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Authors: Fredric Brown

Tags: #Ciencia ficción

Universo de locos (26 page)

BOOK: Universo de locos
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Miró a través del vidrio que cubría la cabina de la nave y a través del techo de vidrio del hangar, de la atmósfera terrestre y el vacío del espacio, hacia las estrellas y la Luna.

¿Debería ir ya a Saturno o le convendría ir a la Luna primero, para practicar?

La Luna parecía tan cercana y tan fácil. Comparativamente al alcance de la mano. Keith no tenía ninguna razón importante para ir allí, ya que su destino era la flota, cerca de Saturno. Y, sin embargo, Keith sabía que no tenía muchas posibilidades de llegar hasta Mekky vivo, y también se daba cuenta de que si conseguía convencer a Mekky, y sus esperanzas se realizaban, saldría de allí directamente a su propio mundo, el universo que había abandonado el domingo pasado por la tarde. Y, probablemente, nunca más se le presentaría la oportunidad de poner el pie en la Luna o en un planeta. ¿Y qué importancia tenía llegar media hora más tarde?

Bien, estaba dispuesto a no ir a los planetas, pero quería, mientras tenía la oportunidad, poner los pies por primera y última vez en un suelo que no fuese el de la Tierra. Y la Luna parecía ofrecer pocos riesgos.
El Manual de instrucciones
que acababa de leer decía, en un párrafo acerca de la Luna, que las tierras fértiles y las colonias estaban todas en el lado oculto, donde había agua y la atmósfera era más densa. En el lado visible sólo había desiertos estériles y montañas. Respiró profundamente y se ató el cinturón de seguridad, delante de los mandos. Faltaban unos minutos para las tres y media y miró la distancia para esa hora en el
Almanaque
, colocando los diales en la posición adecuada. Pocos segundos antes de las tres treinta apuntó al centro de la Luna, observando el segundero del reloj rodomagnético (o lo que fuese) y apretó el botón.

No sucedió nada, absolutamente nada. Se habría olvidado de mover alguna palanca en alguna parte.

Se dio cuenta de que había cerrado los ojos al apretar el botón y los volvió a abrir para mirar el tablero de instrumentos. Aparentemente todo andaba bien.

Observó la mira para ver si aún seguía centrada en la Luna. Seguía. La Luna no estaba allí, ni la veía por ninguna parte. Pero por encima de su cabeza había una gran bola, brillando en un costado, varias veces mayor que la Luna Y no
parecía
la Luna. Con un repentino sobresalto se dio cuenta de que no lo era. Era la Tierra, allí arriba, a unos trescientos sesenta mil kilómetros de distancia. Y por todo el firmamento se veían estrellas, miles de estrellas, mucho más brillantes que las estrellas que había visto desde la Tierra. Estrellas brillantes, hermosas.

¿Pero, dónde estaba la Luna?

De repente tuvo también conciencia de una sensación diferente.

Una impresión de ligereza, de caída, como si bajara en un ascensor muy rápido.

Se acordó de que había una ventana de cristal en el suelo, entre los pedales. Miró hacia abajo y vio la Luna que se acercaba a gran velocidad, llenando ya toda la abertura, a pocos kilómetros de distancia. El pequeño Starover había dado la vuelta, como sabía que lo haría si se hubiese detenido a pensar un momento, bajo la influencia de los controles giroscópicos, para que él estuviese en posición normal con referencia a su objetivo al acercarse.

El corazón le palpitaba de excitación mientras volvía a ajustar los diales, preparado para lanzarse de nuevo a un punto a quince kilómetros de altura cuando apretase el botón; entonces tomó la palanca y puso los pies en los pedales. Inclinó el aparato hacia delante con un pequeño movimiento de la palanca, que debía de estar conectada con los giróscopos porque no era posible que hubiese aire suficiente en las superficies de cola para que el aparato obedeciese ante ese movimiento.

Y entonces, a medida que el avión descendía, las alas empezaron a tomar aire, y el planeo se volvió cada vez más pronunciado.

Pero todo había sido demasiado repentino, demasiado inesperado, y él no había estado preparado. Apretó el botón.

Esta vez tampoco sucedió nada, aparentemente; pero, la superficie de la Luna estaba un poco más lejos.

Keith esperó, mientras caía planeando. Mantuvo el dedo en el botón hasta que hubo pasado la orilla de un cráter y vio que iba hacia un terreno llano donde era imposible no hacer un buen aterrizaje.

Tocó tierra perfectamente y dejó que el aparato rodase hasta detenerse.

Lentamente desató el cinturón de seguridad. Dudó por un momento con la mano en el cierre de la puerta, pensando si habría realmente aire afuera. Su misma presencia en la Luna iba contra todas las opiniones autorizadas sobre el asunto allí de donde él venía, pero también iban contra esas opiniones muchas de las otras cosas que le estaban sucediendo.

Y entonces entendió que dudar era estúpido. Si no hubiese aire, entonces ¿sobre qué había planeado el avión?

Abrió la puerta y salió. Sí, había aire. Un aire frío y tenue, parecido al que se encuentra en las cimas de las más altas montañas de la Tierra. Pero respirable. Podía haber estado en un desierto pedregoso de la Tierra, con las montañas en la distancia. No había ninguna diferencia.

Pero él se sentía diferente. Se sentía increíblemente liviano. Dio un pequeño salto experimental que no lo habría levantado más de diez centímetros en la Tierra, y allí se elevó más de un metro en el aire. Volvió a caer más lenta y ligeramente de lo que había esperado. Pero eso le produjo una extraña sensación en la boca del estómago y no se sintió inclinado a repetir el experimento.

Estaba en la Luna, y se sentía muy desilusionado. No era, después de todo, tan emocionante como él había esperado.

Miró hacia arriba, preguntándose qué era lo que fallaba en esa dirección. La Tierra seguía allí, pero no aparecía tan brillante ni impresionante como cuando la había visto por primera vez desde la pequeña nave del espacio, a quince kilómetros de altura sobre la superficie de la Luna. Pero eso se debía, sin duda, a que entonces no había mirado a través de una atmósfera y ahora sí.

Keith pensó si sería posible que los científicos allá en su propio universo estuviesen equivocados respecto a la no existencia de aire en la Luna. ¿O quizá la presencia de aire en esta Luna era otra de las diferencias que había encontrado en este mundo?

Las estrellas, desde allí, parecían un poco más brillantes que desde la Tierra, pero no mucho más. Sin duda, eso se debía también a la presencia de aire.

La fría mordedura del aire en la garganta y en los pulmones le hizo recordar que se congelaría si seguía allí mucho rato. La temperatura estaba por debajo del cero y él llevaba ropas adecuadas para el verano de Nueva York.

Se estremeció y miró alrededor el paisaje frío y poco atrayente. Ya estaba en la Luna, pensó, ¿y qué? No le gustaba.

Ahora sabía, sin ninguna duda, lo que quería. Quería volver a su propio universo, un universo donde los hombres aún no habían llegado a la Luna, Y si alguna vez regresaba, no sugeriría a los científicos que se olvidaran de la propulsión por cohetes y que empezaran a colocar dínamos en las máquinas de coser.

Entró en la nave, mucho más satisfecho de lo que había salido y cerró la compuerta. Adentro el aire era ahora tenue y frío, pero el cierre hermético estaba colocado, y el reacondicionador y la calefacción lo volverían a su condición normal en pocos minutos.

Keith se volvió a sujetar en el asiento del piloto, pensando: Bien, estoy contento de haberme desengañado.

Estaba contento porque si no hubiera hecho ese viaje nunca habría vuelto completamente satisfecho a su propio universo, si es que alguna vez volvía. Durante todo el resto de su vida no podría olvidar que había estado en un sitio donde los viajes espaciales eran posibles y que no los había aprovechado.

Ahora ya lo había hecho, y no tenía que pensar más.

Quizá, pensó Keith, era ya demasiado viejo para adaptarse a una situación como la suya. Si todo eso le hubiera sucedido antes de llegar a los veinte, no después de los treinta, y si hubiera tenido el corazón libre y no real y profundamente enamorado, entonces quizá hubiese creído que ese mundo era exactamente lo que quería.

Pero ahora no lo quería. Quería regresar.

Y solamente había una mente (un cerebro electrónico) que podía ayudarlo a volver a su mundo.

Apuntó la mira hacia la Tierra y ajustó los diales para una distancia de ciento ochenta mil kilómetros, a medio camino entre la Tierra y la Luna. Allí, en el espacio, podría dedicarse a localizar Saturno.

Apretó el botón.

XVI. El monstruo de Arcturus

Ya estaba acostumbrado a no sentir nada cuando apretaba el botón. Pero esta vez algo sucedió, casi inmediatamente, y Keith se sorprendió. Era una sensación extraña que crecía lentamente. Primero se sintió casi normal, y luego, cuando el Starover (a medio camino entre la Tierra y la Luna) venció su inercia y empezó a caer hacia la Tierra, Keith perdió completamente el peso.

Era una sensación extraña. A través de la ventana del suelo podía ver la Tierra, una esfera dos veces más grande que la que había visto desde la Luna. Y por la ventana, en la parte superior de la cabina, podía ver la Luna, dos veces mayor que vista desde la Tierra.

Sabía que estaba cayendo hacia la Tierra, pero eso no le preocupaba. Iba a tardar mucho tiempo en caer ciento ochenta mil kilómetros. Y si aún no había localizado a Saturno, cuando estuviese peligrosamente cerca siempre podía volver a lanzarse para atrás otros ciento ochenta mil kilómetros.

Desde luego, si daba la casualidad que Saturno se encontrase al otro lado del Sol, se iba a ver en un problema, aunque no dudó que podría resolverlo con la ayuda del
Almanaque astronáutico
. Pero primero iba a ver si podía encontrarlo a simple vista.

Empezó por una ventana, y luego por la otra, a observar el cielo. Pensó que los anillos tenían que ser visibles. Allí, en el espacio, sin atmósfera que disminuyera la visión, las estrellas eran enormes comparadas a cómo se veían desde la Tierra. Había notado que Marte y Venus eran discos diminutos y no puntos de luz. Había oído que inclusive en la Tierra algunas personas dotadas de una vista excelente podían a veces localizar los anillos de Saturno. Con una visión normal aquí, en el vacío, tendría que verlos fácilmente.

Y aunque no conocía la posición actual de Saturno en el cielo, no tenía que buscar por todo el firmamento. Sabía lo suficiente de astronomía elemental para reconocer el plano de la eclíptica, y Saturno estaría en ese plano, en algún sitio a lo largo de una línea en el cielo.

Tardó un rato en situarse, porque allí había muchas más estrellas de las que él estaba acostumbrado a ver. Y no parpadeaban; parecían luminosos diamantes sobre un fondo de terciopelo negro, y la fascinación de su brillo le impedía reconocer las constelaciones.

Pero encontró la Osa Mayor y luego el cinturón de Orión, y después ya le fue fácil localizar las constelaciones del zodíaco, el cinturón por el que giran los planetas.

Lo siguió cuidadosamente, estudiando cada objeto sideral cerca de la línea imaginaria de la eclíptica. Volvió a hallar el disco rojizo de Marte y le pareció que esta vez podía ver las débiles rayas de los canales.

Siguió la línea unos treinta grados más y allí estaba Saturno. Los anillos estaban casi de costado, pero eran inconfundibles.

Buscó el Almanaque astronáutico y miró las tablas Tierra-Saturno. Aún estaba a más de ciento cincuenta mil kilómetros de la Tierra, a pesar de todos los que podía haber caído hacia la Tierra desde su salto de la Luna, pero esos kilómetros eran despreciables comparados con la distancia total; la tabla Tierra-Saturno sería suficientemente exacta. Buscó la distancia para las cuatro y media; era 1.468.550.812 kilómetros.

Veintinueve saltos al máximo alcance de cincuenta millones de kilómetros. Graduó los diales para la distancia máxima y apretó el botón veintinueve veces, haciendo una pausa de un segundo entre cada salto para asegurarse de que la mira seguía centrada en el planeta anillado.

Saturno aparecía maravillosamente hermoso al final del salto veintinueve, aún a una distancia de dieciocho millones y medio de kilómetros. Volvió a graduar los diales para dieciocho millones (esta vez ajustando el repulsor automático para cien mil como factor de seguridad) y apretó el botón.

No tuvo que buscar a la flota; la flota lo encontró a él en el mismo instante en que llegó.

Se sobresaltó al oír una voz que decía:

—No se mueva.

Era una voz física, real, no dentro de su cerebro como la de Mekky. Esta no era la voz de Mekky.

La voz continuó:

—Está arrestado. Las naves de turistas están prohibidas fuera de la órbita de Marte. ¿Qué hace aquí?

Esta vez Keith localizó el origen de la voz. Salía de un diminuto altavoz colocado en el tablero de instrumentos. Ya había visto que había una rejilla metálica allí, pero no se había detenido a pensar qué podía ser. Había dos altavoces; el otro posiblemente era un micrófono. De todos modos, ya que la voz le había hecho una pregunta, tenía que existir algún medio para hacer llegar la respuesta.

Keith dijo:

—Debo ver a Mekky. Es importante.

Mientras hablaba miró a través de las ventanas y vio a los que lo habían capturado; una media docena de objetos oblongos que lo rodeaban a corta distancia, ocultando grandes trozos de firmamento. No podía juzgar el tamaño de aquellas naves. Sin conocer la distancia no podía tener idea del tamaño, y sin conocer el tamaño no podía tener idea de la distancia.

La voz dijo fríamente:

—De ningún modo se permite al personal civil o a los ocupantes de naves civiles aproximarse a la flota. Se le escoltará a la Tierra y será entregado a las autoridades para el castigo correspondiente. No trate de tocar los controles o su nave será destruida instantáneamente. Tenemos sujeta a la nave con rayos de atracción, de modo que no podría escapar, pero nuestros instrumentos indicarán si los controles son tocados y lo interpretaremos como un intento de huida.

—No quiero huir —dijo Keith—. Vine aquí a propósito para que me capturaran. Quiero ver a Mekky.
Tengo
que verlo.

—Será devuelto a la Tierra. Vamos a entrar en su nave; uno de los nuestros lo llevará de regreso. ¿Tiene puesto un traje espacial?

—No —dijo Keith—. Escuche, esto es importante. ¿Sabe Mekky que estoy aquí?

—Mekky sabe que está aquí. Nos ha ordenado que lo rodeemos y que lo capturemos. De otro modo habría sido destruido una décima de segundo después de su llegada. Estas son las órdenes: Póngase un traje espacial y abra la compuerta. Uno de los nuestros entrará para hacerse cargo del manejo de la nave.

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