Encima de todo lo que le pasaba, ahora no tenía dinero. ¡Ni siquiera podía tomar el subterráneo!
Se daba cuenta de que podía haberse aprovechado en el departamento, mientras era el dueño de la situación, para aumentar su capital. ¿Por qué no se había llevado la cartera de Winton, (e inclusive la de Slade) además de la suya? Las reglas de la honradez no podían aplicarse cuando uno era perseguido por un delito que se castigaba con un tiro sin previo aviso.
Con el dinero reunido de las carteras de Winton, Slade y la suya, habría sido solvente. Su situación era ya bastante desesperada, aun sin faltarle dinero. Ahora no podía ni siquiera regresar al hotel a buscar sus pobres pertenencias.
Siguió caminando hacia el norte, y cuando hubo pasado la calle Catorce empezó a sentirse seguro de los coches patrulla que lo estarían buscando. Algunos seguramente habían pasado por su lado, pero él trataba de no mirar el tránsito de la Quinta Avenida.
Las aceras estaban llenas de gente, quizá un poco más llenas que cuando había empezado a caminar. Podía ser porque estaba más cerca del centro de la ciudad, pero no creía que aquélla fuese la razón.
Además, notó que la gente caminaba ahora de otro modo. Nadie estaba paseando; todo el mundo andaba como si tuviera prisa en llegar a alguna parte. Inconscientemente, él también había apresurado el paso, para evitar que se fijaran en él como el único que no tenía prisa. Había una sensación de prisa en el aire.
Y de repente entendió el motivo. Estaba oscureciendo, y toda aquella gente se apresuraba a retirase a sus casas ante la noche.
Ante la Niebla Negra.
Todos se apresuraban a llegar a la casa, a cerrar y trancar las puertas de los departamentos y dejar las calles a la oscuridad y al crimen.
Y por primera vez desde su huida del departamento se detuvo a pensar seriamente a dónde iba, a dónde podía ir.
Si al menos hubiera tenido el sentido común suficiente para no dar su dirección verdadera en aquellos cuentos que había entregado en las oficinas de Borden, ahora podría ir al hotel, donde seguramente en esos momentos lo estaría esperando la policía. Le molestó pensar que tenía pagado por adelantado el resto de la semana.
Aparentemente no le quedaba otro recurso que tratar de vender las monedas que llevaba en el bolsillo. Si fuera más temprano podría ir a la Biblioteca y leer algo acerca de monedas, tratar de saber qué era todo ese asunto de la prohibición. ¿Por qué no lo habría hecho cuando estuvo en la Biblioteca antes, cuando tuvo la oportunidad de hacerlo? ¿Y por qué, pensó con amargura, no habría hecho una serie de cosas que no había hecho?
Aparte de tratar de conseguir dinero vendiendo algunas de las monedas que le quedaban, sólo se le ocurría una posibilidad. ¡Si se pudiera poner en contacto con Mekky! Mekky había estado dentro de su cerebro. Mekky podía responder por él, podía asegurar a las fuerzas de la ley y del orden que él no era un espía arturiano, por lo menos.
Estaba seguro de que si podía hacer llegar un mensaje a Mekky, éste no rehusaría ayudarlo
in extremis
.
Aún seguía caminando hacia el norte, a la altura de la calle Veinte, cuando comprendió a dónde debía ir. Empezó a caminar más aprisa
Ya estaba oscuro cuando llegó a la casa de departamentos de la calle Treinta y Siete; las pocas personas que quedaban en la calle casi corrían, tratando de evitar la Niebla Negra.
Un portero iba a echar llave a la puerta de calle cuando Keith la abrió. La mano del hombre saltó rápidamente al bolsillo de atrás, pero no sacó la pistola o lo que fuese que llevaba allí. Con un tono de sospecha, el hombre preguntó:
—¿A quién quiere ver?
—A la señorita Hadley —dijo Keith—. Sólo estaré un minuto.
—Muy bien. —El portero se hizo a un lado y lo dejó pasar.
Keith caminó hasta la puerta de lo que parecía un ascensor, pero la voz del hombre lo alcanzó antes de que pudiera abrirla.
—Tendrá que subir por las escaleras. La electricidad ya está cortada, señor. Y dese prisa si quiere que me arriesgue a abrir la puerta para dejarlo salir.
Keith asintió y empezó a subir por las escaleras. Las subió tan aprisa que cuando llegó al rellano del quinto piso tuvo que detenerse para recobrar el aliento.
Después de un minuto tocó el timbre del primer departamento. Se escucharon pasos detrás de la puerta y la voz de Betty Hadley llamó:
—¿Quién es?
—Karl Winston, señorita Hadley. Siento molestarla, pero se trata de algo importante. Es un asunto de vida o muerte.
La puerta se abrió todo lo que permitía la cadena que la sujetaba, y el rostro de Betty lo observó por la estrecha abertura. Sus ojos parecían un poco asustados.
Keith dijo:
—Ya sé que es muy tarde, señorita Hadley, pero tengo que ponerme en contacto con Mekky inmediatamente. Es muy importante. ¿Hay alguna forma de hacerlo?
La puerta empezó a cerrarse y por un momento Keith pensó que iba a dejarlo afuera sin volver a dirigirle la palabra; entonces escuchó el ruido de la cadena y comprendió que había cerrado la puerta para poder quitar la cadena que la sujetaba.
El pasador se deslizó fuera del retén y la puerta se abrió.
Betty dijo:
—Entre, K...
Keith Winton
.
Keith no se dio cuenta en seguida de que ella lo había llamado por su verdadero nombre.
Betty dio un paso atrás, y sin casi atreverse a respirar Keith entró en la habitación. Cerró la puerta y se apoyó contra ella mirando a Betty, casi sin atreverse a creerlo.
La habitación estaba casi a oscuras, las cortinas ya corridas. Toda la iluminación provenía de un par de velas en un candelabro colocado en una mesa detrás de Betty. El rostro de Betty quedaba en sombras, pero la luz le iluminaba la cabellera rubia, formando un halo dorado. Un artista no habría podido darle un aire más atractivo.
—¿Se encuentra en dificultades, Keith Winton? —dijo ella—. ¿Ya descubrieron quién es usted?
Keith se sorprendió al escuchar el tono ronco de su propia voz.
—¿Cómo, cómo sabe mi nombre?
—Mekky me lo dijo.
—¡Oh! ¿Y qué más le contó Mekky?
En vez de contestarle, ella preguntó:
—¿No habrá hablado de Mekky a nadie más? ¿Nadie puede pensar que va a venir aquí?
—No.
Betty asintió y luego dio media vuelta. Entonces Keith notó por primera vez que había una doncella de color, de pie en la puerta del otro extremo del cuarto. Betty dijo:
—Está bien, Della. Puede irse a su habitación.
—Pero, señorita… —La voz de la doncella sonaba preocupada.
—No se preocupe, Della.
La puerta se cerró silenciosamente detrás de la doncella y Betty se volvió hacia Keith.
Keith dio un paso hacia ella y luego se detuvo.
—¿No se acuerda…? —dijo—. No puedo comprenderlo. ¿Cuál de las dos Bettys Hadley es usted? Aunque Mekky se lo haya dicho… ¿cómo puede saber…?
Esas palabras sonaban confusas e incomprensibles, hasta para el mismo.
La voz de Betty era fría, pero amistosa.
—Siéntese, señor Winton. Voy a llamarlo de este modo para evitar la confusión con el Keith Winton que yo conozco. ¿Qué sucedió? ¿Fue Keith quien lo descubrió?
Keith asintió tristemente.
—Sí, los dos cuentos que le entregué eran sus propios cuentos. Ni siquiera traté de explicar que también eran míos. Él no lo habría comprendido; ni siquiera yo mismo lo comprendo muy bien, aunque sé que es verdad. Y me habrían matado de un tiro antes de que hubiera empezado a contar la verdad.
—¿Y usted sabe cuál es la verdad? —dijo Betty.
—¿Y usted? ¿Se la ha dicho Mekky?
—Él tampoco sabe —dijo ella—. ¿Qué es, eso de los cuentos? ¿Qué quiere decir con eso de que él los escribió y usted también?
—Algo parecido —dijo Keith—. En el universo del que vengo, yo soy… era Keith Winton. Aquí él es Keith Winton. Nuestras vidas fueron aproximadamente paralelas hasta el domingo pasado. Y hablando de mis cuentos —siguió Keith—, por favor, rompa el que le entregué esta mañana. Técnicamente es un plagio. Pero en cuanto a Mekky… Tengo que hablar con él. ¿Hay alguna forma de hacerlo?
Ella negó con la cabeza.
—No podrá llegar hasta Mekky. Está con la flota. Los arts van a… —Betty se contuvo de pronto.
—Los arts van a atacar —concluyó Keith—. Mekky me dijo que había una crisis en la guerra. Que los arturianos podían ganar. —Se rió, un poco amargamente—. Pero yo no puedo emocionarme con la guerra. No puedo creer en ella lo suficiente como para emocionarme. No puedo creer en nada de lo que me pasa aquí, excepto… No, ni siquiera puedo creer en usted.
Sólo podía quedarse allí unos minutos, y necesitaba saber algunas cosas muy importantes. Cosas que podían significar la diferencia entre la vida o la muerte en las próximas veinticuatro horas.
—¿Qué es lo que Mekky le contó respecto a mí? —preguntó Keith. Allí estaba en terreno seguro y además necesitaba saberlo.
—Mekky no sabe mucho respecto a usted —contestó Betty—. Me dijo que no había tenido tiempo de penetrar muy hondo en su mente. Pero pudo ver que de veras venía de alguna otra parte. No sabía de dónde, o cómo había llegado aquí, o qué le había sucedido. Me dijo que si trataba de explicarle a alguien quién era usted, lo considerarían un loco, pero que no lo era.
»Sabía que en el lugar de donde venía lo llamaban Keith Winton, y que trabajaba como director de una revista, aunque desde luego usted no se parece en nada al Keith Winton que encontró aquí, y que era bastante listo como para usar un nombre diferente.
—Pero no bastante listo —dijo Keith— como para escoger un nombre completamente distinto. Ni bastante listo como para no tratar de vender a Keith Winton sus propios relatos. Pero continúe.
—Sabía que aquí se encontraba en dificultades porque, bien, porque no sabe lo suficiente acerca de la situación para no cometer errores. Sabía que lo matarían por espía a menos que tuviera mucho cuidado. Me dijo que lo había prevenido.
Keith se inclinó hacia adelante.
—¿Qué es Mekky? ¿De veras no es más que una máquina, un robot? ¿O es que Dopelle puso un cerebro verdadero dentro de una esfera?
—Es una máquina —dijo Betty—. No es un cerebro humano en la forma que usted lo imagina. Pero de algún modo es algo más que una máquina. Ni el mismo Dopelle comprende cómo puede ser, pero Mekky siente emociones. Incluso tiene sentido del humor.
Keith notó la forma reverente en que Betty había pronunciado el nombre de Dopelle. Sin duda lo adoraba.
Keith cerró los ojos un instante y cuando volvió a abrirlos no la miró. Pero eso hizo que pensara en ella con mayor pasión, y casi no se dio cuenta de que ella le hablaba hasta que repitió la pregunta.
—¿Qué puedo hacer? Mekky me dijo que había leído en su mente que vendría a buscar mi ayuda si se encontraba en dificultades. Y me dijo que no había inconveniente en que yo lo ayudara, siempre que no me arriesgara.
—No se lo permitiría —dijo Keith—. No habría venido aquí si alguien me hubiera seguido o si hubieran pedido pensar que iba a venir. Pero lo que quería saber es cómo ponerme en contacto con Mekky. Ya no soy un simple desconocido aquí, y no tengo ninguna respuesta razonable para contestar a las preguntas que me harán los policías, si es que se entretienen en hacerme preguntas. Tenía la esperanza de que Mekky podría hacer algo por mí.
—No hay ninguna forma en que usted se pueda poner en contacto con Mekky —dijo Betty— a menos que pueda ir a donde está la flota.
—¿Y dónde está la flota? —preguntó Keith.
Betty vaciló, arrugando el ceño, antes de decidirse a contestar.
—Creo que no importa mucho si se lo digo. No es exactamente de conocimiento público, pero hay mucha gente que lo sabe. Están cerca de Saturno. Pero usted no podrá ir allá. Tendrá que esperar a que vuelva Mekky. ¿Tiene algún dinero?
—No, pero no lo… Espere, hay algo que puede decirme, creo. Podría buscarlo en la Biblioteca mañana, pero si me lo explica ahora va a ahorrarme mucho tiempo. ¿Qué es lo que pasa con las monedas, las monedas de metal, quiero decir? —dijo Keith
—¿Monedas de metal? —dijo Betty—. No existen desde el año 1935. Fueron retiradas cuando se hizo el cambio de dólares a créditos.
—¿Por qué ese cambio? —preguntó Keith.
—¿La conversión a créditos? Para establecer un patrón monetario fijo en todo el mundo. Todas las naciones hicieron la conversión al mismo tiempo, para que el esfuerzo de guerra…
Keith interrumpió:
—Eso no importa ahora. ¿Por qué no hay monedas de metal?
—Los arturianos las falsificaban —dijo Betty—, y casi consiguieron quebrantar nuestra economía por medio de grandes falsificaciones. También falsificaban el papel moneda. Descubrieron que la Tierra tenía una economía capitalista y...
—¿Toda la Tierra? ¿Rusia también? —preguntó Keith.
—Claro, toda la Tierra. ¿Por qué pregunta sobre Rusia?
—No importa —dijo Keith—. Continúe.
—Los arturianos fabricaban moneda falsa que nadie podía distinguir de la verdadera, ni siquiera los expertos. Pusieron en marcha una inflación que iba a destrozar la economía mundial. De manera que el Consejo de Guerra de las Naciones recurrió a los científicos y los científicos prepararon una clase de papel moneda que los arts no podían falsificar. No sé cuál es el secreto de ese papel; nadie lo sabe, excepto unos pocos funcionarios de las Casas de Moneda de las diferentes naciones.
—¿Por qué no puede ser falsificado? —preguntó Keith.
—Se trata del papel. Algo muy secreto, más bien un proceso antes que un ingrediente que los arts puedan analizar, hace que el papel produzca un resplandor amarillento en la oscuridad. Cualquiera puede distinguir las falsificaciones ahora, simplemente poniendo el billete en la sombra. Y no hay ningún falsificador, ni siquiera los arturianos, que pueda duplicar ese papel.
Keith asintió.
—¿Y fue entonces cuando se hizo la conversión de dólares a créditos?
—Sí, en todos los países a la vez, cuando se introdujo el nuevo papel moneda. Cada país respalda su propia moneda, pero todas son créditos y son a la par, de manera que son intercambiables.
—¿Y retiraron todo el dinero antiguo, y declararon ilegal poseerlo? —dijo Keith.
—Sí, y se castiga con una fuerte multa, y la cárcel en algunos países, al que posee alguna moneda anterior al cambio. Pero hay coleccionistas de monedas, muchos, que están dispuestos a arriesgarse. Y debido a que el tráfico con monedas está prohibido, se pagan altos precios. Coleccionar monedas es ilegal y peligroso, pero realmente no es considerado un crimen por la mayoría de la gente.