—Voy a llevarme dos o tres de aquellos libros para leer en la cama. Puede quedarse el cambio —dijo Keith. Aquello significaba una propina de cuatro dólares para el empleado.
—Muy bien y muchas gracias, señor Winton. Aquí tiene su llave. El número tres - cero - siete, en el tercer piso. Tendrá que subir y buscarlo usted mismo. Cerramos al oscurecer, de manera que no tenemos botones de guardia por la noche. Y yo tengo que quedarme aquí de vigilancia.
Keith asintió y se guardó la llave en el bolsillo. Luego regresó a la estantería donde estaban los libros y revistas.
Primero escogió
¿Vale la pena tener la Niebla Negra?
No había ninguna duda de que necesitaba leer ese libro.
Paseó la mirada por encima de los otros títulos.
Algunos le resultaban familiares, otros no.
Tomó también del estante el
Esquema de la historia
de H. G. Wells. Ese era un libro donde podría obtener mucha de la información que necesitaba.
¿Y cuál sería el tercero? Había muchas novelas, pero él necesitaba algo más substancioso. Algo que pudiera darle información más rápidamente.
Notó que había al menos media docena de libros sobre alguien llamado Dopelle. ¿Dónde había oído ese nombre? Claro, en las noticias del
New York Times
. Era el comandante en jefe de la flota sideral terrestre.
Dopelle, el hombre
.
La historia de Dopelle
.
Dopelle, el héroe del espacio
. Y otros varios.
Si había tantos libros sobre él en una selección tan pequeña como la de aquel hotel, entonces Dopelle era alguien sobre quien convenía estar informado. Escogió
La Historia de Dopelle
y ni siquiera se sorprendió al ver que estaba escrita por Paul Gallico.
Levantó los libros escogidos de modo que el empleado pudiera ver cuántos se llevaba y se dirigió a las escaleras antes que estuviera tentado de sacar más libros o seleccionar alguna revista para añadir a las dos que ya tenía. Las dos revistas que había comprado en Greeneville y que no había tenido tiempo de mirar, más allá de las portadas y los titulares.
Ya tenía más material del que podía consumir en el resto de la noche, aunque leyera muy rápidamente o no durmiera ni una hora.
Y tenía que dormir algo, por muy interesante que fuera la lectura. El ascenso por las escaleras hasta el tercer piso le demostró lo cansado que estaba. El hombro herido le dolía muchísimo ahora. Y los nudillos de la mano derecha empezaban a dolerle y a inflamarse; no se había cortado con el cristal, pero los nudillos de la mano se habían magullado bastante y estaban tan sensibles que le dolían incluso cuando abría o cerraba la mano.
Encontró la habitación en un pasillo pobremente iluminado, entró y encendió las luces. Era una habitación atrayente, a la que se quedó mirando con deseo. Pero no se atrevía a acostarse hasta que se enterara de unas cuantas cosas que podía aprender en los libros que había comprado. Cosas que podían ahorrarle, mañana, cometer alguna equivocación tan estúpida como la de aquella noche al abandonar la estación Gran Central. Sólo gracias a su buena suerte había sobrevivido al error.
Se desvistió lo suficiente para estar cómodo y se sentó a leer, escogiendo deliberadamente la menos cómoda de las dos sillas que había en la habitación, de modo que pudiera mantenerse despierto durante el mayor espacio de tiempo. Sabía que si se tendía en la cama a leer no podría mantenerse despierto más de media hora.
Escogió primero
¿Vale la pena tener la Niebla Negra?
Iba a pasar rápidamente por ese libro, pero por lo menos quería enterarse de lo que era la Niebla Negra.
Afortunadamente, la historia de la Niebla Negra estaba bastante bien resumida en el primer capítulo. Había sido inventada (se enteró allí) por un profesor alemán en el año 1934, poco tiempo después de la destrucción de Chicago por los navíos espaciales de Arcturus. El bombardeo de aquella ciudad, en el que habían perecido más de nueve millones de personas, había tenido lugar a principios de 1933, seguido por la destrucción de Roma, pocos meses más tarde.
Inmediatamente después de la aniquilación de Chicago, todas las grandes ciudades del planeta se habían impuesto el más estricto oscurecimiento nocturno; pero el oscurecimiento no había salvado a Roma.
Aunque el oscurecimiento había sido perfecto, aquella ciudad había sufrido la misma suerte de Chicago. Afortunadamente, sin embargo, el navío arturiano que había arrasado Roma pudo ser capturado por Dopelle con unos cuantos miembros de la tripulación vivos.
Por medio de la intervención de algo o alguien llamado Mekky (aquí el autor de
¿Vale la pena tener la Niebla Negra?
suponía que sus lectores sabían todo lo que había que saber acerca de Mekky y en consecuencia no daba ninguna explicación respecto a ese personaje) los arturianos sobrevivientes habían confesado que poseían detectores que eran sensibilizados por unos rayos (diferentes de los rayos lumínicos) desconocidos para los terrestres hasta ese momento pero que eran emitidos por los filamentos de incandescencia eléctrica.
Con los detectores los arturianos podían entonces localizar fácilmente una ciudad, aunque las luces estuvieran encendidas dentro de los edificios, pues las casas eran tan transparentes a los rayos llamados épsilon como a las ondas de radio.
Durante algún tiempo pareció que la única solución para garantizar la seguridad de las ciudades terrestres consistía en volver a la luz de gas o a las velas para la iluminación nocturna. La luz eléctrica podía usarse para la iluminación interior durante el día, porque la luz solar borraba los rayos épsilon antes de que pudieran dejar la atmósfera de la Tierra.
Pero Dopelle se había retirado a su laboratorio para trabajar en ese problema. Había descubierto la naturaleza de los rayos épsilon y había enviado partes diarios de su trabajo a los científicos que en todas las ciudades del mundo trabajaban bajo sus órdenes para conseguir algún método efectivo de absorber o bloquear los rayos durante la noche, de la misma manera que la luz solar los absorbía durante el día.
Al fin el profesor alemán había encontrado la única forma práctica y que hasta la fecha no había sido mejorada: el gas épsilon con el que se formaba la Niebla Negra, que ahora era utilizada por el Gran Consejo Terrestre en todas las ciudades de más de cien mil habitantes.
El descubrimiento de
Herr Professor
Kurt Ebbing era una substancia de notables propiedades. Sin olor ni sabor, inofensiva para todas las formas de vida animal y vegetal, era completamente impenetrable a la luz y a los rayos épsilon. Se fabricaba a muy bajo costo a partir de los residuos del alquitrán y una sola fábrica podía producir bastante en unas pocas horas antes del anochecer, para que se mezclara con el aire y envolviese completamente una ciudad. Y al amanecer, la luz del sol lo desintegraba en un lapso de diez o quince minutos.
Desde el descubrimiento de la Niebla Negra navíos arturianos habían podido atravesar las barreras de defensa terrestres, pero no habían atacado ninguna de las grandes ciudades de la Tierra. La Niebla Negra era efectiva.
Habían destruido una docena de pequeñas ciudades. Aceptando como premisa que los arturianos debían atacar lógicamente a la ciudad más grande que aparecía en sus detectores, entonces se habían salvado una docena de las grandes ciudades del planeta. Contando las pérdidas en las ciudades pequeñas contra las pérdidas en vidas humanas que se podían haber sufrido si los arturianos hubiesen destruido una docena de las grandes capitales (como sin duda alguna habría ocurrido sin las protectoras Nieblas Negras) entonces podría demostrarse con hechos que la Niebla Negra había salvado probablemente unos diez millones de vidas, como mínimo. Si se contaba Nueva York o Londres entre las ciudades que, sin la Niebla Negra, habrían sido destruidas, entonces el número de vidas ahorradas podía aumentar en muchas veces aquella cifra de diez millones.
Pero la Niebla Negra había costado la vida de muchos. La policía de casi todas las grandes ciudades se había encontrado completamente imposibilitada de combatir la creciente ola del crimen. Bajo la protección impenetrable de la Niebla Negra, las calles de casi todas las mayores ciudades se habían convertido en un lugar donde cualquier cosa podía pasar después de anochecer. En Nueva York solamente, cinco mil policías habían sido muertos en luchas callejeras antes de que el Departamento de Policía (o lo que quedaba de él) abandonase el propósito de patrullar las calles por la noche.
Los métodos de milicias cívicas también habían sido probados y abandonados.
Y la situación se agravaba por la tendencia de los veteranos que regresaban del frente de guerra con los arturianos a convertirse en delincuentes, una clase especial de psicosis de guerra a la que posiblemente sucumbía una tercera parte de los veteranos.
En casi todas las ciudades importantes (particularmente en París, Nueva York y Berlín) se había acabado por abandonar los intentos de mantener la ley y el orden por la noche. Después de oscurecer, las pandillas y los criminales imperaban en la calle. Los ciudadanos respetables no salían y permanecían encerrados en sus casas. Los servicios de transporte público no funcionaban.
Afortunadamente (aunque es extraño), la mayor parte de los criminales reducían sus actividades al aire libre. Los robos y asaltos a las casas particulares no eran más frecuentes que en los días anteriores a la Niebla Negra. El ciudadano que permanecía en su casa con las puertas y ventanas cerradas no corría mayor peligro del que tenía antes del oscurecimiento. La naturaleza de la llamada «psicosis de la Niebla Negra», que era la causa de la mayor parte de la delincuencia urbana, parecía requerir que los actos delictivos fueran cometidos bajo la protección de aquella densa y escalofriante oscuridad.
Había criminales que operaban solos y había las pandillas. Estas últimas eran mucho peores que nada de lo que se había conocido antes. Algunas bandas, como los Nocturnos de Nueva York, los Sangrientos de Londres y los Lenistas (Keith se preguntó si el nombre habría sido adoptado del de Lenin) de Moscú, habían desarrollado unas técnicas especializadas y parecían muy bien organizadas.
Cada noche había cientos de muertos en las grandes ciudades. Y la situación habría sido aún peor si no fuera por el hecho de que los bandidos se robaban y mataban entre ellos con mayor frecuencia que a los ciudadanos decentes que se quedaban en casa.
La Niebla Negra era (admitía el libro) un precio muy caro por la inmunidad que proporcionaba frente a los ataques espaciales. Probablemente habían muerto un millón de personas en crímenes cometidos bajo el amparo de la Niebla Negra, pero un mínimo de diez millones de vidas habían sido indudablemente salvadas. Gracias a la Niebla Negra, los doce rugientes infiernos provocados por los arturianos (desde los ataques a Chicago y a Roma) habían sido ciudades pequeñas, cuya pérdida la Tierra podía soportar. ¿Vale la pena tener la Niebla Negra? Sí, decía el autor, basándose en aquellos diez millones de vidas salvadas.
Keith se estremeció ligeramente cuando dejó el libro encima de la mesa. Si lo hubiera comprado en Greeneville y lo hubiera leído en el tren no habría sido tan ignorante como para abandonar la estación Gran Central aquella noche. Habría alquilado una litera allí, o habría dormido en el suelo si todas las literas estaban ocupadas.
Sin duda alguna, la vida nocturna en Broadway ya no era lo que había sido en el mundo de donde él venía.
Avanzó hasta la ventana y se quedó mirando, no hacia afuera sino hacia la densa negrura que había detrás del cristal. Las cortinas no estaban bajadas, pero eso no importaba mucho en los pisos más arriba del primero.
A unos pocos pasos de distancia, desde fuera, ya no se podía ver la ventana iluminada. Era una extraña clase de negrura; nunca lo hubiera creído si no lo estuviera viendo con sus propios ojos.
¿Y qué es lo que estaría pasando allí abajo, en la oscuridad de la calle Cuarenta y Dos, sólo a media manzana de Times Square, el mismo centro de Nueva York?
Sacudió la cabeza lleno de confusión. ¡Los criminales dueños de la calle Cuarenta y Dos! ¡Los rojos habitantes de la Luna caminando tranquilamente por la arteria principal de Greeneville! ¡El general Eisenhower encargado del Sector Venus de la flota interplanetaria terrestre en lucha contra Arcturus!
¿En qué clase de universo de locos había ido a caer?
Bien, cualquiera que fuese aquel universo, él estaba allí y no tenía otro remedio que tratar de arreglarse lo mejor posible; sabía que estaría en continuo peligro hasta aprender las costumbres del lugar, de modo que no tuviera que arriesgarse a cometer una equivocación fatal cada vez que hiciera o dijese algo.
Las equivocaciones no eran recomendables en un lugar donde uno podía ser muerto como espía arturiano sin provocación y sin previo aviso, donde lo podían matar si trataba de caminar desde la estación Gran Central hasta Times Square después de anochecer.
Sería mejor que permaneciera despierto algo más para poder seguir leyendo.
Con resolución tomó la edición de bolsillo del
Esquema de la historia
de H. G. Wells. Estaba ahora demasiado cansado para poder seguir sentado en aquella dura silla. Decidió tenderse en la cama; si se quedaba dormido seguiría leyendo por la mañana todo el tiempo que le fuera posible antes de salir a enfrentarse con el Nueva York de día. Y por malo que fuera el Nueva York de día, siempre sería mucho mejor que el Nueva York que lo había recibido por la noche.
Dobló la almohada debajo de la cabeza y empezó a leer el libro de Wells. Pasó rápidamente por los primeros capítulos, leyendo sólo unas cuantas frases clave aquí y allí, dando vuelta a las páginas con rapidez, generalmente varias de un golpe.
Había leído ya aquel libro hacía sólo unos meses y estaba familiarizado con su contenido. No encontraba nada diferente en este ejemplar, por ahora. Inclusive las ilustraciones eran las mismas.
Los dinosaurios, Babilonia, los egipcios, los griegos, el Imperio Romano, Carlomagno, la Edad Media, el Renacimiento, Colón y el descubrimiento de América, la Revolución de los Estados Unidos, la Revolución Industrial.
¡Los viajes interplanetarios!
Aquél era el título del capítulo, una décima parte antes de terminar el libro. Dejó de pasar hojas y empezó a leer detenidamente.