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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (10 page)

D’Artagnan prosternóse de rodillas como los demás, recibió también su bendición e hizo la señal de la cruz; pero en el momento en que Bazin pasaba por delante de él con los ojos levantados al cielo y yendo humildemente el último, le tiró de la extremidad del hábito.

Bazin bajó los
ojos
y dio un salto hacia atrás como si hubiera visto una serpiente.

—¡El señor de D’Artagnan! —exclamó—.
¡Vade retro, Satanás!

—Está bien, amigo Bazin —dijo el oficial riéndose—; ¿de ese modo recibís a un antiguo amigo?

—Señor mío —contestó Bazin—, los verdaderos amigos de un cristiano son los que le ayudan a salvarse, y no los que se lo estorban.

—No os entiendo, Bazin —dijo D’Artagnan—, y no veo en qué puedo haber suscitado obstáculos a vuestra salvación.

—Olvidáis —dijo Bazin—, que estuvisteis a punto de imposibilitar Para siempre la de mi pobre amo, y que no ha consistido en vos el que no se condenase prosiguiendo la vida de mosquetero, cuando su vocación le inclinaba tan fervorosamente a la iglesia.

—Querido Bazin —contestó D’Artagnan—, por el sitio en que me halláis podéis conocer que he variado mucho. Con la edad se adquiere juicio, y persuadido de que vuestro amo está en camino de salvación, vengo a que me digáis dónde se encuentra, para que con sus consejos me ayude a salvarme también.

—Decid mejor que venís a llevárosle otra vez al mundo. Afortunadamente —añadió Bazin—, no sé dónde está: no me atrevería a mentir en este sagrado recinto.

—¡Cómo! —exclamó D’Artagnan, a quien se le cayó el alma a los pies con esta respuesta—. ¿No sabéis dónde está Aramis?

—¡Aramis! —dijo Bazin—. Aramis era su nombre de perdición: Aramis es anagrama de Simara, que es como se llama un demonio, y mi señor ha abandonado para siempre ese nombre.

—Por lo tanto —dijo D’Artagnan resuelto a llevar a término su paciencia—, no pregunto por Aramis, sino por el señor Herblay. Ea, pues, amigo Bazin, decidme dónde está.

—¿No habéis oído, caballero, que no lo sé? —Cierto; pero a eso contesto yo que es imposible.

—Pues es cierto, caballero, la verdad pura, una verdad evangélica.

D’Artagnan vio claramente que no sacaría partido de Bazin; conocía que mentía, pero mentía con tanto empeño, con tanta firmeza, que era fácil conocer que no se retractaría.

—Está bien, Bazin —dijo D’Artagnan—; ya que no sabéis dónde vive vuestro amo, no se hable más palabra; separémonos como amigos y tomad este medio doblón para echar un trago a mi salud.

—No lo gasto, señor —dijo Bazin apartando majestuosamente la mano del oficial—; eso es bueno para los seglares.

—¡Incorruptible! —murmuró D’Artagnan—. ¡Cuidado que soy desgraciado!

Y distraído en sus reflexiones soltó el ropaje de Bazin; éste se aprovechó de la libertad que se le daba para tocar retirada y no paró hasta la sacristía, cuya puerta creyó preciso cerrar para ponerse enteramente a cubierto.

D’Artagnan se había quedado inmóvil, pensativo, y contemplaba con fijeza la puerta, tras la cual se había parapetado Bazin, cuando sintió que le tocaban ligeramente.

Volvió la cabeza, e iba a prorrumpir en una exclamación de admiración, cuando la persona que le había tocado con la extremidad del dedo, llevó el mismo dedo a los labios, imponiéndole silencio.

—¡Vos aquí, amigo Rochefort! —elijo D’Artagnan a media voz.

—¡Silencio! —respondió Rochefort—. ¿Sabíais que estuviese en libertad?

—Por buen conducto.

—¿Por cuál?

—Por Planchet.

—¡Cómo! ¿Por Planchet?

—Justamente; él fue quien os libertó.

—¿Planchet? En efecto, creí reconocerle. Eso prueba, amigo mío, que siempre es útil hacer un favor.

—¿Y qué deseáis hacer aquí? —preguntó D’Artagnan.

—Vengo a dar gracias a Dios por mi feliz excarcelación —dijo Rochefort.

—¿Y a qué más? Porque presumo que no traeréis ese solo objeto.

—A tomar órdenes del coadjutor, para ver si damos un disgusto a Mazarino.

—¡Cuidado no volváis otra vez a la Bastilla!

—Haré todo lo posible por evitarlo. ¡Sabe tan bien el aire libre, que ahora mismo voy a dar un paseo por el campo, a hacer un viaje a las provincias!

Y al decir esto, Rochefort respiraba con toda la potencia de sus pulmones.

—Yo también pienso hacer lo mismo —dijo D’Artagnan.

—¿Es imprudencia preguntaros adónde vais?

—A buscar a mis amigos.

—¿Qué amigos?

—Los mismos por quienes me preguntabais ayer.

—¿Athos, Porthos y Aramis? ¿De modo que los buscáis?

—Sí.

—¿De veras?

—¿Qué tiene de singular?

—Nada. Es chistoso. ¿Y de parte de quién los buscáis?

—¿No lo sospecháis?

—Sí, ciertamente.

—Desgraciadamente, no sé dónde se encuentran.

—Si esperáis ocho días os daré noticias suyas.

—Es mucho tiempo. Los necesito antes de tres días.

—El plazo es breve y Francia es muy grande —dijo Rochefort.

—No importa. La voluntad puede mucho.

—¿Cuándo vais a comenzar vuestras pesquisas?

—Ya he principiado.

—Pues, buena suerte.

—Y a vos, feliz viaje.

—Quizá nos encontraremos por esos caminos.

—No es fácil.

—¿Quién sabe? ¡La casualidad es tan caprichosa!

—Adiós.

—Hasta la vista… ¡Ah! Si Mazarino os habla de mí, decidle de mi parte que pronto le haré saber que no soy tan viejo, ni estoy tan inútil como él piensa.

Rochefort se alejó con una de aquellas sonrisas diabólicas que muchas veces habían estremecido a D’Artagnan en otro tiempo; pero entonces la miró sin zozobra y sonrió a su vez melancólicamente, pensando en los años que habían pasado.

—Anda, diablo —dijo—, haz lo que quieras. Ya nada me importa. No hay otra Constanza en el mundo.

Al volver la cabeza, vio D’Artagnan a Bazin, que habíase despojado de su traje eclesiástico y hablaba con el sacristán, a quien el gascón se había dirigido al entrar en la iglesia. Bazin parecía muy agitado, porque gesticulaba extremadamente, y de sus ademanes dedujo D’Artagnan que encargaba al otro la mayor discreción. El gascón aprovechó aquellos segundos para salir de la catedral, y fue a apostarse en una esquina de la calle de Canettes, de modo que pudiera ver a Bazin sin que él le viese.

Cinco minutos tardó el bedel en presentarse mirando a todos lados para observar si le espiaban, y como D’Artagnan estaba escondido detrás de la esquina no pudo verle. Entonces tomó Bazin la calle de Nuestra Señora, y D’Artagnan siguióle a alguna distancia, viéndole pasar por la calle de la Judería y entrar en una casa de buen aspecto de la plaza de Calandre. Aquella supuso el gascón que era la vivienda de Bazin.

Renunció a pedir informes, pensando que si la casa tenía portero ya estaría prevenido, y si no lo tenía no sabría a quién preguntar. Prefirió entrar en una pobre taberna que había en la misma plaza, esquina a la calle de San Eloy, y pidió un vaso de hipocrás. Para preparar esta bebida se necesitaba por lo menos media hora, y en este tiempo podía, sin provocar sospechas, espiar al bedel.

Había en la taberna un muchacho de doce a quince años, que parecía listo, y a quien D’Artagnan recordaba haber visto antes en la iglesia en traje de niño de coro. Le interrogó, y como el chico no tenía interés en mentir, le dijo que desde las seis hasta las nueve de la mañana ejercía aquellas funciones, y desde las nueve hasta las doce, las de mozo de taberna.

Durante este diálogo llevaron un caballo ensillado a la puerta de casa de Bazin, el cual bajó en seguida.

—¡Hola! —dijo el muchacho—. Ya está de viaje nuestro bedel.

—¿Adónde va? —preguntó D’Artagnan.

—No lo sé.

—Te doy medio doblón si lo averiguas.

—¿Para mí? —dijo el muchacho con alegría—. ¿Por averiguar dónde va el señor Bazin? ¿No me engañáis?

—Palabra de honor. Mira, aquí está el medio doblón.

Y le enseñó, sin dársela, la moneda tentadora.

—Voy a preguntárselo.

—De este modo no lo sabrás —dijo D’Artagnan—; espera a que se marche y luego averigua: ingéniate como puedas, el dinero aquí está.

Y se lo volvió a meter en el bolsillo.

—Ya entiendo —dijo el muchacho con una sonrisa propia de los pillos de París—; está bien, esperaré.

No hubo que aguardar mucho. Cinco minutos después echó a andar Bazin a trote corto, acelerando el paso de su cabalgadura a fuerza de paraguazos.

Era costumbre antigua de Bazin llevar un paraguas en lugar del látigo cuando montaba a caballo.

Cuando dobló la esquina de la calle de la Judería echó a correr el chico tras él como un perro perdiguero.

D’Artagnan volvió a ocupar su asiento en la mesa, plenamente convencido de que antes de diez minutos sabría lo que quería.

En efecto, antes de que transcurrieran, volvió el muchacho.

—¿Qué hay? —dijo D’Artagnan.

—Que ya está averiguado.

—¿Y adónde va?

—¿Por supuesto que el medio doblón es para mí?

—Por supuesto; contesta.

—A ver, prestádmele, no sea falso.

—Ahí está.

—Patrón —dijo el muchacho—, el señor quiere cambio.

El dueño de la taberna, que permanecía en el mostrador, tomó la moneda y dio su equivalencia en piezas de menos valor.

El chico se metió el dinero en el bolsillo.

—Ahora me dirás adónde ha ido —dijo D’Artagnan, que había presenciado toda esta operación con una sonrisa.

—Ha ido a Noisy.

—¿Cómo lo has sabido?

—Con poco trabajo. Conocí el caballo por ser de un carnicero que lo alquila algunas veces al señor Bazin. Me figuré que el carnicero no lo habría prestado sin saber para dónde, a pesar de que el señor Bazin no sea capaz de dar muchos trotes a un caballo.

—Y te ha contestado que el señor Bazin…

—Iba a Noisy. Parece que acostumbraba hacer ese viaje dos o tres veces a la semana.

—¿Sabes tú que pueblo es ése?

—Ya lo creo, como que allí vive mi nodriza.

—¿Hay algún convento?

—¡Y magnífico! Un convento de jesuitas.

—¡Bravo! —exclamó D’Artagnan—. No cabe duda.

—¿Conque estáis satisfecho?

—Sí; ¿cómo te llamas?

—Friquet.

D’Artagnan apuntó en su cartera el nombre del muchacho y las señas de la taberna.

—Decid, caballero —preguntó el chico—, ¿habrá que ganar algún otro dobloncejo?

—Puede ser —contestó D’Artagnan.

Y enterado ya de lo que deseaba averiguar, volvió a la calle de Tiquetonne.

Capítulo IX
De cómo yendo D’Artagnan a buscar a Aramis muy lejos, vio que Planchet lo conducía a la grupa

Cuando volvió a su casa D’Artagnan encontró a un hombre sentado junto al hogar: era Planchet; pero Planchet tan bien metamorfoseado, gracias a los harapos que había dejado el esposo de la patrona en su fuga, que le costó trabajo reconocerle. Magdalena se lo presentó delante de todos los mozos; Planchet dirigió al oficial una escogida frase de flamenco; el oficial le respondió con algunas palabras que no pertenecían a ningún idioma, y con esto quedó cerrado el trato. El hermano de Magdalena entraba al servicio de D’Artagnan.

Este tenía, por fin, formado su plan; no quería ir de día a Noisy para no ser reconocido, y por lo tanto tenía tiempo a su disposición, pues Noisy dista sólo de París unas tres o cuatro leguas por el camino de Meaux.

Lo primero que hizo fue almorzar suculentamente, lo cual puede ser un mal principio cuando se trata de trabajar de cabeza, pero es una buena precaución para todo trabajo corporal; en seguida se mudó de traje, temiendo que inspirase desconfianza su casaca de teniente de mosqueteros; luego escogió la espada más sólida entre las que tenía; espada que sólo sacaba en las grandes ocasiones; y luego, a eso de las dos, mandó ensillar los caballos, y salió por la barrera de la Villete, seguido de Planchet. En la casa próxima a la fonda de la Chevrette se continuaba haciendo las más activas diligencias para encontrar a éste.

Viendo D’Artagnan que llevado de su intranquilidad había emprendido muy temprano su marcha, se detuvo a legua y media de París Para dejar respirar a los caballos; la posada estaba llena de personas de catadura bastante sospechosa, que tenían trazas como de estar fraguando alguna expedición nocturna. Un hombre envuelto en su capa presentó en la puerta, pero viendo a un desconocido entre los concurrentes, hizo un ademán, a cuya señal salieron dos y pusiéronse a conversar con él.

D’Artagnan se acercó con indiferencia al ama de la casa, alabó la calidad de su vino, que era del peor de Montreuil, hizo algunas preguntas respecto a Noisy, y averiguó que no había en el pueblo más que dos casas de buena apariencia; una de ellas era del arzobispo de París, y estaba ocupada a la sazón por su sobrina la duquesa de Longueville; la otra era un convento de jesuitas, y según costumbre, era propiedad de los ilustres padres. No había lugar a equivocarse.

A las cuatro prosiguió D’Artagnan su viaje, caminando al paso, porque no quería llegar hasta que no hubiera cerrado la noche; pero cuando se camina al paso, a caballo, en un día de invierno, con tiempo nublado y por un país nada notable, lo mejor que se puede hacer es entregarse a la meditación. D’Artagnan, por consiguiente, meditaba, y Planchet también, sólo que sus reflexiones eran de especie diferente, como va a ver muy pronto el lector.

Una palabra de la huésped dio una dirección particular a los pensamientos de D’Artagnan; esta palabra era el nombre de la señora de Longueville.

En efecto, la señora de Longueville reunía cuanto es menester para hacer meditar a un hombre; era una de las más encopetadas señoras del reino, y una de las más hermosas mujeres de la corte. Casada con el anciano duque de Longueville, a quien no quería, había pasado primeramente por querida de Coligny, quien murió batiéndose por ella con el duque de Guisa, en la Plaza Real. Después díjose que tenía una amistad sobrado estrecha con el príncipe de Condé, su hermano, de lo cual no dejaron de escandalizarse las almas timoratas de la corte, mas se añadía que luego sucedió a esta amistad un rencor de los más profundos, y en aquel momento se atribuían a la duquesa de Longueville relaciones políticas con el príncipe de Marsillac, primogénito del duque de Rochefoucault, al cual deseaba convertir en enemigo del príncipe de Condé, su hermano.

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