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Authors: Caroline L. Jensen

Tags: #Humor

Una vecina perfecta (13 page)

BOOK: Una vecina perfecta
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—Ah. O sea, que otra vez pensando en el objetivo final. Parece que no hay manera de evitarlo.

—Sin duda. Aunque muchos han malinterpretado al Diablo por completo y creen que hace el mal sólo por el mal. Pero tiene un deseo, o sea, liberarse de Dios, que incluso él ve como algo bueno. —Satanás se detuvo un segundo, pensó en cómo continuar y dijo— : Y yo, como buena cristiana, ni siquiera puedo juzgarlo. Tampoco puedo negar su origen, ni dudar de que algún día vaya a encontrar el camino correcto de nuevo.

—Vaya… Entonces, ¿uno ama incluso a Satanás cuando se es cristiano, un cristiano de verdad?

—Sí, claro. La Creación de Dios es la Creación de Dios y todo tiene un sentido.

—O sea… ¿Dios es quien creó a Satanás y, por extensión, el mal? Parece un poco… artero, por su parte. Como si estuviera echándole las culpas a su hermano mellizo. —La señora Bengtsson se rió—. Entonces, ¿Dios es malo pero a través de un intermediario? Vale, ahora me dirás que no puedo ver el sentido del objetivo a largo plazo. Me rindo. —Suspiró.

—Hay que buscar consuelo en la idea de que ese amor forzado es mutuo. Yo creo que Dios también ama a todo el mundo. Incluido Satanás.

—Pues entonces quizá sea igual de pesado para Dios como para nosotros, ¿no? Qué bonito se ha vuelto de repente el amor —dijo con ironía—. Pero es mecánico y repetitivo. El amor pierde su magia y de pronto se convierte en una cadena. Ni te imaginas cuántas cosas hay que parecen haber perdido su fuerza de atracción, la razón de ser o incluso la bondad en esta… aventura. ¿Sabes? Esta mañana he pensado seguir leyendo la Biblia, pero no he podido. No he podido, porque no tenía fuerzas para lidiar con todo lo que hay allí. Y no me refiero a que el nivel de dificultad me haya cansado. Me refiero a que las decepciones y las penas que el texto va acumulando de forma indirecta han terminado con mis ganas de buscar la bondad. La búsqueda de la calma… Mi búsqueda espiritual.

»Quiero decir, me vienen a la cabeza la homofobia, la represión de la mujer, las continuas vejaciones de los derechos humanos y el comportamiento siempre infantil de Dios. Lo recuerdo de las clases de la confirmación. Y lo reconozco, yo también miro documentales. Sé que eso saldrá en cualquier momento en las páginas que me quedan por delante, y me siento a puntito de agotarme antes de hora sólo de pensar en cómo voy a conectar todo eso con un Dios bueno y amoroso. Porque eso es lo que quiero.

Tragó saliva con un leve chasquido y su sistema respiratorio cambió su siguiente inspiración por varias aspiraciones entrecortadas.

—Quiero que Dios sea… El que Ama. —Cuando la señora Bengtsson bajó la cara y fijó su mirada en la taza de café, una lágrima rodó por su mejilla izquierda. Una. Suficiente—. Pero no es así —se animó y se sacudió los hombros como si se estuviera apartando un manto extremadamente incómodo—. Eso no es lo que aparece en las páginas que tengo delante. El tema es que me faltan bastantes páginas hasta que me pueda sentir en paz con algo que ponga ahí. Aun así tengo que leerlo, revisarlo y aceptarlo si quiero ser como tú dices: una cristiana de verdad… No sé si soy tan fuerte.

»O más aún, aunque a lo mejor lo sea, no sé si quiero poner todas mis fuerzas y energía en tratar de reconciliarme con… —la señora Bengtsson interrumpió la frase y miró al Diablo a los ojos.

—¿Con Dios? —preguntó él.

—Sí. Pero es peor de lo que crees. No es que le esté dando vueltas a si derrochar el saldo de mi cuenta de fe peleándome con todas estas preguntas, para terminar encontrándomelo igualmente al final del camino. Lo que estoy pensando es que a lo mejor ya he encontrado a Dios, que ya he visto al Todopoderoso. Y mi duda es si quiero invertir mi amor en alguien como El. Sea cual sea su comportamiento en ese final prometido, durante el camino el Señor es una cosa totalmente distinta. —Estaba de lo más seria.

—Te preguntas si Dios se merece tu amor.

—Sí. Eso es precisamente lo que me estoy preguntando. Y también si se merece esto. —Se arrodilló y abrió los brazos, al tiempo que se ponía a llorar otra vez—. ¿De veras se merece mis lágrimas?

—Eso sólo lo puedes decidir tú —respondieron tanto Rakel como Satanás—. Pero ahora estás llorando por El.

Ésa era la cuestión. La señora Bengtsson no estaba llorando por Dios. Entonces le habría sido más fácil tomar una decisión. No, estaba llorando por culpa de Dios. Nada que ver.

Rakel
la Milagrosa
consoló al ama de casa aquella mañana con sus dos personalidades en perfecta y sincera comunión.

El conocimiento de Satanás sobre cómo se relacionan las cosas y su empatía por la desesperada frustración de la mujer le permitían comprender perfectamente la lucha por el libre albedrío que la señora Bengtsson estaba librando. Por su parte, a Rakel, su creencia y su empatía la podían llevar a aumentar el dolor que sigue al autosacrificio que todo buen cristiano debe hacer. En otras palabras, la señora Bengtsson tenía un gran apoyo. Y ninguno de sus dos guías quería verla llorar por el motivo que, respectivamente, cada uno de ellos le atribuía.

Así la consolaba Rakel:

—No sólo se puede, sino que hay que cuestionar. No necesariamente a Dios, pero sí la Biblia, sin duda alguna. Y pensándolo bien, está claro que Dios tolera ser cuestionado. No estás actuando mal. No debes tener miedo.

Y así la consolaba Satanás:

—Dios peleó con Jacob. Dios no podía vencer, así que le puso a Jacob otro nombre: Israel. «Pues has luchado con Dios y las personas, y has vencido.» ¿Cómo terminó Dios ganando la pelea, a pesar de todo? Pues barriéndole los pies a Jacob. Sólo entonces pudo Dios hacerse con la victoria. Quizá ahora Dios esté apuntando a tus pies. ¡Pero tú puedes vencer! No estás cometiendo ningún error. No debes tener miedo.

Era evidente que ambos habían malinterpretado a la señora Bengtsson.

Ella no tenía miedo.

No temía a Dios. Ni a la Biblia. Ni siquiera a las desgracias que contaba. No. No le tenía miedo a nada de eso. Probablemente podía, ahora que se lo estaban señalando, identificar cierto grado de temor, pero se correspondía simple y llanamente al vértigo que sentía por dentro. Estaba un poco asustada porque ahora sentía un odio incipiente.

No sabía qué hacer con él.

—No tengo miedo —protestó a la manera de los humanos—. Estoy enfadada. Estoy decepcionada. Estoy triste y a veces me quedo atónita con la metódica estupidez que Dios puede mostrar. Pero no tengo miedo. Aquí están mis pies. ¡Ven a barrerlos! —gritó mirando al cielo—. Si es que la victoria te resulta tan importante.

Uno podría pensar que la querida señora Bengtsson tenía la suerte de su lado porque Dios no la estaba mirando en aquel momento de flagrante blasfemia. Uno podría creerlo, sí. Pero se estaría equivocando como el que más.

El Creador había estado un cuarto de hora escuchando la conversación entre ella y la diabólica Rakel. Sabía también —por supuesto— quién era exactamente el interlocutor de la señora Bengtsson, quién le estaba haciendo de caja de resonancia, por así decirlo.

Si Él hubiese sido de esos que responden a las provocaciones baratas (y la idea le pasó por la cabeza un instante y medio), habría volcado la taza de café de la señora Bengtsson justo encima de esos pies invocados. Pero no hizo nada.

Se había quedado absorto con el «Sí» que Satanás había pronunciado unos minutos antes, cuando le habían preguntado si amaba a Dios.

Y la añoranza que Dios sentía por su ángel perdido —mejor dicho, expulsado— lo ocupaba ahora todo. La pena y el dolor estaban haciendo mella en el Eterno.

En los cristales de Rakel empezó a salpicar una repentina y suave lluvia. Él lo sabía todo sobre el amor. Sobre el amor al que uno estaba encadenado. Un amor ineludible y obligatorio.

Cuando se le hizo insoportable, Dios se marchó de allí.

Segunda parte

Miércoles

Capítulo 16

—Sí, claro, el calentamiento global… ¡Ja! —murmuró la señora Bengtsson delante de la puerta de su casa el miércoles por la mañana. Un año antes por las mismas fechas habían tenido vientos cálidos y una temperatura media de 25 grados.

Miró el serbal, que se había reavivado de forma considerable y tenía ahora un color rojo claro en todas sus hojas. El viento las hacía tiritar, casi daba la sensación de que el árbol estuviera riéndose. Y es justo lo que hacía, por la sencilla razón de que los serbales no tienen ni una sola pena que los acongoje.

—Cierra el pico —dijo la señora Bengtsson, le dio la espalda y comenzó a bajar por la calle Fröjd.

No podía hacer mucho más de doce, trece grados, y si había un sol en algún lugar al otro lado del impenetrable manto gris del cielo, estaba claro que tenía otras cosas que hacer. Eso sí, la señora Bengtsson había encontrado una excusa para estrenar sus nuevas botas marrones de cuero y los guantes a conjunto antes de lo previsto. Aunque no tenía fuerzas para ver el lado positivo del asunto. Ni fuerzas ni ganas, porque eso era lo que había que hacer, ¿verdad? ¿No era digno de admiración centrarse siempre en los aspectos más luminosos de la existencia? Soltó un bufido.

«Hace un frío del carajo y es asqueroso, ¡así de claro!»Aquel paseo al mediodía era uno de sus clásicos paseos de reflexión. Necesitaba pensar.

La mañana había transcurrido con total normalidad. El señor Bengtsson tomó el desayuno, la besó en la boca y se marchó a vender sus coches. La señora Bengtsson limpió las migas, la pala del queso y los envases vacíos de yogur, a pesar de todo estaba de bastante buen humor. La conversación de la noche anterior con Rakel le había dejado claro que era normal, o por lo menos comprensible, sentir el dolor de las dudas religiosas, una ambivalencia respecto a Dios. Y cuando la cafetera terminó su tarea se sentó a la mesa de la cocina con todo eso en la mollera y con la Biblia entre las manos. Libro Segundo de Moisés. Allá vamos.

Sin reparar en el gesto, había sacado un cenicero y el paquete de tabaco. Ni siquiera se había molestado en pensar qué día de la semana era.

«A por ello», pensó nuestra ama de casa, dispuesta a tener más dudas y a sentir más ambivalencias. Y su gran sorpresa fue que a medida que iba leyendo no fue así. La libreta estaba abierta por una página nueva con el bolígrafo descansando encima. Había escrito «Libro Segundo de Moisés» en el encabezado y se había puesto a leer casi —pero sólo casi— con la misma expectación que las primeras veces.

Los israelitas fueron sometidos en Egipto. Sí, muy triste, por supuesto. Ninguna confusión de sentimientos al respecto. Moisés, un yogurín, llegó al mundo bastante pronto, y la única nota que tomó fue una nota mental:

«¿Quién dice que esto es una gran obra literaria? Está bastante mal escrita, la verdad.»Tenía que reconocer que el arbusto en llamas que le encomendó a Moisés su misión sagrada era una imagen bastante lograda, pero teniendo en cuenta que Rakel afirmaba todo el tiempo que las palabras coincidían perfectamente con la realidad, tampoco había motivos para felicitar al autor por la invención. Si era real, era real, y no producto del talento de un cuentacuentos motivado.

Dios le dijo a Moisés que se descalzara, puesto que estaba pisando tierra sagrada. Aquello hizo pensar a la señora Bengtsson por qué en las iglesias suecas, a diferencia de en las mezquitas, no se seguía la costumbre de quitarse los zapatos. Llegó a la muy probable conclusión de que tendría que ver con el clima en las distintas partes del mundo.

«Pobre Moisés —pensó—. Si supieras lo que te espera.»Ahí le salió la rabia. ¿Por qué todo ese peso, toda esa responsabilidad, tenía que recaer en una simple y única persona? Suspiró y dio un sorbo al café mientras Moisés iba a ver al faraón para exigirle que liberara a su pueblo.

El faraón se negó.

Qué sorpresa.

Y luego unas cuantas visitas más al faraón, pero éste siempre se negaba, Moisés insistía, el faraón se negaba, Moisés insistía… Pasó distraída las páginas. Había visto
El príncipe de Egipto.
Para ser sinceros, Disney lo hacía mejor.

Sus sentimientos fueron en aumento cuando Dios comenzó a enviar plagas sobre los egipcios. Y no, tampoco ahora esos sentimientos eran contradictorios a medida que crecían en su interior. Apuntaban todos al mismo sitio, eran todos expresión de la misma cosa: un desprecio furioso.

Toda el agua de Egipto se convirtió en sangre. Llovieron ranas. Hubo una invasión de mosquitos y luego nubes de moscas. Los hogares fueron azotados por la peste. A la gente le salieron pústulas, cayó granizo del cielo y las langostas cubrieron el cielo de negro. Después el mismo cielo se volvió negro cuando Dios sumió al país en la oscuridad.

—¿Y cómo lo vivieron los Fulanitos y Menganitos egipcios del momento? ¿Eran realmente conscientes de por qué estaban sufriendo todo aquello, o sólo creían que se acercaba el fin del mundo? A lo mejor a esas alturas del partido incluso lo estaban deseando. —La pregunta se la formuló al libro, directamente a las páginas.

Naturalmente, el libro no le respondió, sino que se limitó a proseguir indiferente con sus descripciones relativamente literarias de las desgracias con las que Dios castigó a Egipto, una nueva cada vez que el faraón se negaba a liberar a los israelitas.

La señora Bengtsson se mosqueó.

«Castiga al faraón, castiga a los responsables, pero Virgen Santa, ¡deja en paz al señor y a la señora Bengtsson egipcios!»¿Qué habían hecho ellos, aparte de no pertenecer al pueblo que Dios había elegido a dedo? De forma totalmente arbitraria, opinaba la señora Bengtsson.

¿Dios era racista?

La respuesta a esa pregunta era que sí, naturalmente. Lo pudo comprobar leyendo las páginas que seguían, cuando el texto describía la décima plaga, en la que todos los primogénitos de Egipto fueron degollados por Dios.

«Entonces comprenderéis que el Señor hace diferencias entre Egipto e Israel», dijo Moisés en el versículo 11:7.

Toma ya, una respuesta clara como el agua.

La señora Bengtsson, que instintivamente había aprendido a despreciar toda forma de discriminación étnica, igual que todos los suecos del siglo XX bien educados, sintió un escalofrío y mal sabor de boca. Intentó deshacerse de él con un trago de café, pero era difícil. Ese racista divino.

Fue entonces cuando decidió salir a dar un paseo a pesar de que el mundo exterior tuviera un aspecto pachucho y desalentador. Necesitaba pensar. Pero no en lo que sentía por lo que acababa de leer. Esto ya estaba muy arraigado en su ser, pues una persona bien educada e inteligente nunca, bajo ninguna circunstancia, acepta ningún tipo de racismo ni de discriminación étnica. Punto. Aquello no era nada que ella pudiera cambiar, ni que quisiera pensar en cambiar. Lo que necesitaba sacar en claro era qué iba a hacer ella con Dios.

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