Satanás estaba a punto de contestar cuando oyó que a Dios se le cortaba la respiración.
Abajo, en la carretera, vio que el pequeño coche de pronto giraba bruscamente a la derecha y se estrellaba contra un viejo abeto. Debían de ir por lo menos a noventa y vio que la señora Bengtsson salía disparada a través del parabrisas como una muñeca de trapo y aterrizaba veinte metros más adelante. Rebotó en el suelo varias veces, dejando manchas de sangre en cada impacto, hasta que su cuerpo se quedó descansando sobre una gruesa raíz que sobresalía de la tierra. No cabía duda de que el ama de casa estaba muerta y, por extraño que pareciera, Satanás se puso triste. Por lo visto, la mujer le gustaba más de lo que se pensaba.
En el lado de Beggo vio moverse un poco el airbag.
¿Era posible? De repente el claxon de la
Furia Amarilla
comenzó a pitar hasta desgañitarse. Como si hubiera superado el
shock
inicial y quisiera lamentar de la forma más ruidosa posible el accidente que lo había causado, el coche comenzó a llorar. Después se hizo un silencio igual de repentino.
Detrás de la
Furia Amarilla
se detuvo un todoterreno verde oscuro. Una mujer de mediana edad se bajó de un salto y fue corriendo hasta el coche de correos.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío! —gritaba por acto reflejo cuando cogió la manilla de la puerta del conductor. La puerta se salió de cuajo de su sitio y cayó, obligando a la mujer a dar un saltito atrás para que no le cayera en los pies. Y luego Satanás oyó lo que estaba temiendo.
—¡No te muevas! Quédate quieto. ¡Voy a llamar a una ambulancia!
El Diablo soltó un bramido en la lejanía que hizo levantar la cabeza a la mujer y mirar extrañada al cielo. ¿Cómo podía tronar si no había nubes?
La sabandija engreída del correo había sobrevivido.
La señora Bengtsson no lo había matado.
Colérico, volvió al Infierno.
Había fracasado. Otra vez.
La señora Bengtsson notó como rodaba su cuerpo por la hierba. Tampoco pudo hacer nada para detenerlo (la fuerza con la que había sido catapultada del coche era demasiado grande). Dio vueltas y más vueltas hasta que por fin se quedó quieta. Tardó unos pocos segundos más en abandonar su propio cuerpo.
«Si me quedo aquí tumbada sin decir nada, a lo mejor esto no ha pasado», pensó y cerró los ojos.
«Espera un momento. ¿Tumbada? ¿Aquí?» ¿Cómo había acabado así? Había notado su cráneo aplastándose contra el cristal del parabrisas justo antes de salir volando y había oído cómo los huesos de su cuerpo se iban rompiendo al rebotar contra el suelo, dar un montón de vueltas y al final chocar contra las raíces de un viejo árbol.
«¿Y yo estoy aquí pensando? —Se concentró—. ¿Sin ni siquiera sentir dolor? ¿Puede ser el
shock
? ¿La adrenalina? ¿Estoy viva?»
Abrió los ojos con mucho cuidado.
Lo primero que vio fue que todo era blanco. Blanco y plateado. La hierba sobre la que estaba era como algodón de azúcar plateado pero sin ser pegajoso. El tronco en el que estaba apoyada parecía hecho de restos de la plata más pura y la deslumbraba. En la copa del árbol, compuesta de delicadas hojas blancas como la nieve, algunas tintineaban como cristales musicales. Dentro había un conejito blanco mirándola con la cabeza ladeada y una gran sonrisa.
«Vale, vale, creo que no.»
Se llevó la mano a la cabeza y la palpó, pero no tenía heridas ni sangre, ni tampoco le dolía nada. Volvió a mirar la copa del árbol. El conejito blanco sonrió aún más y abrió un par de alas enormes y angelicales. En un movimiento que reunía toda la belleza de la Creación, descendió con un suave vuelo y se sentó en el suelo blando, delante de la señora Bengtsson.
Dios agitó su pequeño cuerpo y la miró con ojos centelleantes.
—Por fin nos vemos, cosita mía. ¡Bienvenida al Paraíso! ¡Tenemos tantas cosas de las que hablar!
—¡Me cago en Dios! —dijo la señora Bengtsson y se desmayó.
Cuando la ambulancia llegó al lugar del accidente constataron rápidamente que tendrían que serrar el coche para liberar a Beggo de su asiento y llamaron a los bomberos.
A esas alturas, Beggo había recuperado la conciencia y la mujer del todoterreno lloró con él mientras el muchacho gemía en voz baja diciendo con voz débil:
—¡Bengtsson! ¡Bengtsson!
La mujer dedujo que Bengtsson debía de ser la acompañante muerta debajo del árbol y comprendió que aquel hombre la amaba. Lo consoló lo mejor que pudo: «Ahora está en un lugar mejor.» Pero Beggo era inconsolable.
De ahí el sentimiento de gratitud que lo invadió cuando media hora más tarde vio que el bombero que estaba cortando su querido coche para liberarlo perdía el control de la sierra. Sí, cuando Beggo vio el filo acercándosele como un corcel resplandeciente, soltó un suspiro de agradecimiento, justo antes de ser decapitado.
El señor Bengtsson, que le había abierto la puerta a una Rakel sobresaltada y, bueno, completamente histérica, se pasó un año entero sin hablar con nadie después del accidente.
Su encantadora mujer había tenido una aventura. ¡Con el cartero!
Se hundió en una depresión tan profunda que fue ingresado en el hospital, y Rakel, que era una buena cristiana, no fue capaz de explicarle lo que realmente había estado haciendo su mujer los últimos días de su vida. Vio cuánto la amaba aquel hombre y cuánto la echaba de menos. La chica dijo adiós a la carrera de Teología. Sus experiencias, que para su desagrado recordaba perfectamente, aunque algunas cosas de forma un poco difusa, habían sido tan intensas que ahora nadie le podía enseñar nada sobre la religión ni el cristianismo, razonaba ella, y se puso como objetivo cuidar al señor Bengtsson. Primero en el hospital, adonde iba cada día, y después en su casa. Le preparaba la comida, limpiaba, fregaba los platos y le administraba el hogar, mientras él la observaba apático desde la cama. Cada día. Al cabo de un año le dirigió sus primeras palabras:
—Rakel. Creo que te quiero.
Al cabo de otro año, Rakel había vendido su casa y de nuevo la calle Fröjd tenía una señora Bengtsson. El tema es que Dios había bendecido su matrimonio y los dos esperaban entusiasmados a que un mini-Bengtsson asomara la cabeza y se plantara en sus vidas. Sí, eran una pareja feliz.
Desde su trocito de cielo, la señora Bengtsson los miraba y les deseaba la mayor felicidad con todo su corazón.
—Eres un auténtico gamberrete, ¿eh? —dijo rascando a Dios entre las orejas—. Si los de ahí abajo tuvieran la más mínima idea de cuál es la verdad sobre Dios…
El Señor se acurrucó aún más bajo su caricia.
—Pero tienes razón en que así es mejor. Ya lo sabrán a su debido tiempo. Todos.
Dios asintió, se rió un poco y se puso boca arriba para que la señora Bengtsson pudiera rascarle mejor la esponjosa barriga.
— Fin —
Caroline L. Jensen,
nació en Suecia en 1978. Logró un gran éxito mediático con su primera novela,
Champagneflickan,
en la que relataba su vida como bailarina de striptease.
Una vecina perfecta
(2010) fue su primer libro publicado en castellano.