Porthos, después de proporcionar a su huésped la diversión de matar un corzo; después de conducirle de sus bosques a su montaña, y de su montaña a sus estanques; después de enseñarle sus lebreles, su jauría, su perro favorito y todo lo que poseía; y después, en fin, de ofrecerle otras tres comidas, a cual más opípara pidió instrucciones definitivas a D’Artagnan, precisado a separarse de él para continuar su camino.

—Helas aquí, amigo —le dijo el mensajero—: necesito cuatro días para llegar a Blois, uno para estar allí, y otros tres o cuatro para volver a París. Salid, pues, de aquí dentro de una semana con vuestro equipaje, y hospedaros en la fonda de la Chevrette, calle de Tiquetonne, donde me esperaréis.

—Convenido —dijo Porthos.

—Ninguna esperanza llevo en este viaje, porque Athos debe estar enteramente incapaz; pero es necesario tener consideraciones con los amigos.

—Si yo pudiera acompañaros —dijo Porthos—, acaso me serviría de distracción.

—Puede ser, y a mí también —respondió D’Artagnan—; pero no hay tiempo para hacer los preparativos.

—Es verdad —dijo Porthos—: ¡Marchad, y buen ánimo! Yo me siento lleno de ardor.

—¡Perfectamente! —contestó D’Artagnan.

Y se separaron en los límites de Pierrefonds, hasta cuyo lugar había querido Porthos acompañar a su amigo.

—A lo menos —decía D’Artagnan, tomando el camino de Villers-Cotterets—, a lo menos no iré solo. Ese diablo de Porthos se conserva con unas fuerzas admirables. Si ahora viene Athos, seremos tres para burlarnos de Aramis, que, a pesar de sus hábitos, anda requebrando mujeres.

En Villers-Cotterets escribió al cardenal lo que sigue:

Señor: ya puedo ofrecer a Vuestra Eminencia un hombre que vale por veinte. Parto para Blois, pues el conde de la Fère vive en las inmediaciones de esta ciudad, en el castillo de Bragelonne.

Con esto se encaminó hacia Blois, hablando con Planchet, que le servía de gran distracción en aquel viaje.

Capítulo XV
Dos ángeles

A pesar de que el viaje era largo, D’Artagnan lo emprendió sin cuidado, porque no ignoraba que los caballos habían tomado fuerzas en los bien provistos pesebres de las caballerizas del señor de Bracieux.

Ya hemos dicho que para aminorar el fastidio del camino, el amo y el criado marchaban juntos amistosamente. D’Artagnan se había despojado poco a poco de su carácter, y Planchet había perdido completamente sus hábitos de lacayo. El camastrón que Planchet había echado muchas veces de menos, desde que era paisano, las abundantes comidas que solía disfrutar gratis, cuando permanecía en el servicio, así como el roce con los caballeros, y persuadido de que tenía algún mérito personal, se sentía en cierto modo humillado, desde que no alternaba sino con gente de modesta condición.

Con estas disposiciones no tardó en ascender a la categoría de confidente de aquel a quien todavía daba el nombre de amo. Hacía muchos años que D’Artagnan no se expansionaba con nadie, y tenía necesidad de alguna expansión.

Además, Planchet no era un compañero de aventuras enteramente vulgar: sabía dar buenos consejos; sin buscar el peligro lo arrostraba valerosamente en caso de necesidad, como había demostrado al mismo D’Artagnan en varias ocasiones; había sido soldado, y las armas ennoblecen, y aunque por de pronto no fuera del todo necesario al mosquetero, tampoco le era inútil. Estas razones hicieron que, al entrar en la provincia de Blois, fuesen como dos íntimos amigos.

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