La descripción física era bastante exacta, pero eso no sería demasiado peligroso si no sabían qué ropas usaba, o que llevaba el brazo vendado.
Desde luego el peligro sería mucho mayor si el hombre cuya habitación había saqueado regresaba a dormir y denunciaba que le habían robado un traje gris oscuro y un sombrero de fieltro. Y a pesar del hecho de que le había dejado quinientos créditos para resarcirlo de la pérdida, probablemente no dejaría de denunciarlo si había escuchado la alarma por radio. Se lamentó ahora de haber dejado el dinero; un ladrón ordinario atraería menos atención que un ladrón que dejaba dinero para pagar lo que se llevaba. Se daba cuenta ahora que debía haber dejado la impresión de que se trataba del robo ordinario de una habitación de hotel; haberse llevado otros objetos también. Podría haber metido los tres trajes en una maleta que había visto en el fondo del armario; entonces sólo habrían podido conjeturar cuál de los tres trajes llevaba puesto.
Tal como estaban las cosas, si relacionaban el robo de la habitación de la pensión con el espía, de nuevo tendrían una buena descripción de su persona.
Pero, Dios Santo, ¿en qué avispero se había metido? ¡Disparen sin previo aviso!, había dicho la radio. Y él que había pensado seriamente en entregarse a la policía.
Bien, aquella orden de disparar sin aviso cerraba cualquier posibilidad de que fuera a las autoridades. De algún modo el peligro para él era tan grande que no le darían ni la oportunidad de que se explicara, si es que él podía explicar alguna cosa. Aunque las estaciones y las carreteras estuviesen vigiladas, tenía que marcharse a Nueva York y tratar de orientarse allí. Pero ¿cómo sería Nueva York? ¿Como él la había conocido o de otro modo?
Notaba ahora el aire de la habitación caliente y pesado. Fue hasta la ventana y la abrió y se quedó mirando a la calle, dos pisos más abajo. Una calle completamente normal con gente también normal del todo. Entonces vio a tres de los altos monstruos rojos, tomados del brazo, que salían del cine situado en el otro lado de la calle. Y nadie les prestaba ninguna atención.
Se apartó con un gesto rápido de la ventana, porque uno de los tres monstruos podía ser, por lo que él sabía, el mismo que lo había atacado en el bar. Aquellas extrañas criaturas le parecían todas iguales, pero si ellas estaban también acostumbradas a los seres humanos (como parecía ser el caso), entonces el que lo había visto una vez sería capaz, sin duda, de reconocerlo de nuevo.
El espectáculo de aquellos monstruos rojos lo hizo temblar un poco cuando una nueva idea cruzó de repente por su cabeza. ¿Sería él quien loco? ¿Podía ser tal cosa posible? Si lo era, se trataba sin duda de la más extraña forma de locura de que nunca hubiera oído hablar, y él conocía algo del tema porque había estudiado una asignatura de psicología anormal en la universidad.
Y si de veras estaba loco, qué era lo irreal, ¿el mundo donde se encontraba ahora o el mundo de sus recuerdos?
¿Sería posible que su cerebro hubiese construido una memoria falsa de un mundo sin viajes interplanetarios, sin monstruos rojos de la Luna, con dólares en vez de créditos, sin espías de Arcturus ni colonias terrestres en Marte?
¿Podría ocurrir que fuese éste el mundo donde él había vivido desde la niñez, y que el mundo que le parecía familiar, el que podía recordar, fuese una ilusión de su mente?
Pero si este era el mundo real, si su memoria (hasta las siete de la tarde de aquel mismo día) era falsa, ¿entonces dónde encajaba él? ¿Sería quizá un verdadero espía arturiano? Aquello podía ser tan verdad como todo lo demás.
Se oyeron fuertes pisadas en el corredor, al lado de su puerta, pisadas producidas sin duda por varias personas Hubo una fuerte y autoritaria llamada a la puerta
Una voz dijo:
—Policía.
Keith respiró profundamente y pensó con rapidez. La radio acababa de decir que se procedía a una búsqueda casa por casa. Probablemente se trataba de eso. Como un recién llegado al hotel, él sería uno de los que investigarían primero, naturalmente. Aparte de su hora de llegada no tenía la policía otros motivos de sospecha.
¿Llevaba algo encima que pudiera delatarlo si lo registraban? Sí, su dinero. No los billetes que le había dado el encargado del bar o el vendedor de periódicos, sino las monedas y billetes que llevaba en dólares.
Rápidamente sacó del bolsillo las monedas que le quedaban (una de veinticinco centavos, dos de diez y alguna de un centavo). De la cartera sacó los billetes (tres de diez y unos pocos de uno) que no eran créditos.
La llamada se repitió, más fuerte e insistente esta vez.
Keith envolvió las monedas en los billetes, haciendo un pequeño y apretado paquetito, y sacando un brazo por la ventana lo colocó en la cornisa lo más lejos que pudo.
Entonces respiró profundamente y abrió la puerta de la habitación.
Tres hombres, dos de ellos en uniforme de la policía, estaban del otro lado. Los que iban de uniforme llevaban pistolas en la mano. Fue el otro, un hombre de traje gris, el que habló primero.
—Lo siento, señor —dijo—. Estamos haciendo una comprobación de todos los ocupantes del hotel. Cuestión de rutina. ¿Ha oído la radio?
—Desde luego —dijo Keith—. Entren.
Aun antes de que hubiera hablado ya habían entrado en la habitación.
Entraron preparados y alerta. El cañón de ambas pistolas le apuntaba al pecho y no se apartaba de allí ni un segundo. Los ojos fríos y llenos de sospecha del hombre vestido de gris tampoco se apartaban del rostro de Keith.
Pero su voz era cuidadosamente cortés.
—¿Cuál es su nombre?
—Keith Winton.
—¿Ocupación?
—Trabajo en una editorial. Soy el director de
Historias sorprendentes
. —Keith hizo un gesto hacia la revista que yacía abierta encima de la ama.
La boca de una de las pistolas que le estaban apuntando vaciló un poco, quizá un par de centímetros. Una ancha sonrisa se extendió por la redonda cara de uno de los dos policías de uniforme.
—¿De veras? —dijo—. Entonces debe ser el que escribe la sección de «Cartas por Cohete», ¿eh? ¿El «Piloto del Cohete»?
Keith asintió, sin decir palabra.
—Entonces —dijo el policía— quizá se acuerde de mi nombre. Me llamo John Garrett. Le he escrito cuatro cartas y se han publicado dos de ellas.
Rápidamente se pasó la pistola a la mano izquierda (pero siguió apuntando directamente a Keith), y alargó la mano derecha. Keith la estrechó.
—Desde luego —dijo—, usted debe de ser el que trata de convencernos para que hagamos en color las ilustraciones de las páginas interiores, aunque tengamos que subir el precio un cent… —se corrigió rápidamente— un crédito.
La sonrisa del hombre se hizo más ancha aún, y la pistola cayó a su lado.
—Seguro —dijo— ése soy yo. Soy admirador de su revista desde que...
—Levante la pistola, sargento —dijo el hombre del traje gris—. Y no se descuide.
La pistola volvió a apuntar a Keith, pero el hombre siguió sonriendo.
—Este individuo no es el que buscamos, capitán —dijo—. Si no fuera lo que ha dicho que es, ¿cómo podía saber el contenido de las cartas que he dirigido a la revista?
—¿Esas cartas han sido publicadas? —preguntó el capitán.
—Bien, sí, claro… pero…
—Los arturianos tienen una memoria prodigiosa. Si se ha preparado para desempeñar el papel de director de una revista, es natural que haya estudiado los números publicados de la que haya escogido.
El sargento arrugó la frente y dijo:
—Sí, claro. Sin embargo… —Se echó para atrás la gorra con la mano derecha y se rascó la cabeza.
El capitán había cerrado la puerta de la habitación y se apoyaba contra ella imposibilitando cualquier intento de escape de Keith, mientras miraba alternativamente a éste y al sargento.
—Pero la idea es buena, sargento —dijo al fin—. Si es que puede comprobar la verdad de lo que dice el señor Winton, en algo que no haya sido publicado en la revista. ¿Le parece que podrá?
El sargento puso una cara aún más confundida, pero Keith dijo:
—Sargento, ¿se acuerda de la carta que nos escribió hace aproximadamente un mes?
—Claro. Quiere decir la carta en la que les decía…
—No lo diga —interrumpió Keith—. Deje que lo haga yo. Nos dijo que las revistas infantiles tienen las ilustraciones en colores y pueden venderse aún más barato que nuestra revista de fantasía científica, de modo que no podía comprender por qué no hacíamos la nuestra en colores manteniendo el mismo precio.
El cañón de la pistola volvió a bajar. El sargento dijo:
—Es verdad, capitán. Eso es lo que yo puse en mi carta, y aún no se ha publicado. De manera que este hombre está fuera de sospecha o de lo contrario no sabría nada de esto. No podría saberlo. A menos… (volvió a mirar la revista que estaba encima de la cama), a menos que se haya publicado en este número. Este no lo he leído aún. Es el último número y debe de haber salido hoy mismo.
—Cierto —dijo Keith—. Pero su carta no está ahí. Tome la revista y compruébelo.
El sargento Garrett miró a su superior y éste le hizo una señal con la cabeza. Dio la vuelta detrás de Keith y levantó la revista, hojeándola hasta que llegó a la sección de «Cartas por Cohete» en las últimas páginas; entonces trató de leer y seguir vigilando a Keith al mismo tiempo.
El hombre vestido de gris sonrió y sacó un revólver de cañón corto de una funda que llevaba debajo del sobaco.
—Guárdese la pistola y concéntrese en lo que está haciendo, sargento —dijo—. Burke y yo vigilaremos.
El sargento Garrett dijo:
—Bien, capitán. Gracias —y enfundó la pistola. Con las manos y los ojos libres podía manejar la revista fácilmente.
Mientras buscaba la sección de correspondencia, Garrett dijo:
—Sigo pensando que deberían hacer las ilustraciones en colores, señor Winton. Estoy seguro de que los mons saldrían mucho mejor.
—Yo también quisiera que pudiéramos hacerlo —sonrió Keith—. Pero nuestros libros no podrían competir con los otros, si lo hiciéramos.
El capitán los miró a ambos con curiosidad.
—¿De qué están hablando ahora? —preguntó—. ¿Qué son los mons? ¿Y por qué hablan de libros? Esto es una revista.
—Llamar a sus revistas libros es un hábito entre los editores, capitán —dijo Keith—. Posiblemente porque quisiéramos que lo fueran. En cuanto a los mons, es una abreviatura de monstruos. Puede ver a un mons en la portada del número que el sargento Garrett está examinando.
—Y bueno —dijo el sargento—. Una de las cosas es del tercer planeta de Arcturus, ¿eh?
—Si recuerdo bien la novela —dijo Keith— se trataba de un venusino.
El sargento se rió satisfecho, como si Keith hubiera contado algo muy gracioso. Si lo era, Keith no sabía por qué, pero sonrió también. El sargento siguió leyendo las cartas de la sección «Cartas por Cohete»
Un minuto más tarde levantó la cabeza.
—Oiga, señor Winton, con respecto a esta carta del tipo que vive en Provincetown a quien no le gustan las novelas que escribe Bergman. No haga caso de gentes de tan poco gusto. Bergman es su mejor autor, con la excepción quizá de...
—¡Sargento! —la voz del capitán era ahora helada—. No estamos aquí para enterarnos de sus gustos en literatura. Dedíquese a las firmas o encabezamientos de esas cartas, para estar seguro que la suya no ha sido publicada en este número. Y no se pase toda la noche para hacerlo.
El sargento se puso colorado y empezó a pasar páginas furiosamente.
—No —dijo un minuto más tarde—. No está aquí, capitán.
El hombre vestido de gris sonrió a Keith.
—Creo que hemos terminado, señor Winton —dijo—, pero, para cumplir con nuestras órdenes, ¿tiene sus documentos?
Keith asintió y empezó a buscar su cartera. Pero el capitán dijo:
—Espere, si no le importa...
Y tanto si le importaba a Keith o no, se puso detrás de él y le pasó las manos rápidamente por todos los bolsillos. Aparentemente no encontró nada que le interesara, excepto la cartera. La sacó y después de examinar su contenido se la entregó.
—Bien, señor Winton —dijo—. Todo parece conforme, pero...
Se dirigió al armario, abrió la puerta y miró dentro. Abrió los cajones del tocador, miró bajo la cama, hizo un rápido pero completo examen de toda la habitación.
Había de nuevo un deje de sospecha en su voz cuando volvió a hablar.
—¿No tiene equipaje, señor Winton? —dijo—. ¿Ni un cepillo de dientes?
—Ni siquiera eso —dijo Keith—. No pensaba quedarme en Greeneville esta noche. Pero el asunto que me trajo aquí me ha llevado más de lo esperado.
El hombre vestido de gris terminó su examen.
—Bien, siento haberlo molestado, señor —dijo—, pero tenemos que cumplir las órdenes y no arriesgarnos, y usted acababa de llegar al hotel. Ha tenido suerte que el sargento Garrett haya podido identificarlo o habríamos tenido que hacer una investigación más completa. Pero ahora…
Hizo una señal al otro policía de uniforme, quien puso la pistola en su funda.
—No se preocupe, capitán —dijo Keith—. Comprendo que no pueden arriesgarse en lo más mínimo.
—Tiene mucha razón, señor. Por lo menos mientras ese espía ande suelto por los alrededores. Bien, no podrá escaparse de Greeneville. Hemos puesto un cordón que no lo atravesaría ni un mosquito. Y lo vamos a mantener hasta que atrapemos a ese art.
—¿Cree que tendré alguna dificultad en regresar a Nueva York? —preguntó Keith.
—Bien... Están revisando a todo el mundo en las estaciones. Pero creo que podrá convencerlos de que lo dejen pasar. —El capitán sonrió—. Especialmente si encuentra uno de sus lectores entre los guardias.
—Y eso no es muy probable, capitán. He estado pensando en mi viaje de mañana. Voy a llegar tan tarde a la oficina que creo que debería cambiar de idea y regresar esta misma noche. Me sentía algo cansado cuando decidí quedarme a pasar la noche aquí, pero ahora me siento mejor. ¿Podría decirme cuándo sale el próximo tren para Nueva York?
—A las nueve y media, creo —dijo el capitán, mirando su reloj—. Tiene tiempo de tomarlo, pero no sé si tendrá tiempo de pasar la revisión de la policía y que le dejen llegar al tren. Y el próximo sale a las seis de la mañana.
Keith arrugó el ceño.
—Me gustaría marcharme en el de las nueve treinta —dijo—. Diga, capitán, estoy pensando si podría hacerme el favor de telefonear al oficial que esté al frente del destacamento de la estación y responder por mí, para que no me detengan demasiado y no pierda el tren. ¿O es quizá pedir demasiado?