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Authors: Caroline L. Jensen

Tags: #Humor

Una vecina perfecta (23 page)

BOOK: Una vecina perfecta
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Esa era otra de las causas por las que su corazón estuviera palpitando con tanta fuerza mientras iba en el autobús. Hurto menor. Otro chicle de nicotina rebotó contra todas las paredes de la cajita antes de entrar en su boca. Masticaba demasiado rápido, le ardía un poco la lengua, pero le gustaba.

El viejo de delante se volvió de nuevo.

«Hay personas que no tienen educación, así de claro», pensó, contuvo el impulso de sacarle la lengua, cambió de idea y se la sacó con un bufido mientras apretaba el botón de parada. El autobús se acercó al arcén y se detuvo con un gemido. El viejo la miró atónito, las puertas se abrieron con un suspiro y la señora Bengtsson se bajó.

En cuanto puso un pie en la acera se dio cuenta de lo estúpida que había sido. Gafas de sol enormes y un pañuelo cubriéndole la cabeza. Porque así era como se vestían los cacos. ¡Pero si lo último que quería era parecer un ladrón, ahora que iba a ejercer como tal! Se quitó el pañuelo y lo guardó en el bolso, se subió las gafas sobre la frente y las medio ocultó entre un par de mechones. Así. No había motivo para facilitarle las cosas a los vigilantes de las tiendas. Entró a paso firme en el gran edificio blanco del centro comercial de Jämnviken y, agradecida, dejó que la música ligera del centro comercial le diera una patada al
Nada nos puede parar
de los Black Jacks.

«Maldito Lasse Holm.»

Estuvo un cuarto de hora paseando sin rumbo y por un momento casi logró olvidarse de por qué estaba allí, hasta que vio el mostrador de perfumería. Le pareció perfecto. Cosas pequeñas, pero caras, y sin detector de alarmas a la vista. Se acercó al mostrador y la dependienta la miró con simpatía.

—Hola, me estaba preguntando… —dijo mirando con los ojos entornados los estantes que la mujer tenía detrás, intentando ver lo que ponía arriba y al fondo del todo. Algo que le sonara.

—¿Sí?

Encontró lo que andaba buscando y se desplazó lo más discretamente que pudo hacia la derecha, hasta la parte del mostrador donde había una montaña de cremas faciales de la marca Clinique, bien caras.

—… Si tenéis Boucheron.

—Sí, por supuesto —respondió la maquilladísima dependienta y se dio la vuelta.

La señora Bengtsson levantó la mano para coger un puñado de cremas, pero justo cuando las estaba rozando ya tenía a la dependienta allí otra vez. Sólo se había girado para coger algo del estante que tenía justo detrás.

—Tenga.

—Ay. No… —dijo la señora Bengtsson sin poder evitarlo—. Quiero decir… —Miró la caja azul marino que le había sacado—. Creo que es otro —dijo esquiva y dejó caer la mano a un lado de la forma más relajada y natural que pudo.

—¿Otro? —La dependienta arrugó la frente y tamborileó con sus uñas acrílicas de manicura francesa en el cristal del mostrador—. ¡Ah! Se refiere al otro Boucheron. ¿Verdad que es una tontería que se llamen igual? Es que normalmente la gente se refiere a éste. —Levantó la caja para enseñársela a la señora Bengtsson—. No es tan caro como el otro. Vamos a ver dónde está —dijo con voz alegre. Por lo visto había dado en el clavo equivocándose. Y claro, cuanto más cara la venta, mejor.

Cuando la vendedora se quitó las gafas y paseó la mirada por todos los estantes, todavía de espaldas al ama de casa, la señora Bengtsson no dejó escapar la oportunidad y echó mano a dos, tres, cuatro, hasta cinco cajitas de cremas carísimas y se las metió en el bolsillo de la chaqueta. El corazón empezó a darle golpes en el pecho otra vez y la señora Bengtsson notó que le subían los colores. Cruzó los dedos para no ruborizarse demasiado y le dedicó una sonrisa forzada a la dependienta, que ya estaba volviendo. La mujer puso una botellita en miniatura sobre el mostrador.

—Esta es la botella pequeña,
l'eau de parfum.
Pero dura una eternidad. Tenga. —Tanteó el aire pidiendo la muñeca de la señora Bengtsson y ésta se la entregó obediente para que la rociara con unas gotas. Sí, igualito que el que tenía en el armarito del baño.

—Oh, ¡huele de maravilla! —exclamó sonriendo—. ¿Cuánto cuesta esta botellita?

—Esta pequeña cuesta novecientas cuarenta y cinco coronas. Después tenemos otra que es más grande, pero no sé el precio de memoria.

—Madre del amor hermoso. ¡Qué caro! —La señora Bengtsson sonrió y alzó los ojos—. Me lo ha recomendado una amiga mía. Su marido le compró una botella. Pero ¡mil coronas!

La dependienta le devolvió la sonrisa.

—Sí, como le decía, es un perfume bastante caro. Su amiga tiene buen gusto.

—Sí, o su marido. Fue él quien se lo compró. Mucho me temo que lo único que puedo hacer es ir a casa, apuntarme el nombre y pedirlo para mi próximo cumpleaños. Ahora no me puedo gastar eso. Pero muchas gracias de todos modos. Disculpe que le haya hecho perder el tiempo. —El sudor ya había empezado a mojarle las palmas de las manos cuando se marchó de allí con las piernas temblando.

—¡Oiga, espere! —gritó la vendedora de los perfumes cuando se había alejado apenas unos pasos del mostrador.

«Mierda. Ya está. Se acabó. No tendría que haber cogido tantas. Ha visto que faltan un montón de cajas en el mostrador. Evidentemente. ¡Mierda, mierda, mierda!»

Se dio la vuelta con la cara roja.

—¿Sí?

—Tenga. —La dependienta le puso un tubito en la mano sudada—. En realidad no puedo repartir muestras de perfumes tan caros si el cliente no ha comprado nada, pero… la he visto tan afectada. Estaba roja, roja. No hay que avergonzarse, no todo el mundo puede gastarse mil coronas así como así. Llévese esto. Así su marido también podrá enamorarse del aroma. —Le apretó la mano a la señora Bengtsson y sonrió ligeramente.

—Pero, pero… No puedo.

—Tonterías. Ya está. Váyase antes de que alguien lo vea y todo el mundo quiera una muestra.

Sin dejar de sonreír, la dependienta ahuyentó a la señora Bengtsson, que de pronto se vio alejándose de la perfumería con el tubito en la mano, cinco cremas robadas en el bolsillo y las mejillas el doble de coloradas.

Seguro que terminaba en el Infierno.

En medio del centro comercial había un Espresso House, donde entró y pidió un café con leche grande con sirope de avellanas, aún incapaz de controlar su ritmo cardíaco y esperando sentir una mano caliente y pesada cogiéndola del hombro y acto seguido una voz diciéndole: «Acompáñeme por aquí», la del vigilante que lo había visto todo. Qué vergüenza pasaría cuando la arrastraran hasta al mostrador de perfumes y la obligaran a vaciar los bolsillos ante la mirada incrédula de la generosa dependienta que la había atendido. Por Dios.

Cogió un periódico gratuito y se sentó a una mesa semioculta. Se tomó el café a grandes tragos. Listo. De ahora en adelante siempre sería una choriza. Ya tenía la etiqueta. Sería mejor que se fuera haciendo a la idea y que la asimilara para luego no arrepentirse sin querer. Fue pasando las páginas del periódico sin leerlas.

«¿Así ya vale?»

Otra de esas irritantes voces interiores le estaba hablando.

—¿Cómo que si ya vale? —dijo enfadada mirando el café, pilló un poco de espuma con el dedo y la lamió.

«Robar. No pone “No hurtarás”. Pone “robar”. La frontera debe rondar las mil coronas o así, ¿no? Por lo menos, cuando era joven eso era lo establecido.»

Incluso le sonaba haber oído mil ochocientas en alguna parte. Quizá en el programa «Se busca». Entonces, ¿hasta mil ochocientas se consideraba hurto y por encima se consideraba robo?

—¿Soy una puta abogada o qué? —murmuró. Mosqueada, calculó que su botín en la perfumería sumaba alrededor de mil coronas. O sea, que le faltaban como mínimo ochocientas coronas, si quería ir a lo seguro. ¿Qué podía afanar por ese valor? A la perfumería no volvía ni en pintura. Ni por todo el Clinique de Suecia.

—¿Bengtsson?

«Oh, no», pensó la señora Bengtsson antes de comprender del todo por qué.

—¡Bengtsson!

Se hundió todo lo que pudo en la silla, subió los hombros, bajó la barbilla y fingió que estaba increíblemente interesada en su periódico. Como si eso fuera a dar resultado. Cuando llegó a la mesa, Beggo no dudó en sentarse en la silla de enfrente. Puso con descaro la bolsa de papel con el bocata que se acababa de comprar encima del periódico, obligando así a la señora Bengtsson a levantar la cabeza.

—Hola, Beggo —dijo ella, fría y resignada.

—Bengtsson. —Lo dijo en tono melodioso, casi disfrutándolo, haciendo que la señora Bengtsson quisiera que la tragara la tierra—. Hasta las orejas, con todo mi cuerpo, ¡enamorado de ti!

—¿Te importaría hablar un poco más bajo, por favor? No hace falta que todo el planeta se entere, ¿no te parece?

Beggo bajó la voz.

—Toda mi vida te he buscado, sin saber que estabas tan cerca de mí.

—¡Para ya! —dijo la señora Bengtsson perpleja, jugando nerviosamente con el tubito en el bolsillo—. Estoy casada. Lo sabes muy bien. Lo que pasó el otro día fue una tontería. ¡No volverá a pasar!

—No digas que no, di: A lo mejor, a lo mejor —intentó Beggo y le cogió la mano. La señora Bengtsson la apartó de golpe, como si se pudiera contagiar.

—Me cago en diez. No quiero nada —le soltó—. Entérate. Tengo a mi marido y pienso seguir con él. Lo que pasó en tu coche no fue más que una locura espontánea. —Hizo una pausa pensativa—. Pero si hay un montón de chicas ahí fuera, Beggo. Te puedes enamorar de ellas. De todas menos de mí. —Perfecto. Ahora ella también hablaba con letras de canciones. Debía de estar a un pelo de una crisis nerviosa. Una crisis descomunal.

—Pero usted no es como las demás mujeres, Bengtsson. ¡Rayos y truenos! Todo lo que tengo es una guitarra acústica y esta canción de amor para ti.

—Leches, Beggo. No tienes ninguna puta guitarra acústica y mucho menos una canción de amor. Si no dejas de hablar con letras de canciones, te… ¡te meto! ¿Queda claro? No puedes seguir con esta historia. Déjame en paz. Y calla ya con tus letras. Aprende a hablar como una persona normal. Ya va siendo hora. —Se levantó de prisa, con la cara colorada por segunda vez en una misma tarde.

—¿A esto le llamas «amor»? —dijo Beggo con tono lastimero y mirándola de una forma asquerosamente suplicante.

Fue la gota que colmó el vaso. El ama de casa cogió el bocata de Beggo y lo aplastó con un golpe en la mesa delante del cartero para remarcar cada sílaba:

—¡No-es-a-mor! Cie-rra-el-pi-co, pu-to-en-gen-dro. Y-dé-ja-me-en ¡paz!

Cuando dijo «paz» le golpeó en el pecho con la bolsa del bocata destrozado. El papel se abrió y un puñado de lechuga rayada se desparramó sobre sus rodillas.

—¡Entérate!

Luego se marchó de allí a toda prisa. Se bajó las gafas de sol del pelo y se subió el cuello de la chaqueta.

¿Qué le pasaba a aquel tipo? «Amor.» Por lo visto, su cartero estaba como una chota. Cruzó los dedos para que ningún conocido suyo hubiera presenciado la escena que habían montado y se apresuró para salir del centro comercial.

Beggo se quedó petrificado, mirando apático el pringue en su regazo. Una chica joven con coleta salió de la barra y le preguntó si estaba bien. Él alzó los ojos y le miró la plaquita con el nombre.

—No, Tina. No estoy bien.

No tenía ninguna letra adecuada para el momento. Se dio cuenta de que tampoco le importaba y se echó a llorar mientras Tina le limpiaba los pantalones y la mesa con un trapo húmedo.

«Vale, y ¿ahora qué?» Ya había salido del centro comercial. No tenía la menor intención de dejar que Beggo le saboteara sus planes con sus tonterías. Echó un vistazo a su alrededor. Allí había un Muebles Mio. Pfff. Seguro que encontraba algo mejor. ¿Qué iba a robar allí? ¿Un sofá? Se rió entre dientes, un pelín demasiado histérica como para apreciar el sonido de su risa. Una hamburguesería. Tampoco le servía. Ni tampoco un Microsoft, porque una mujer allí dentro siempre llamaba demasiado la atención. La señora Bengtsson hurgó en sus bolsillos en busca del paquete de tabaco, cuando la oportunidad surgió ante sus ojos. Esa oportunidad que todo ladrón está esperando.

En el centro comercial había un Bazar de la Electrónica. Y en la puerta, una mujer mayor esperando. Un taxi, quizá. O a alguien que la iba a recoger. Tendría por lo menos ochenta años, la espalda curvada y en los hombros llevaba un chal que seguro se había hecho ella misma. No es que estuviera mal bordado, es que la mujer simplemente tenía aspecto de tejer mucho. Y parecía muy afable. Como una abuelita, más que como una vieja. Una abuelita tejedora.

Medio metro detrás de ella, en diagonal, había una caja de cartón en el suelo. La señora Bengtsson se acercó y estaba apenas a diez metros de distancia cuando pudo leer lo que tenía escrito. Ponía «DELL» en letras grandes y azules. La abuelita se había comprado un ordenador, ni más ni menos. Ahora ya estaba a cinco metros y la señora Bengtsson tenía que apresurarse a tomar una decisión. Delante de la hamburguesería había unos niños armando jaleo, pero sus madres no estaban a la vista. Ni sus padres tampoco. En verdad no se veía a nadie.

Tres metros.

La abuelita miró con ternura a la señora Bengtsson, ladeando un poco la cabeza.

Dos metros.

Uno.

«Que sea lo que tenga que ser.»

Justo cuando llegó a su lado, la abuelita la saludó con la cabeza y dijo:

—Hola.

—Hola, hola —dijo la señora Bengtsson, se agachó, cogió el paquete y salió por patas.

Oyó a la abuelita tejedora cogiendo aire, muerta de asombro, y al cabo de unos metros la mujer empezó a gritar todo lo que pudo con su vocecita de anciana:

—¿Oiga? ¡Oiga! ¿Qué hace? Mi procesador de textos… ¡Oiga! ¡Vuelva! ¡Al ladrón!

La señora Bengtsson no miró ni atrás ni a su alrededor para ver si su fuga estaba teniendo éxito o no. Corrió todo lo que pudo sin poder quitarse la pensión de la abuelita de la cabeza. ¿Y si había estado ahorrando durante meses para ese «procesador de textos»?

Pero esos pensamientos eran peligrosos puesto que la podían llevar de cabeza al arrepentimiento. Y entonces todo el esfuerzo habría sido en vano. Decidió imaginarse que la abuelita era en verdad una señora distinguida. Una que vivía de lujo en una hacienda y que estaba delante del Bazar de la Electrónica esperando a su chófer particular. ¿Quién dice «procesador de textos» hoy en día? «Pues los esnobs», se dijo. En seguida se sintió mejor.

La señora Bengtsson corrió y corrió. Pasó por dos paradas de autobús en la dirección equivocada antes de atreverse a sentarse en la tercera. Al cabo de un rato llegó el autobús que la llevaría a casa, y cuando pasaron por el centro comercial de Jämnviken oteó el horizonte desde la ventana, pero la abuelita, la Distinguida, había desaparecido, y la señora Bengtsson decidió que lo más probable era que hubiese vuelto a entrar en la tienda y se hubiese comprado el mismo ordenador otra vez. Para la abuelita tejedora veinte mil coronas no eran nada.

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