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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (2 page)

A pesar de que ya el rey había vuelto a Palacio, las tropas permanecieron en sus puestos por miedo a que cuando se supiese el resultado de la sesión del Parlamento estallase alguna asonada. Y en efecto, en cuanto comenzó a cundir el rumor de que el rey, lejos de disminuir las cargas las había aumentado, formáronse grandes grupos, y se oyeron por todas partes los gritos de: «¡Muera Mazarino! ¡Viva Broussel! ¡Viva Blancmesnil!». Porque el pueblo ya sabía que éstos eran los que habían abogado por él, y no dejaba de agradecerles su interés, por más que hubiese sido infructuoso.

Se trató de disolver los grupos y ahogar aquellas voces; pero como sucede muchas veces en semejantes casos, los grupos aumentaron y las voces se hicieron cada vez más amenazadoras. Acababa de darse orden a los guardias del rey y a los suizos, no sólo de mantenerse en sus puestos, sino de destacar algunas patrullas por las calles de San Dionisio y San Martín, donde el desorden era mayor, cuando anuncióse en el Palacio Real la llegada del preboste de los mercaderes.

Introducido inmediatamente, manifestó que si no cesaban aquellas demostraciones de fuerza por parte del gobierno, en dos horas se pondría en armas a la población de París.

Estaban deliberando sobre lo que convendría hacer, cuando entró Comminges, teniente de guardias, con el traje destrozado y el rostro lleno de sangre. Al verle entrar, la reina dio un grito y preguntó qué acontecía.

La previsión del preboste se había cumplido en parte, pues los ánimos empezaban a exasperarse con la vista de las tropas. Algunos alborotadores se habían apoderado de las campanas y tocaban a rebato. Comminges quiso demostrar energía, y haciendo arrestar a uno que parecía cabeza de motín, mandó que para hacer un escarmiento lo ahorcasen en la cruz del Trahoir. Disponíanse los soldados a cumplir esta orden; pero al llegar al Pósito fueron atacados por la multitud con piedras y alabardas, y el preso, aprovechando el tumulto, huyó por la calle de Tiquetonne, refugiándose en una casa.

Los soldados forzaron la puerta, pero inútilmente, pues no lograron dar con el fugitivo. Comminges dejó un piquete en la calle, y con el resto de su fuerza fue al Palacio Real para dar cuenta a la reina de lo que sucedía. En todo el camino fue perseguido con gritos y amenazas; muchos de sus soldados habían sido heridos, a él mismo habíanle partido una ceja de una pedrada.

La relación de Comminges venía a confirmar lo manifestado por el preboste de los mercaderes, y como las circunstancias no permitían hacer frente a un levantamiento serio, el cardenal hizo decir que las tropas habían sido situadas en los muelles y el Puente Nuevo, sólo con motivo de la ceremonia del día, y que al instante iba a retirarse: efectivamente, a eso de las cuatro de la tarde se concentraron todos hacia el Palacio Real, situóse un destacamento en la barrera de Sergens, otro en la de Quinze-Vingts y otro en la altura de San Roque. Se llenaron los patios y pisos bajos de suizos y mosqueteros, y se decidió esperar los acontecimientos.

A esta altura se encontraban los sucesos cuando introdujimos al lector en la habitación del cardenal Mazarino, que antes había pertenecido a Richelieu. Ya hemos visto en qué situación de ánimo escuchaba los clamores del pueblo y el eco de los tiros que llegaban hasta él.

De repente levantó la cabeza con las cejas medio fruncidas, cual un hombre que ha tomado una resolución, fijó los ojos en un enorme reloj que iba a dar las seis, y tomando un pito de oro que había sobre la mesa, silbó dos veces.

Abrióse silenciosamente una puerta oculta detrás de la tapicería, y un hombre vestido de negro se adelantó, quedándose en pie detrás del sillón que ocupaba el cardenal.

—Bernouin —dijo el cardenal, sin volver siquiera la cabeza, pues habiendo dado dos silbidos, sabía que sería su ayuda de cámara—, ¿qué mosqueteros están de guardia en palacio?

—Los mosqueteros negros, señor.

—¿Qué compañía?

—La de Tréville.

—¿Está en la antecámara algún oficial de esa compañía?

—El teniente D’Artagnan.

—¿Creo que ése es de los buenos?

—Sí, señor.

—Traedme un uniforme de mosquetero, y ayudadme a vestir.

El ayuda de cámara salió, y un momento después, volvió con el deseado uniforme de mosquetero.

El taciturno cardenal comenzó a quitarse el traje de ceremonia que se había puesto para asistir a la sesión del Parlamento, y a ponerse la casaca de mosquetero, que llevaba con soltura gracias a sus antiguas campañas de Italia. Cuando estuvo vestido dijo:

—Id a llamar a M. D’Artagnan.

Y el criado salió esta vez por la puerta del centro; pero siempre tan taciturno, que más bien que un hombre parecía una sombra.

Luego que Mazarino quedó solo, se miró con satisfacción al espejo. No era viejo todavía, pues apenas contaba cuarenta y seis años: su estatura era algo menos que mediana; pero su cuerpo estaba bien formado, tenía el cutis fresco, la mirada llena de fuego, la nariz grande pero bien proporcionada, la frente ancha y franca, los cabellos castaños y algo crespos, la barba más oscura que los cabellos, y siempre rizada, lo cual le favorecía mucho. Se puso el tahalí; examinó con complacencia sus manos, que eran lindas, y las cuidaba esmeradamente, arrojó unos guantes de gamuza que eran los que correspondían al uniforme, y se puso otros de seda.

En aquel instante, volvió a abrirse la puerta.

—M. D’Artagnan —dijo el ayuda de cámara.

Y se presentó un oficial.

Era éste un hombre de cuarenta años, pequeño de cuerpo, pero bien formado, delgado, de ojos expresivos: tenía la barba negra y los cabellos entrecanos, como sucede generalmente al que ha pasado una vida muy agitada, principalmente si es moreno.

D’Artagnan dio cuatro pasos en el gabinete, que ya conocía por haber estado en él una vez, cuando vivía el cardenal Richelieu, y viendo que no había más que un mosquetero de su compañía, puso en él la vista, pero al momento reconoció al cardenal.

Entonces se detuvo en actitud respetuosa y digna, como convenía a un hombre de alguna condición, que había tenido en su vida frecuentes ocasiones de tratar con personas de elevada categoría.

El cardenal dirigióle una mirada más bien curiosa que escrutadora, y dijo después de un momento:

—¿Sois el caballero D’Artagnan?

—El mismo, señor —contestó el oficial.

El cardenal examinó por un momento aquella cabeza de hombre inteligente, y aquel rostro cuya extremada movilidad había cambiado con los años y la experiencia; pero D’Artagnan sostuvo el examen como quien ya ha sido sondeado en otro tiempo por ojos más perspicaces que los que entonces le miraban.

—Caballero —dijo el cardenal—, vais a venir conmigo, o mejor dicho, yo voy a ir con vos.

—Estoy a vuestras órdenes, señor —respondió D’Artagnan.

—Desearía visitar por mí mismo las guardias que rodean el Palacio Real: ¿creéis que hay algún peligro?

—¿Algún peligro, señor? —preguntó D’Artagnan—. ¿Y cuál?

—Parece que el pueblo está bastante excitado.

—El uniforme de los mosqueteros del rey es generalmente respetado, y aun cuando no lo fuera, con cuatro hombres me comprometo a hacer correr a ciento de estos vagos.

—Ya habéis visto, no obstante, lo que le ha pasado a Comminges.

—El señor de Comminges pertenece a los guardias y no a los mosqueteros —contestó D’Artagnan.

—Lo cual quiere decir —repuso sonriendo el cardenal— que los mosqueteros son mejores soldados que los guardias.

—Cada uno tiene el amor de su uniforme, señor.

—Menos yo —repuso Mazarino con la misma sonrisa—, pues ya veis que he cambiado el mío por el vuestro.

—Eso es pura modestia, señor; y por mi parte os aseguro, que si tuviera el de vuestra eminencia, me daría por muy satisfecho.

—Lo creo, pero para salir esta noche entiendo que no sería el más a propósito. Bernouin, mi sombrero.

El ayuda de cámara llevó al momento un sombrero de alas anchas. El cardenal se lo puso, y volviéndose a D’Artagnan, dijo:

—¿Supongo que tendréis caballos dispuestos en las cuadras?

—Sí, señor.

—Pues bien, marchemos.

—¿Cuántos hombres hemos de llevar?

—Habéis dicho que con cuatro os comprometíais a poner en fuga a cien revoltosos; pero como pudiéramos encontrar doscientos, llevad ocho.

—Pues cuando gustéis.

—Vamos… O si no —repuso el cardenal—, mejor es por aquí. Alumbrad, Bernouin.

El criado tomó una bujía, Mazarino sacó una llavecita de su escritorio, y abriendo la puerta de cierta escalera secreta, se encontró al cabo de pocos instantes en el patio del palacio.

Capítulo II
Ronda nocturna

Algunos minutos después, salía el cardenal con su pequeña escolta por la calle de Bons-Enfants, situada detrás del teatro que Richelieu había hecho edificar para representar su tragedia
Miramo
, y en el cual Mazarino, más aficionado a la música que a la literatura, acababa de mandar poner en escena las primeras óperas que se estrenaron en Francia.

El aspecto de la ciudad presentaba todos los síntomas de una temible agitación; numerosos grupos recorrían las calles, y a pesar de la opinión de D’Artagnan sobre la superioridad de los soldados, lejos de demostrar el menor temor, sé detenían para verlos pasar en actitud burlona y algún tanto provocativa. De vez en cuando se oían murmullos que procedían del Pósito, y algunos tiros sueltos mezclábanse al sonido de las campanas, movidas a intervalos por el capricho del pueblo.

D’Artagnan continuaba su camino con la mayor indiferencia como si nada le importase todo aquello. Cuando se encontraba un grupo en la calle, echaba sobre él su caballo sin avisar siquiera, y los paisanos se apartaban y le dejaban paso, como si adivinaran la clase de hombre con quien tenían que habérselas. El cardenal envidiaba aquella serenidad que atribuía a la costumbre de correr peligros; pero no por eso dejaba de manifestar al oficial, bajo cuyas órdenes se había puesto momentáneamente, la consideración que el valor inspira siempre.

Al aproximarse a la guardia de la barrera de Sergens, dio el centinela, el ¿quién vive? D’Artagnan contestó, y habiendo preguntado al cardenal el santo y seña, que eran
San Luis
y
Rocroy
, acercóse a rendirlos.

Hecha esta formalidad, preguntó D’Artagnan si el comandante de la guardia era el señor de Comminges. El centinela le indicó un oficial que estaba a pie hablando con un jinete, con la mano sobre el cuello del caballo de su interlocutor: aquél era por quien le preguntaban.

—Allí está el señor de Comminges —dijo D’Artagnan volviendo donde estaba el cardenal.

Adelantó éste su caballo, mientras D’Artagnan se retiraba por discreción: no obstante, en el modo con que el oficial de a pie y el de a caballo se quitaron los sombreros, notó que habían conocido al cardenal.

—¡Bien, Guitaut! —dijo éste al jinete—. Veo que a pesar de vuestros sesenta y cuatro años, os conserváis siendo el mismo tan fuerte y tan robusto. ¿Qué decíais a este joven?

—Le decía, monseñor —respondió Guitaut—, que vivimos en un tiempo muy singular y que el día de hoy se parecía mucho a algunos de los del tiempo de la Liga que presencié en mi juventud. ¿Sabéis que en las calles de San Dionisio y de San Martín se intentaba nada menos que levantar barricadas?

—¿Y qué decía a eso Comminges, mi querido Guitaut?

—Señor —respondió Comminges—, le decía que para formar una Liga les faltaba una cosa que me parecía muy esencial, y es un duque de Guisa; por otra parte, las cosas no se hacen dos veces.

—No, pero harán una Fronda, como ellos dicen —replicó Guitaut.

—¿Y qué es eso de Fronda? —preguntó Mazarino.

—Señor, es el nombre que ellos dan a su partido.

—¿Y de dónde les viene ese nombre?

—Parece que el consejero Bachaumont dijo hace pocos días en el palacio, que los autores de motines se parecen a los estudiantes que se apedrean con hondas
[frondes]
en los fosos de París, y que se dispersan cuando ven al teniente civil, para volver a reunirse en cuanto pasa. Han cogido al vuelo la palabreja, como los hambrientos de Bruselas, y hácense llamar fronderos. Desde ayer todo se hace a la Fronda, el pan, los sombreros, los guantes, los manguitos, los abanicos… y si no, oíd.

En aquel momento se había abierto una ventana y un hombre asomado a ella cantaba:

Se ha levantado un viento

como de Fronda,

que contra Mazarino

dicen que sopla.

Si al fin aumenta,

es posible que traiga

fuerte tormenta.

—¡Insolente! —murmuró Guitaut.

—Señor —dijo Comminges, a quien su herida había puesto de mal humor y deseaba tomar la revancha—. ¿Deseáis que envíe una bala a ese tunante para enseñarle a cantar de falsete?

Y al decir esto, echó mano a una de las pistoleras del caballo de su tío.

—No, no —exclamó Mazarino—. ¡Diablo! amigo, que lo vais a echar a perder todo; las cosas no pueden ir mejor hasta ahora. Conozco a vuestros franceses como si todos ellos desde el primero hasta el último fuesen obra de mis manos. Ahora cantan; ya lo pagarán. Durante la Liga de que hablaba hace poco Guitaut, no se cantaba otra cosa que la misa. Vamos, Guitaut, vamos y veremos si hay tanta vigilancia en el puesto de Quinze-Vingts, como en la barrera de Sergens.

Y saludando a Comminges fue a reunirse con D’Artagnan, quien volvió a ponerse al frente de la patrulla, seguido de Guitaut y del cardenal, detrás de los cuales iba el resto de la escolta.

—Es cierto —murmuró Comminges viéndole alejarse—; me olvidaba de que a él le basta con que le paguen.

La patrulla siguió por la calle de San Honorato, dispersando los grupos, en los que no se hablaba de otra cosa que de los decretos del día: compadecían al joven rey, que arruinaba a su pueblo sin saberlo, echaban la culpa de todo a Mazarino, proponían dirigirse al duque de Orléans y al príncipe, y aplaudían a Blancmesnil y a Broussel.

D’Artagnan pasaba por entre los grupos sin ocuparse de ellos, como si él y su caballo fueran de hierro.

Mazarino y Guitaut hablaban en voz baja; y los mosqueteros, que habían conocido al cardenal, marchaban silenciosos.

De este modo llegaron a la calle de Santo Tomás de Louvre, donde estaba el puesto de Quinze-Vingts, y Guitaut llamó a un oficial subalterno, que acudió al momento.

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