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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (5 page)

Rochefort sacudió la cabeza.

—No faltan, señor —repuso—, pero no sabéis buscarlos.

—¿Qué queréis decir con eso? Explicaos francamente, Rochefort, vos que debéis haber aprendido mucho con el trato del finado cardenal. ¡Era tan profundo aquel hombre!…

—¿Me permite, señor, que moralice un poco?

—Con mucho gusto.

—Pues bien: en la pared de mi calabozo hay un proverbio escrito con un clavo.

—¿Qué proverbio es? —preguntó Mazarino.

—El siguiente, señor: «A tal amo…

—… tal criado»; ya lo conozco.

—No, señor, «tal servidor». Es una ligera variante que las personas leales de que os hablaba hace poco han introducido.

—¿Y qué quiere decir ese proverbio?

—Que el cardenal de Richelieu supo encontrar por docenas servidores adictos y leales.

—¿Él? ¿Él, que era blanco de todos los odios… que pasó la vida en defenderse de los golpes que de todas las partes le asestaban?

—Pero al fin se defendió, a pesar de que los golpes eran terribles, y eso consistía en que si tenía muchos y terribles enemigos, no eran menos, ni despreciables sus amigos.

—Pues eso es lo que yo deseo.

—He conocido hombres —continuó Rochefort creyendo llegada la oportunidad de cumplir a D’Artagnan su promesa— que burlaron con su astucia la sagacidad del cardenal, y derrotaron con su valor a todos sus agentes; hombres que sin posición, sin crédito, conservaron la corona a una augusta persona y obligaron a pedir gracia al cardenal.

Contento Mazarino de ver llegar a Rochefort al punto que él deseaba, le dijo:

—Pero esos hombres no eran adictos al cardenal, puesto que luchaban contra él.

—Es claro, y por eso fueron tan mal recompensados.

—¿Y vos, cómo sabéis todas esas cosas?

—Porque en aquella época, esos hombres eran adversarios míos; lucharon contra mí, les hice todo el mal que pude, y me pagaron con la misma moneda: uno de ellos, con el cual tuve que habérmelas más particularmente, me dio hace siete años una estocada, que es la tercera que recibía de su mano… y el saldo de una deuda antigua.

—¡Ah! —exclamó Mazarino aparentando la mayor candidez—. ¡Si yo conociera hombres de ese temple!…

—Pues hace seis años, señor, que tenéis uno a vuestra puerta y no se os ha ocurrido emplearle.

—¿Quién es?

—M. de D’Artagnan.

—¡Ese gascón! —dijo Mazarino simulando sorpresa.

—Ese gascón salvó la vida a una reina e hizo contestar al cardenal Richelieu que en materia de astucia no era más que un niño de teta.

—¿Es cierto?

—Sin duda ninguna.

—Contadme eso, amigo Rochefort.

—No puedo, señor.

—Entonces me lo contará él mismo.

—Lo dudo.

—¿Por qué?

—Porque es un secreto.

—¿Y realizó esa empresa él solo?

—No, señor, tenía tres amigos, tres hombres valientes que le ayudaban a todo trance.

—¿Y decís que esos hombres estaban bien unidos?

—Parecía que no formaban más que uno, no tenían más que una sola voluntad y un solo corazón.

—Habéis excitado mi curiosidad de tal suerte, que quisiera que me contarais esa historia.

—Ya os he dicho, señor, que me es imposible; pero si me lo permitís os contaré un cuento.

—Decid, yo soy muy aficionado a los cuentos.

—¿Lo queréis? —preguntó Rochefort, procurando descubrir una intención en aquel rostro disimulado y astuto.

—Sí.

—Pues escuchad… Érase una reina… muy poderosa, la reina de una de las primeras naciones del mundo, a quien un ministro odiaba a muerte… por haberla querido antes demasiado. No os canséis, monseñor, porque no adivinaréis de quién hablo, y todo esto aconteció mucho antes de que llegaseis vos a la nación en que reinaba aquella señora. Sucedió que habiéndose presentado en la corte un embajador tan valiente, tan espléndido y elegante que todas las damas volvíanse locas por él, la misma reina, en memoria sin duda de lo bien que había manejado sus asuntos diplomáticos, tuvo la imprudencia de regalarle una joya tan valiosa que no podía ser reemplazada por ninguna otra. Como esta joya la había recibido la reina de su esposo, el ministro pidió al rey que se exigiese de su esposa que se presentara adornada con ella en un baile que iba a darse próximamente. Creo inútil deciros, señor, que el ministro sabía con entera seguridad que la joya se la había llevado el embajador y que éste se hallaba muy lejos, separado hasta por el mar, de la reina. La ilustre señora estaba perdida, y sólo un milagro podía salvarla.

—Indudablemente.

—Pues este milagro lo hicieron cuatro hombres que no eran ni príncipes, ni grandes, ni poderosos, ni siquiera ricos: no eran más que cuatro soldados valientes y sagaces. Partieron en busca de la joya, y el ministro, que lo supo, situó en el camino gentes que impidieran su viaje. Tres fueron puestos fuera de combate en las diferentes emboscadas que se les tenía dispuestas: uno sólo llegó al puerto, mató e hirió a los que intentaron detenerle, pasó el mar y trajo su joya a la reina, que pudo lucirla el día designado, lo cual, por cierto, estuvo a punto de costar el poder al ministro. ¿Qué os parece mi cuento?

—Hermoso —dijo Mazarino pensativo.

—Pues lo menos podría contaros diez como ese.

Mazarino estaba entregado a sus meditaciones.

Los dos pasaron en silencio cinco o seis minutos.

—¿No tenéis nada que preguntar, señor? —dijo Rochefort después de una pausa.

—¿Y era D’Artagnan uno de esos cuatro?

—Fue el que dirigió la empresa y el que la llevó a término.

—¿Y quiénes eran los otros?

—Permitidme, señor, que deje a M. D’Artagnan el cuidado de revelaros sus nombres. Eran amigos suyos, y sólo él podrá tener alguna influencia sobre ellos: yo desconocía hasta sus verdaderos nombres.

—Veo, caballero Rochefort, que desconfiáis de mí, y sin embargo, si he de hablar francamente, necesito de vos, de él, de todo el mundo.

—Principiemos por mí, señor, puesto que me habéis hecho venir y me tenéis en vuestra presencia; luego podréis ocuparos de los otros. Me parece que no extrañaréis mi curiosidad, pero cuando uno lleva cinco años de prisión, está impaciente por saber lo que ha de ser de él en lo sucesivo.

—Vos lograréis el cargo de más confianza, mi querido Rochefort. Iréis a Vincennes, donde se halla preso el señor de Beaufort, a quien deseo que vigiléis… ¿Qué es eso? ¿Qué os sucede?

—Señor —respondió Rochefort con desaliento—, lo que me proponéis es imposible.

—¿Y por qué?

—Porque ese caballero es amigo querido, o por mejor decir, yo lo soy suyo. ¿Olvidáis que él fue quien respondió de mí a Su Majestad?

—¿Y a esto llamáis estar dispuesto a servirme? No os comprometeréis mucho con vuestra adhesión.

—Comprender, señor, que salir de la Bastilla para entrar en Vincennes, no es más que cambiar de prisión —repuso Rochefort.

—Decid mejor que pertenecéis al partido de Beaufort, tendréis al menos el mérito de la franqueza.

—Señor, he estado tanto tiempo encerrado, que no pertenezco a otro partido que al del aire libre. Empleadme en cualquier otra cosa. Dadme comisiones activas, que precisen energía, audacia, y si es posible que sean en campo raso.

—La voluntad os engaña, amigo Rochefort —dijo Mazarino—. Sentís latir en vuestro pecho el mismo corazón que cuando teníais veinte años, y os parece que no habéis pasado de aquella edad. Pero si os hallarais en el caso que deseáis os faltarían las fuerzas. Ahora necesitáis tranquilidad, reposo…

Y dijo cambiando de tono:

—¡Hola!

—¿No determináis nada acerca de mí, señor?

—Al contrario, ya he determinado.

En aquel momento entró Bernouin.

—Llamad a un portero —le dijo Mazarino.

Y añadió en voz baja:

—No te vayas muy lejos.

Entró el portero, y Mazarino le entregó un papel donde había escrito rápidamente algunos renglones. Luego saludó a Rochefort, diciéndole:

—Adiós, caballero.

Veo, señor, que me volvéis a la Bastilla —dijo Rochefort.

—Tenéis mucha penetración.

—¡Cómo ha de ser! Pero os aseguro que no andáis acertado en no serviros de mí.

—¿De vos? ¿Del amigo de mis enemigos?

—Debisteis hacerme antes enemigo suyo.

—¿Creéis que no hay en el mundo más hombres que vos? Estáis engañado. Yo encontraré otros que valgan tanto.

—Me alegraré mucho.

—Gracias. Podéis marcharos… ¡Ah!… y no os canséis en escribirme más, porque todo será en vano.

—Pues señor —pensaba Rochefort retirándose—, sólo para D’Artagnan ha sido provechosa esta conferencia… Pero ¿a dónde diantre me llevan?

Esta pregunta la motivó el ver que le guiaban por la escalera pequeña, en lugar de llevarle por la antecámara, donde esperaba D’Artagnan. Al llegar al patio encontró el carruaje y los cuatro hombres de escolta, pero inútilmente buscó a su amigo.

—¡Hola! —pensó para sí—. Esto varía de especie, y si ahora encontramos grupos de paisanos, yo haré conocer a Mazarino que gracias a Dios, sirvo para más que para espiar a un prisionero.

Y saltó al carruaje con tanta agilidad como si tuviera veinticinco años.

Capítulo IV
Ana de Austria a la edad de cuarenta y seis años

Una vez solo con Bernouin, Mazarino estuvo pensativo algunos momentos. Sabía ya mucho de lo que deseaba, pero aún no sabía lo bastante. Mazarino, según ha referido Brienne a las generaciones futuras, era tramposo en el juego, y a esto llamaba tomar ventajas. Aplicando esta cualidad a la política, no deseaba entablar su partida con D’Artagnan, hasta no conocer bien todas las cartas del gascón.

—¿Se ofrece algo, señor? —preguntó Bernouin.

—Sí, alumbra que voy al cuarto de la reina.

Bernouin cogió una bujía y salió adelante.

Había un corredor secreto que conducía desde las habitaciones de Mazarino hasta las de la reina, por el cual pasaba el cardenal a cualquier hora que deseaba ver a Ana de Austria.
[2]

Al llegar al dormitorio en que terminaba aquel pasadizo, halló Bemouin a madame Beauvais. Esta y Bernouin eran los confidentes íntimos de aquellos antiguos amores legitimados por la Iglesia y la señora se encargó de anunciar a Ana de Austria, que estaba en su oratorio con el niño Luis XIV, la visita de Mazarino.

La reina, sentada en un sillón, teniendo el codo apoyado sobre una mesa y la cabeza recostada, estaba mirando a su augusto hijo, que echado sobre la alfombra hojeaba un hermoso libro de estampas. Ana de Austria era la reina que con más majestad sabía aburrirse, y pasaba horas enteras en su cuarto o en su oratorio sin rezar ni leer.

El libro con el cual jugaba el rey era un Quinto Curcio, ilustrado eón grabados que representaban las hazañas de Alejandro.

Madame Beauvais presentóse en la puerta y anunció a Mazarino.

El niño se incorporó sobre una rodilla, frunció las cejas y dijo mirando a su madre:

—¿Por qué pasa de ese modo, sin pedir antes audiencia? —Ana de Austria se ruborizó ligeramente.

—Es de gran importancia —dijo— en estos días que un primer ministro pueda venir a todas horas a darme cuenta de lo que ocurre, sin excitar la curiosidad o los comentarios de la corte.

—Creo que el cardenal Richelieu no entraba de ese modo —respondió el niño con esa insistencia propia de su edad.

—¿Cómo podéis tener presente lo que hacía el cardenal Richelieu, cuando entonces erais tan pequeño?

—No es que me acuerde, pero lo he preguntado y me lo han manifestado.

—¿Quién os lo ha dicho? —preguntó Ana de Austria sin poder contener su mal humor, ni siquiera disfrazarlo, dado que lo intentase.

—Sé que nunca he de nombrar a los que me dicen lo que les pregunto, porque entonces no sabría nada.

En aquel momento entró Mazarino. El rey se levantó inmediatamente, tomó el libro, lo cerró y lo dejó sobre la mesa, quedándose en pie junto a ella para obligar a Mazarino a permanecer del mismo modo.

El ministro examinaba con su mirada investigadora toda aquella escena, procurando explicarse por ella lo que había sucedido anteriormente.

Se inclinó respetuosamente ante la reina e hizo al rey una gran reverencia, a la que él contestó con una desdeñosa inclinación de cabeza: una mirada de su madre reprochó al joven rey aquellos sentimientos de odio que desde la niñez sintió contra Mazarino, y concedió al ministro una sonrisa.

Ana de Austria procuraba conocer en el semblante del recién llegado la causa de aquella inesperada visita, pues el cardenal no solía ir a las habitaciones de la reina hasta que todos habíanse retirado.

Mazarino hizo una señal imperceptible de cabeza, y ésta dijo entonces a madame Beauvais:

—Ya es hora de que el rey se acueste; llamad a Laporte.

Era ya la tercera vez que Ana de Austria había dicho a su hijo que se retirase, pero éste había insistido cariñosamente en quedarse; en presencia del cardenal no dijo una palabra, pero cambió de color y se mordió los labios.

Un momento después entró Laporte. Luis XIV se fue derecho a él sin abrazar antes a su madre.

—¿Qué es eso, Luis? —dijo ésta—. ¿No me abrazáis?

—Me parecía que estabais disgustada conmigo, señora: como me echáis…

—No os echo; pero acabáis de pasar el sarampión, y temo que el acostaros tarde os haga daño estando todavía convaleciente.

—No temíais eso esta mañana, cuando me habéis hecho ir al Parlamento a dar esos fatales decretos que tanto han disgustado al pueblo.

—Señor —dijo Laporte para cambiar de conversación—; ¿a quién quiere Vuestra Majestad que entregue la bujía?

—A quien gustéis, en no siendo a Mancini.

Este era un sobrino del cardenal, que Mazarino había colocado al lado del rey, y a quien Luis XIV hacía extensivo el aborrecimiento que profesaba al ministro.

Y el rey salió sin abrazar a su madre y sin saludar al cardenal.

—Mucho me alegro —dijo Mazarino—, de saber que se educa al rey imbuyéndole sentimientos de aversión al disimulo.

—¿Por qué decís eso? —preguntó la reina casi tímidamente.

—Creo que la despedida del rey no necesita comentarios. Por lo demás, aun cuando Su Majestad no se tome gran molestia en disimular el poco afecto que me profesa, eso no impide que me consagre enteramente a su servicio, lo mismo que al de Vuestra Majestad.

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