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Authors: Fredric Brown

Tags: #Ciencia ficción

Universo de locos (16 page)

BOOK: Universo de locos
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A pesar de estudiar siempre dos cursos en uno, había tenido tiempo disponible para ser el capitán del equipo de fútbol de la Universidad, que había sido campeón de la liga durante todos los años en que Dopelle fue su capitán. Había pagado los estudios, trabajando en empleos por la noche, y se había hecho económicamente independiente mientras estudiaba en la Universidad, al escribir en sus ratos libres seis novelas de aventuras que habían tenido inmediatamente un éxito enorme de venta y que aún se consideraban como los mejores clásicos en su tema.

La riqueza que esos libros le habían proporcionado (todos los cuales, naturalmente, fueron llevados a la pantalla con clamoroso aplauso), le habían permitido comprarse su crucero interplanetario particular y su propio laboratorio donde durante los dos últimos años de estudios había realizado varios importantes perfeccionamientos en la técnica de los viajes y de la guerra interestelar.

Eso era Dopelle a la edad de diecisiete años, digamos una persona corriente, relativamente hablando. Su carrera había empezado entonces.

Había salido de Harvard para matricularse en la Academia de Oficiales del Espacio, de donde salió con el grado de teniente, y durante un año había ascendido rápidamente de graduación. A los veintiún años estaba al frente del Servicio de Contraespionaje Estelar, y era el único hombre que había ido al Sistema Arturiano como espía y había regresado vivo. La mayor parte de los conocimientos terrestres sobre los arts se habían conseguido durante ese viaje.

Era un magnífico piloto de caza espacial. Muchas veces su escuadrilla había conseguido hacer huir a los cruceros de combate arturianos, con Dopelle en punta de lanza del ataque al mismo tiempo que dirigía la estrategia. Debido a sus inestimables conocimientos científicos, las autoridades militares le habían rogado que no combatiera personalmente. Pero (aparentemente por esa época ya estaba encima de las autoridades) había seguido luchando siempre que había podido. Parecía, sin embargo, que poseyera un mágico talismán que le preservara la vida. Su caza interplanetario, pintado de rojo, con el nombre Venganza en la proa, nunca había sido tocado.

A los veintitrés años era general de todas las fuerzas del Sistema Solar, pero el mando de las tropas parecía ser la menos importante de sus actividades. Excepto durante épocas de crisis, delegaba la responsabilidad en sus ayudantes y dividía el tiempo, entre realizar peligrosas misiones de contraespionaje y trabajar en el laboratorio secreto, en la Luna. Habían sido sus descubrimientos en ese laboratorio los que habían permitido a la Tierra mantenerse tecnológicamente a la altura o quizá un poco por encima de la ciencia de los arturianos.

La lista de los inventos realizados en ese laboratorio era casi increíble.

El más grande de todos era, quizás, la creación de un supercerebro electrónico, Mekky. Dopelle había incorporado en la estructura de Mekky unos poderes mentales superiores a los de los seres humanos. Mekky no era humano, pero él (Gallico señalaba que aunque Mekky era técnicamente una cosa, siempre se lo mencionaba como a una persona) era, en cierto modo, sobrehumano.

Mekky podía leer los pensamientos y transmitir telepáticamente sus ideas o palabras, en forma individual o colectiva. A corta distancia podía, inclusive, leer las mentes de los arturianos. Varios telépatas humanos habían tratado de hacerlo anteriormente, pero todos habían acabado locos antes de que pudieran informar respecto al funcionamiento mental de los arturianos.

Además, Mekky podía (del mismo modo que una máquina calculadora electrónica) resolver cualquier problema, por difícil que fuese, siempre, que se le facilitaran todos los factores que influían en la solución.

Dopelle había incorporado en la estructura de Mekky la capacidad de teleportarse (transferirse instantáneamente a cualquier punto del espacio) sin necesidad de utilizar una nave interplanetaria. Esta capacidad lo hacía valiosísimo como mensajero, permitiendo que Dopelle, desde donde se hallara, pudiera mantenerse en contacto con la flota espacial y con los Gobiernos de la Tierra.

De una manera breve pero comprensiva, al final del libro Gallico hablaba del amor que unía a Dopelle y a Betty Hadley. Estaban prometidos y profundamente enamorados uno del otro, pero habían decidido esperar hasta el fin de la guerra para casarse.

Mientras tanto, la señorita Hadley seguía en su empleo como directora de la revista de novelas para la mujer más popular del mundo, el mismo empleo que tenía cuando ella y Dopelle se habían visto por primera vez en Nueva York, mientras él se encontraba en esa ciudad de incógnito en una misión especial de espionaje. Ahora el mundo entero adoraba a la pareja de enamorados y esperaba ansiosamente el fin de la guerra para poder celebrar el día de su casamiento.

Keith Winton se sintió anonadado cuando dejó el libro. ¿Podía haber otro amor con menos esperanzas que el suyo por Betty Hadley?

Pero, de algún modo, esa misma desesperanza le daba ánimos. No era posible que las cartas estuvieran marcadas contra él de ese modo. Tenía que haber un error en alguna parte.

Ya era la una de la madrugada cuando se desvistió por fin para meterse en la cama, pero antes telefoneó al conserje para pedir que lo llamaran a las seis. El día siguiente iba a ser un día de mucho trabajo. Tenía que trabajar, si es que quería seguir comiendo dentro de una semana más o menos.

Se fue a dormir y soñó (pobre iluso) con Betty. Con Betty que era perseguida a través del salvaje y extraño paisaje de algún lejano mundo por un monstruo de diez metros de largo, que tenía nueve patas en cada lado y tentáculos verdes como un pulpo.

Sólo que, en la extraña realidad de aquel sueño, él, Keith Winton, era el monstruo verde que perseguía a Betty y que cuando estaba a punto de alcanzarla era derrotado por un joven alto, y arrogante, con músculos de acero y que debía ser Dopelle, aunque se parecía mucho a Errol Flynn.

Y Dopelle había tomado el monstruo verde que era Keith Winton y gritando: «¡Vuelve a Arcturus, espía!» lo había lanzado al espacio sideral. Y allí estaba él ahora, dando vertiginosas vueltas en el vacío, atravesando los planetas y las estrellas. Con tal velocidad que sentía un fuerte zumbido en los oídos. Y el zumbido se hizo más fuerte, hasta que dejó de ser un espía arturiano y se dio cuenta de que el zumbido era el del teléfono.

Levantó el auricular y una voz le dijo:

—Son las seis, señor.

No se atrevió a meterse en la cama o se habría vuelto a dormir, de manera que se quedó sentado en el lecho durante un rato, pensando y recordando el sueño que, después de todo, no era más disparatado que todo lo que estaba sucediendo.

¿A quién se parecía Dopelle, en realidad? ¿A Errol Flynn, como en el sueño? ¿Y por qué no? Quizá Dopelle era como Errol FIynn. Si luego se acordaba, tenía que comprobar si existía un Errol Flynn en ese mundo.

No se sorprendería si no lo había.

¿Podía ser todo eso una fantástica película o novela, en la que se veía mezclado en un plano de irrealidad fuera de su existencia normal? ¿Por qué no? Dopelle, pensó, era un personaje demasiado perfecto, demasiado fantástico, para ser real. Ni siquiera se parecía a un personaje de novela. Ningún editor con sentido común publicaría una novela con un protagonista tan improbable. Desde luego ningún editor que publicara nada por encima del nivel de las historietas cómicas aceptaría a Dopelle como protagonista.

¿Y cómo podía aceptar él como real un mundo que era demasiado extraño, inclusive para una novela fantástica?

A pesar de todo, Mekky, el cerebro mecánico, le había dicho en aquel breve contacto que había tenido con él:

—…
No cometas ningún error fatal. Esto es real. No es ninguna creación de la imaginación. El peligro aquí es real y este mundo es real…

Mekky, por más fantástico que fuese, había anticipado las cosas que él estaba pensando ahora. Y Mekky tenía razón. Este mundo y la situación en que se encontraba eran completamente reales, y la mejor prueba era el hambre que empezaba a sentir.

Se vistió y salió a la calle.

A las seis y media de la mañana las calles de Nueva York estaban tan transitadas como lo habrían estado en el mundo de donde venía a las diez o las once. La corta jornada de trabajo forzada por la Niebla Negra, exigía que se empezara muy temprano.

Compró un diario y lo leyó mientras desayunaba.

La noticia más importante, desde luego, era la visita de Mekky a la ciudad y la recepción que se le había dispensado. Había una fotografía en la primera página, en la que se veía a la esfera flotando en el aire, delante de la ventana abierta, y a Betty Hadley inclinada en la ventana, saludando a la multitud.

Un recuadro en gruesos titulares daba el discurso de Mekky transmitido telepáticamente al gentío, con las mismas palabras que Keith había escuchado en la mente:

—Amigos, os dejo ahora para llevar un mensaje de mi dueño y creador, Dopelle, a…

Allí estaba, palabra por palabra. Aparentemente había sido el único discurso pronunciado por el cerebro electrónico. Una hora mas tarde había regresado a «algún lugar del espacio», terminaba el reportaje.

Hojeó el resto del periódico. No había noticias de la guerra, ni ninguna mención de la crisis que Mekky le había dicho a Keith (particularmente) era inminente en el curso de las hostilidades.

Si de veras las cosas iban mal, era evidente que eso no se había publicado. Y si es que Mekky le había confiado un secreto militar tenía que ser porque Mekky había comprendido (durante la breve investigación de los pensamientos de Keith) que éste no tenía ninguna posibilidad de divulgar tal hecho, ni aunque lo hubiera deseado.

Una noticia en las páginas interiores respecto a un hombre que había sido multado con cinco mil créditos y las costas por una posesión ilegal de una moneda atrajo su atención. Leyó todas las palabras detenidamente pero no pudo encontrar la solución al problema de por qué era ilegal la posesión de monedas. Tomó una nota mental de buscar en la Biblioteca Pública toda la información que pudiera respecto a las monedas, tan pronto como tuviera tiempo disponible. Pero no sería hoy. Hoy tenía mucho que hacer, de mayor urgencia.

Lo primero era alquilar una máquina de escribir.

Antes de abandonar el restaurante donde había desayunado, utilizó la guía de teléfonos para localizar la agencia más cercana de máquinas de escribir, donde le pudieran alquilar una.

Arriesgándose a utilizar su propio nombre, del cual poseía toda su documentación, consiguió que le cedieran una máquina sin tener que dejar un depósito de garantía e hizo que la llevaran inmediatamente a su habitación del hotel.

Trabajó ese día como nunca había trabajado en toda su vida.

Al final de la jornada (estaba muerto de cansancio a las siete de la tarde y tuvo que dejarlo a aquella hora) había escrito siete mil palabras. Un cuento corto de cuatro mil palabras y otro de tres mil.

Era cierto que los dos eran nuevas versiones de cuentos que él había escrito antes, mucho tiempo antes, pero esta vez le habían salido mejor. Uno era un relato de acción, situado en los tiempos de la Guerra Civil Americana. El otro era un cuento ligero de amor, en el ambiente de los primeros días de la colonización de Kansas.

Cayó en la cama, demasiado cansado hasta para telefonear que lo despertaran por la mañana. Sabía que no dormiría más de doce horas, y que las siete de la mañana era una buena hora para él.

Pero se despertó temprano, poco después de las cinco, a tiempo para poder observar desde la ventana la acción de la luz solar disipando la Niebla Negra. Miró cómo se disolvía, fascinado, mientras se vestía y se afeitaba.

Desayunó a las seis y de nuevo regresó a la habitación para releer los dos cuentos. Podía estar satisfecho. Los dos eran excelentes. La vez anterior, cuando no había podido venderlos, no había sido por los argumentos. Sus argumentos siempre habían sido buenos. La falta había estado en la técnica y en la presentación de la historia. Y ahora, los cinco años de director de una revista le habían enseñado algo, después de todo.

Estaba seguro que podría ganarse la vida escribiendo. Desde luego no podría seguir produciendo dos cuentos por día, excepto cuando fueran nuevas versiones de relatos suyos, de los que pudiera acordarse. Pero no tendría necesidad de seguir manteniendo esa velocidad.

Después de escribir las nuevas versiones de la docena de cuentos que podían ser adaptados a este universo, tendría suficiente material. Después de eso con dos historias cortas o una novela por semana, tendría bastante para poder cubrir sus necesidades, aunque el promedio de producciones vendibles fuese como antes, del cincuenta por ciento; y ahora tendría que vender más, porque sus relatos eran mejores, mucho mejores.

Iba a escribir un cuento más, decidió, y empezaría a tratar de colocarlos. El primer cliente seria, desde luego, la Compañía de Publicaciones Borden. No solamente porque él conocía bien la organización de aquella empresa sino porque sabía que, si les gustaban sus relatos, siempre podría conseguir un anticipo sobre la venta. A menudo, para hacer un favor a algún escritor que necesitaba dinero rápidamente, él mismo había hecho que la caja le extendiera un cheque dentro de las veinticuatro horas después que había leído y aceptado el cuento.

Para la tercera historia que quería escribir, escogió un argumento de fantasía científica que había escrito en cierta ocasión y que sólo tenía una extensión de unas dos mil palabras. Recordaba el argumento perfectamente y sabía que podía terminar de escribirlo en un par de horas. Y Marion Blake le había dicho que Borden necesitaba material para su nueva revista de fantasía científica, de manera que era muy posible que le compraran el cuento.

Empezó a teclear en la máquina de nuevo, y terminó a las nueve de la mañana a pesar de que la historia le había salido un poco más larga esta vez. Había puesto más descripciones y ambiente, y la había hecho mucho más vívida y fuerte. Se sintió orgulloso de sí mismo.

Media hora más tarde estaba detrás del mostrador de caoba en la oficina exterior de la Compañía Borden, sonriendo a Marion Blake.

Marion le devolvió la sonrisa.

—Buenos días, señor Winston.

—He traído tres cuentos —dijo él con orgullo—. Uno se lo quisiera dejar a la señorita Hadley para su revista femenina. Y otro… ¿quién es el que dirige la nueva revista de fantasía científica de que me habló?

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