Posiblemente eso se debía a que Nueva York usaba ahora un mínimo de iluminación eléctrica durante el día. Ahora que pensaba en eso, todas las tiendas habían tenido sólo el mínimo indispensable de iluminación.
Tendría que vigilar detalles como ese para no delatarse.
Había estado usando luz eléctrica en la habitación del hotel durante todo el tiempo que había trabajado en los cuentos. Afortunadamente a nadie le había llamado la atención. Pero de ahora en adelante llevaría la mesa hasta la ventana y dejaría la luz apagada excepto de noche.
Pasó por delante de un puesto de periódicos y leyó los titulares:
LA FLOTA DESTRUYE PUESTO AVANZADO ARTURIANO
GRAN VICTORIA DE LAS FUERZAS DEL SISTEMA SOLAR
Eso debería alegrarlo, pensó Keith, pero no sentía ni pena ni alegría. No podía odiar a los arturianos. Ni siquiera sabía cómo eran. Y esa guerra con Arcturus podía ser real pero a él no se lo parecía; todavía no podía creer en eso. Todo le parecía como un sueño, como una extraña pesadilla de la que se despertaría alguna vez, a pesar del hecho de que ya se había despertado cuatro veces aquí y la guerra con Arcturus aún seguía.
Se quedó pensativo mirando una vidriera de corbatas pintadas a mano. Algo lo tocó en el hombro, Keith se volvió y dio un salto hacia atrás que casi le hizo atravesar el cristal de la vidriera. Era uno de los altos, rojos y peludos Lunans.
El monstruo le dijo con voz chillona:
—Por favor, señor, ¿tendría un fósforo?
Keith tuvo ganas de echarse a reír, y sin embargo su mano temblaba mientras le entregaba una caja de cerillas y la recogía, después que el Lunan hubo encendido un cigarrillo.
—Muchas gracias —dijo el monstruo, y siguió caminando.
Keith le miró la espalda y la manera como andaba. A pesar de los grandes músculos caminaba como un hombre que atraviesa un río con el agua hasta la cintura.
La gravedad, desde luego, pensó Keith. En la Luna el monstruo tendría bastante fuerza para levantar un buey, pero aquí en la Tierra estaba encogido, apretado por una fuerza de gravedad varias veces superior a lo que estaba acostumbrado. No tenía más de dos metros y medio; en la Luna posiblemente alcanzaría los dos metros ochenta o los tres metros.
¿Pero no se decía que no había aire en la Luna? No debía ser verdad, o por lo menos no era verdad aquí. Los Lunans tenían que respirar o no podrían fumar cigarrillos. No había nadie que pudiera fumar sin respirar.
De repente (y por primera vez) algo se le ocurrió a Keith Winton. ¡Podía ir a la Luna si quería! ¡A Marte! ¡Y a Venus! ¿Y por qué no? Si estaba en un universo donde los viajes interplanetarios eran una realidad, por qué no podía él aprovecharse de esa ventaja. Un escalofrío de excitación le atravesó la columna vertebral. En los pocos días que había estado allí, no había pensado en la posibilidad de los viajes interplanetarios en relación con él mismo. Ahora, el simple pensamiento de que eso era posible lo excitaba.
No podría hacerlo inmediatamente, desde luego; eso requeriría dinero, posiblemente mucho dinero. Tendría que escribir mucho, pero ¿por qué no podría hacerlo más adelante?
Y había otra posibilidad, una vez que hubiera aprendido las costumbres lo suficiente para arriesgarse: aquellas monedas que aún conservaba. Si una moneda de veinticinco centavos escogida al azar le había proporcionado dos mil créditos, quizás una de las otras sería lo bastante rara, lo suficientemente valiosa para pagarle unas vacaciones en los planetas. Recordó de pronto que aquel barman de Greeneville había admitido que la moneda de veinticinco centavos valía más que los dos mil créditos que había dicho era todo lo que podía pagar por ella.
Tenía que haber un mercado negro en alguna parte para esas monedas. Pero podía ser peligroso, por lo menos hasta que supiera algo más acerca de todo eso.
Siguió paseando por Broadway hasta la calle Cuarenta y Seis, hasta que vio en un reloj que eran casi las doce y media. Entró en una tienda y telefoneó a Keith Winton a las oficinas de la Compañía Borden.
La voz de Winton le contestó:
—Oh, sí, señor Winston. He pensado en otra cosa de la que quería hablarle, algo que podría hacer para nosotros. ¿Me dijo que había hecho muchos reportajes?
—Sí.
—Hay una sección de reportajes que querernos publicar, y quisiera hablar con usted respecto a eso, si es que le interesa el asunto. Sólo que lo necesitamos para dentro de un día o dos. ¿Qué le parece? ¿Podría hacerlo tan pronto?
Keith dijo:
—Si puedo hacerlo, desde luego que estoy dispuesto a terminarlo para dentro de un par de días. Pero no estoy seguro. ¿De qué se trata?
—Es un poco complicado para explicarlo por teléfono. ¿Está libre esta tarde?
—Sí.
—Voy a marcharme de las oficinas en seguida. Casi no habrá tiempo para que venga aquí ¿Qué le parece si viniera a mi casa en el centro? Podemos beber algo y hablar de este asunto.
—Muy bien —dijo Keith—. ¿Cuándo y dónde?
—¿Le conviene a las cuatro? Yo estoy en la calle Gresham 318, departamento seis, en el centro. Será mejor que tome un taxi si no conoce estos lugares.
Keith sonrió, pero consiguió que su voz se mantuviera impasible.
—Creo que lo encontraré —dijo.
¡Cómo no iba a encontrarlo! Había vivido en él durante cuatro años.
Volvió a colgar el auricular y salió de nuevo a Broadway, esta vez dirigiéndose hacia el sur. Se detuvo delante de la vidriera de una agencia de viajes.
¡Vacaciones! decían los anuncios. ¡Viajes todo incluido a Marte y a Venus! ¡Un mes, 5000 créditos!
Sólo quinientos dólares, pensó. Muy barato, tan pronto como pudiera ganar lo suficiente para ahorrar esos quinientos dólares. Y era posible que el viaje le ayudara a olvidar a Betty.
De pronto sintió deseos de volver a escribir. Regresó al hotel caminando aprisa. Podía hacer unas tres horas de trabajo antes de que tuviera que acudir a su cita con Winton.
Puso papel en la máquina y empezó a trabajar en su cuarto cuento. Trabajó hasta el último minuto y luego se apresuró para alcanzar un subterráneo que lo llevara al centro.
Se preguntó qué clase de reportaje querría Keith Winton para ser escrito con tanta prisa; deseó que fuera algo que él pudiera hacer, pues eso representaba dinero rápido y seguro. Pero si el reportaje resultaba ser sobre algo que él desconocía por completo, algo como el entrenamiento de los cadetes del espacio o la vida familiar en la Luna, tendría que preparar una explicación razonable para rechazar el trabajo. Desde luego no lo rechazaría si es que había una posibilidad de que pudiera hacerlo, quizá con la ayuda de una mañana en la Biblioteca informándose sobre el tema.
Pero dedicó todo el tiempo que duró el viaje en el subterráneo y mientras andaba hasta la calle Gresham a preparar alguna excusa plausible que pudiera usar en el caso de que el artículo fuera sobre algo que no se atreviera a escribir.
El edificio le era familiar de la misma manera que el nombre Keith Winton en la casilla del correo para el departamento número 6, que estaba en la entrada al pie de las escaleras. Apretó el botón y esperó, con la mano en la puerta, hasta que la cerradura hizo un chasquido.
Keith Winton (el otro Keith Winton) estaba de pie en la puerta de su departamento; mientras Keith caminaba por el corredor.
—Entre, Winston —dijo. Se hizo a un lado y abrió completamente la puerta. Keith entró en la habitación y se detuvo de golpe.
Un hombre alto, de pelo gris y ojos de acero estaba de pie delante de la biblioteca. Tenía en la mano una automática calibre cuarenta y cinco y apuntada al botón del medio del saco de Keith.
Keith se quedó completamente inmóvil y levantó las manos poco a poco.
El hombre alto dijo:
—Mejor que lo registre, señor Winton. Desde atrás. No se ponga delante de él. Y tenga cuidado.
Keith sintió unas manos que pasaban ligeramente por encima de su cuerpo, tocándole todos los bolsillos.
Trató de que su voz se mantuviera firme y dijo:
—¿Puedo preguntar qué significa todo esto?
—No lleva pistola —dijo Winton. Dio la vuelta hasta donde Keith pudiera verlo, pero se mantuvo fuera de la línea entre Keith y la automática en la mano del hombre alto.
Se quedó quieto allí, mirando a Keith especulativamente.
—Creo que le debo una explicación, desde luego —dijo—. Y usted me debe otra. Bien, Karl Winston, si ese es su nombre, le presento al señor Gerald Slade, del W.B.I.
—Encantado de conocerlo, señor Slade —dijo Keith. ¿Qué sería, se preguntó, el W.B.l.? ¿World Bureau of Investigación? ¿La Oficina de Investigación Mundial? Parecía una buena explicación. Volvió a mirar a su anfitrión.
—¿Esta es toda la explicación que me va a dar? —dijo.
¿Dónde, pensó desesperadamente, habría cometido el error que lo había llevado a esta trampa?
Winton miró a Slade y luego a Keith. Al final dijo:
—Creí que sería mejor tener al señor Slade aquí mientras le hacía ciertas preguntas. Me ha traído dos cuentos esta mañana. ¿Dónde los consiguió?
—¿Conseguirlos? Yo los he escrito —dijo Keith—. Y ese asunto de traerme aquí para hablar de unos reportajes, ¿es también una broma?
—Sí —dijo Winton con seriedad—. Me pareció la forma más fácil de lograr que viniera aquí sin que entrara en sospechas. El señor Slade me lo sugirió, después que le conté lo que usted había hecho.
—¿Y qué es lo que he hecho, si puedo preguntarlo? —dijo Keith.
—El único cargo legal —Winton lo miró con curiosidad— por ahora es el de plagio, pero plagio en una forma tan increíble que he creído que el W.B.l. debía conocer el asunto y saber por qué lo ha intentado.
Keith le devolvió la mirada con sorpresa.
—¿Plagio? —repitió como un eco.
—Aquellos dos cuentos que me dejó son trabajos que yo mismo he escrito, hace cinco o seis años. Usted ha hecho una excelente nueva versión de esos relatos; lo digo francamente. Son mejores que los originales. Pero ¿cómo pudo pensar que podría venderme dos de mis propios cuentos? Nunca me había ocurrido nada tan increíble.
Keith abrió la boca y la volvió a cerrar. Sentía el paladar seco y pensó que si trataba de hablar sólo croaría como una rana. ¿Y qué es lo que podría decir?
Ahora que lo pensaba, era tan evidente. ¿Por qué el otro Keith Winton que vivía aquí (el que tenía su trabajo y vivía en su propio piso) no podía haber escrito los mismos cuentos?
Se maldijo a sí mismo por estúpido, por no haber pensado en esa posibilidad.
La pausa se estaba haciendo demasiado larga. Se humedeció los labios con la lengua. Tenía que decir algo, o su silencio podría ser interpretado como una admisión de culpa.
Se humedeció los labios con la lengua por segunda vez, y dijo débilmente:
—Muchos cuentos tienen argumentos similares. Han ocurrido muchos casos donde...
Winton lo interrumpió:
—No se trata de un caso de argumentos similares. Eso es comprensible. Pero demasiados detalles son idénticos. En uno de los dos cuentos los nombres de los protagonistas son los mismos. Una de las historias tiene el mismo nombre que yo he usado. Y en ambas hay demasiadas cosas pequeñas que son idénticas. Simple coincidencia no puede explicarlo, Winston; la coincidencia podría explicar alguna semejanza, inclusive un fuerte parecido, en el argumento básico, pero no tantos nombres y péquenos detalles idénticos.
»No, las novelas han sido plagiadas —continuó Winton. Señaló hacia un archivo al lado de la estantería de libros—. Tengo las copias de las versiones originales, para probar lo que digo.
Miró a Keith con el ceño fruncido.
—Empecé a sospechar aún antes de terminar la lectura de la primera página. Cuando terminé de leer los dos cuentos, estaba seguro, pero mi misma seguridad me confundía. No lo comprendía. ¿Cómo era posible que el mismo que las había plagiado tuviera el colosal atrevimiento de tratar de vender las historias robadas al mismo que las había escrito en primer lugar? Donde y cuando las haya robado, y esto también me confunde, debe de haber sabido que yo las reconocería. Y otra cosa, ¿es Winston su nombre verdadero?
—Desde luego —dijo Keith.
—Eso también es extraño. Un hombre que se llama a sí mismo Karl Winston tratando de vender los trabajos de otro hombre llamado Keith Winton. Lo que no puedo comprender es por qué, si es un nombre falso, no escogió otro que no fuese tan parecido, las mismas iniciales y una letra más en el apellido.
Keith se hizo la misma pregunta. Su única excusa era que había tenido que inventar un nombre rápidamente mientras estaba hablando con Marion Blake. De todos modos, debiera haber tenido preparado un nombre mejor, en el caso de que lo hubiera necesitado.
El hombre de la automática dijo:
—¿Lleva su documentación?
Keith meneó la cabeza lentamente. Tenía que ganar tiempo, de algún modo, hasta que pudiera encontrar la manera de salir de aquella trampa si es que había una salida. Contestó:
—No la llevo conmigo. Pero puedo probar mi identidad. Estoy alojado en el hotel Watsonia. Si quiere telefonear…
Slade dijo secamente:
—Si telefoneo me dirán que tienen un huésped llamado Karl Winston. Ya lo sé. He telefoneado hace poco rato. Usted puso esa dirección en el remitente de los cuentos que dejó al señor Winton. Eso no prueba nada, excepto que ha estado usando el nombre de Karl Winston durante los días que ha parado en el Watsonia. —Levantó con un dedo el seguro de la automática. Su mirada se endureció. A continuación dijo—: No me gusta matar a un hombre a sangre fría, pero…
Keith dio un paso atrás involuntariamente.
—No entiendo —protestó—. ¿Desde cuándo es el plagio, suponiendo que yo fuese culpable, algo por lo que se mata a un hombre?
—El plagio no nos preocupa —dijo Slade, duramente—. Pero hay una orden general para disparar sin previo aviso sobre cualquiera de quien se sospeche que es un espía arturiano. Y sabemos que hay uno suelto por esta zona. Se lo vio últimamente en el pueblo de Greeneville. Tenemos una vaga descripción, pero aunque sea vaga se ajusta lo suficiente a usted. Y si no puede dar una explicación mejor de la que nos ha dado hasta ahora…
—¡Un momento! —dijo Keith desesperadamente—. Hay una sencilla explicación para todo esto, en alguna parte. Tiene que haberla. Y si yo fuese el espía, ¿cree que trataría de hacer una cosa tan estúpida como plagiar los argumentos de un editor, y luego tratar de vendérselos?