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Authors: Caroline L. Jensen

Tags: #Humor

Una vecina perfecta (21 page)

BOOK: Una vecina perfecta
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—¡La marrana! Cuánto tiempo. Sí, exacto. ¿Alguna vez has oído a alguien contar una historia de la mili en la que matara a alguien?

—No, claro. —Se quedó pensando—. Pero…

—¿Sí?

—¿Tú sólo hiciste la mili?

—¿Cómo que sólo? No es moco de pavo, déjame que te diga.

—Pero ¿no has estado fuera, o sea, destinado en ninguna guerra?

—No, gracias a Dios me libré de ese placer. Estuve allí once meses, no mucho antes de conocerte a ti, un par de años, y no fueron precisamente unas vacaciones, que lo sepas. Casi un año entero cargando, marchando y haciendo flexiones. Y comida mala en un cuenco que llamábamos «la marrana»…

—¡Puaj! —Ella frunció la nariz—. ¡Qué coñazo!

—Bueno, once meses así no es que fuera lo más divertido del mundo, pero aprendías un montón de cosas útiles. Como dormir de pie contra un abeto, por ejemplo. —Se rió entre dientes.

—¿Contra un abeto?

—Sí. Creo que sólo puedes acabar así de cansado en la mili. Aprovechas cualquier oportunidad para echar una cabezadita, así de simple. Pero también aprendí otras cosas. No te ascienden a sargento de la noche a la mañana.

—¿Tú eres sargento?

—Sí, ya lo sabías. ¿No te acuerdas de mis aventuras de la mili?

—Para serte sincera, nunca he prestado demasiada atención cuando las contabas. Perdóname, pero es que no me parecen muy interesantes. Tú tampoco muestras mucho interés cuando te hablo de dobladillos de cortina, ¿a que no? O de libros.

—No, claro. Pero ahora ya lo sabes: en la mili no se mata a nadie y yo soy sargento.

—La verdad es que es sexy.

—¿Te parece? —Se la quedó mirando por encima del borde del periódico.

—¿Eso es un mando alto?

El señor Bengtsson no era tan bobo como para no contestar:

—Sí, lo es.

—Qué chulo —dijo ella, mirando a su marido con otros ojos. Después de la pausa continuó— : ¿Te acuerdas de aquello de que no hay que matar? El mandamiento, quiero decir.

—Sí.

—Bueno, pone «No matarás», nada más. No pone ni a quién, ni el qué, ni nada. Así que ¿cómo puede saber uno si se ha equivocado?

El señor Bengtsson, que no había comprendido la seriedad de la pregunta, se rió y respondió en tono ligero:

—Pero si matas a alguien te das cuenta. ¿O no?

—Sí, eso está claro. Pero no pone «No matarás a nadie». —Miró desafiante a su marido, pero él seguía sin comprender.

—¿Cómo se puede matar a alguien si no es un alguien?

—Bueno, pues partiendo de esa idea, sí se puede decir que tú has matado a alguien.

—¿Ah, sí?

—Sí. Tan sólo piensa en el montón de pobres arañas que te he obligado a aplastar con la zapatilla todos estos años. O aquel topillo desgraciado al que tuviste que sacrificar como un auténtico hombre de las cavernas. Pobre criatura —dijo haciendo pucheros.

—Pero ¿todo esto viene por aquel maldito topillo otra vez? Han pasado mil años. Creo que estábamos de acuerdo en que no queríamos que nos destrozara el césped.

—Sigo pensando que podrías haberlo llevado a algún campo. De hecho, se llama «topillo de campo».

El señor Bengtsson suspiró.

—¿Por qué demonios tenemos que hablar otra vez de aquel maldito animal?

—Pues no hablemos más, matatopos. Pero seguimos en las mismas: tú has matado un montón, sin matar a «alguien», ¿verdad?

—Sí, pero en ese caso tú también.

—Exacto. Pero ¿dónde está la frontera? ¿Cuándo has puesto fin a una vida lo bastante importante como para que, de pronto, sea matar a «alguien»? Porque supongo que eso es a lo que se refiere la Biblia. No como… ¿Es el hinduismo en el que no puedes ni pisar una hormiga?

—No tengo ni idea. Hinduismo o budismo, diría yo. Pero… está claro que se refiere a gente, o sea, a las personas. El mandamiento ese, digo. Cuando sacrificas al perro no te condenan por homicidio, ¿no?

—Cariño, ¿qué tiene que ver eso?

—No lo sé. Estaba pensando en animales y personas. En la Biblia, en alguna parte pone que el ser humano tiene el poder sobre todos los animales, ¿verdad?

La señora Bengtsson se quedó impresionada.

—Sí, la verdad es que dice eso. Pero creía que tú no la habías leído.

—Oye, que tampoco nací ayer. Algo se aprende después de cuarenta años de vida. Y quizá sobre todo después de veinte años con un sabelotodo como tú.

—Una.

—¿Una? —El señor Bengtsson la miró desconcertado.

—Se dice «una». Una sabelotodo como yo.

Cuando la señora Bengtsson se dio cuenta de lo que acababa de decir, su marido se echó a reír a carcajada limpia.

—Ahí lo tienes. He dicho.

La señora Bengtsson no pudo evitar reírse también.

—Oye.

—¿Sí?

—Dime que soy una marisabidilla.

—¿Qué?

—Tú sólo dilo.

—Vale. Eres una marisabidilla.

—Prefiero ser una sabelotodo —replicó la señora Bengtsson, y se puso a reír con su marido, que le dijo que estaba loca.

Y así, hablando con su marido del quinto mandamiento, la señora Bengtsson llegó a la conclusión de que, al fin y al cabo, parecía que no le quedaba más remedio que matar a una persona.

Capítulo 26

El Diablo estaba subido a una vieja y destartalada escalera de madera procurando no perder el equilibrio, mientras intentaba, con las manos metidas en unos guantes de jardinería demasiado grandes, maniobrar con unas tijeras de podar para cortar un montón de ramas y no los dedos de Rakel. Ya le dolía lo suficiente. Miró con desagrado la corteza rugosa del viejo árbol cubierta de musgo y sintió otra punzada de dolor por lo hermoso que era. Debajo estaba la señora Bengtsson, quien iba recogiendo una a una las ramas que el Malvado iba tirando y poniéndolas en una carretilla que tenía al lado.

—Yo sigo pensando que los frutales hay que podarlos en septiembre o puede que incluso en octubre —gritó a la copa del árbol.

La diabólica Rakel la miró satisfecha.

—Seguro que es por la temperatura, o el clima en general, ¿no crees? Y hace mucho frío para ser agosto.

—Ya, pero…

—Pero ¿qué? —Satanás hizo una pausa y se secó el sudor de la frente de Rakel.

—¡Pues que en éste hay fruta que acaba de madurar!

—Bah. ¿La quieres?

—No, no quería decir eso…

—¡Cuidado!

Un nido de pájaros cayó en las manos de la señora Bengtsson. A juzgar por las plumitas que estaban pegadas dentro, el inquilino había sido un pajarito de colores vivos. O incluso una pequeña familia.

—¡Vaya! Ha sido sin querer. No lo he visto hasta que lo he tirado —dijo Satanás, podando un poco más a voleo el pobre árbol donde la savia aún estaba demasiado alta como para que el brusco tratamiento surtiera efecto—. Bueno, qué lástima, pero ahora ya es demasiado tarde. Nunca volverían a un nido que huele a persona. —Y por lo bajini añadió— : Y tengo que decir que los entiendo.

—¡Oh, pobres! ¿No crees que deberíamos devolver el nido al sitio donde estaba? Si vuelven a casa y les parece que huele raro ya entenderán qué ha pasado y a lo mejor deciden mudarse. Pero ahora puede que piensen que se han equivocado de árbol o de jardín, y a lo mejor empiezan a dar vueltas y vueltas hasta que ya no puedan más y… ¡y mueran!

—¿Tú crees? —se atrevió a decir Correcaminos con esperanza. Pero cuando vio que la señora Bengtsson lo miraba mal se apresuró a añadir— : Tengo un viejo nido de madera en el garaje. Podemos colgarlo cuando hayamos terminado.

En el suelo,
Yersinia
se acercaba sigilosamente al nidito que la señora Bengtsson había dejado con cuidado sobre el césped y se entretenía en cazar las plumitas que se mecían con el viento.

—Oh, qué bien. Lo colgaremos lo más cerca que podamos de donde estaba el nido.

La señora Bengtsson no se cuestionó en ningún momento la idea de que los pajaritos fueran capaces de instalarse en un nido de madera hecho por un ser humano pero no en un nido manoseado por alguien. Así que se sentía aliviada. Y Satanás estaba irritado porque su sabotaje no había salido como él quería. ¿O sea, que ahora le tocaba colgar un nido para esos bicharracos? Juró y atacó al tronco con las tijeras de podar.

—Genial.

El ciruelo había empezado a cansarse del maltrato y había sido testigo de cómo el castigador que lo estaba mutilando había mirado el nido, se le había iluminado el rostro y había estirado el brazo todo lo que pudo para tirarlo al suelo a propósito. Estaba pensando en hacer que una de las ramas superiores le cayera en la cabeza pero, a fin de cuentas era, como todo ciruelo, lento e inofensivo. Al final decidió centrarse en llevar savia sanadora hasta todas las heridas que le habían abierto con aquellos malos tratos y luego continuó con su costumbre de imaginarse viviendo en otros lugares. El otro lado de la casa, por ejemplo, era un sitio mágico y ansiado. El lado sur. Respiró hondo y se dejó llevar por la fantasía.

—Oye, volviendo a lo que estuvimos hablando —dijo la señora Bengtsson—, ¿verdad que tengo razón en lo que dije?

—Refréscame la memoria.

—Sí. El «No matarás». ¿Verdad que tiene que ser algo de cierto calibre, por así decirlo? No puedes matar cualquier cosa. Quiero decir, ponte que mato a
Yersinia.

Yersinia
levantó sorprendida la mirada con una pluma pegada en los bigotes.

—¿A mí? —preguntó ofendida, aunque, evidentemente, la señora Bengtsson no lo pudo oír.

—¿Verdad que no sería suficiente? Entonces todos los veterinarios del planeta, y no te digo los trabajadores de los mataderos, serían los pecadores más grandes del mundo. ¡O los pescadores! Santo Dios. ¡Los pescadores de arrastre! Genocidas todos.

Satanás se rió.

—¡Cuidado otra vez!

Una rama bastante grande se desplomó en el suelo.

—Oye, creo que eso ha sido excesivo. Creo que más que arreglarlo te estás cargando el árbol. Además, tengo ganas de fumar.

«Bingo», pensó Satanás. Pero para no despertar demasiadas sospechas dijo:

—Vale, vale. Sujétame la escalera, que bajo. En cualquier caso, esto ha sido una buena jornada de trabajo.

El ciruelo soltó un suspiro de alivio y le lanzó una onda de agradecimiento a la señora Bengtsson. Pero con Rakel
la Milagrosa
no pudo ser tan pacífico y soltó una de sus ciruelas medio podridas, acertándole a Rakel en el hombro justo cuando se había bajado de la escalera. Satanás, que sabía perfectamente lo que había pasado, se rió para sí y se quitó de encima los malolientes trocitos. «Huy, qué miedo. Una fruta podrida. Socorro.»

—Primero, creo que
Yersinia
se ha enfadado, y segundo, tu marido tiene razón.

La señora Bengtsson observó a la gatita, que ciertamente estaba sentada al sol, clavándole la mirada. Aunque esos ojos penetrantes eran algo bastante habitual en los gatos.

—¿Qué dices, enfadada? Vamos, gatito, ven que te rasque detrás de las orejas y verás cómo volvemos a ser amigas. —
Yersinia
maldijo su propia debilidad, fue corriendo hasta la señora Bengtsson y empezó a ronronear en cuanto empezaron las carantoñas—. ¿Ves? Tan amigas. ¿Y cómo que mi marido tiene razón? Yo también lo dije. No basta con arañas, perros ni ningún otro animal.

—No, exacto. Dios le dio al ser humano autoridad sobre los animales. Libro Primero de Moisés, 1:28: «Después los bendijo Dios con estas palabras: “Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves del cielo y en todo animal que se mueve sobre la tierra.”» Matar un animal no sería desobedecer la palabra de Dios. Por suerte. ¿Qué dices tú,
Yersinia?

La gata seguía ronroneando con la mirada perdida y no parecía importarle nada que no fuera que le rascaran detrás de las orejas.

«Sed fecundos.» La señora Bengtsson habló entre dientes:

—Pues, entonces, que haga que lo seamos.

—¿Qué has dicho?

—No, nada. O sea, que tiene que ser una persona. —Se quedó pensando un rato—. ¿Puedo ser yo misma?

—Oh. ¡Estás hablando de suicidio!

—Sí. Antes no te podían enterrar en el cementerio si te habías suicidado, ¿verdad? ¿Cómo está el tema hoy en día?

Satanás se quedó pensando. Por muy atractiva que le pareciera la idea de ver suicidarse a esa mísera ama de casa, preferiblemente de una forma bien cochina, a los ojos de Dios no estaría quebrantando el mandamiento, así que no tuvo más remedio que decirle la verdad:

—En realidad, en el Nuevo Testamento no pone nada sobre el suicidio, y la Iglesia sueca de hoy en día no lo contempla como una muerte más deshonrosa que cualquier otra forma de morir. Eso de enterrar a gente en tierra no consagrada no se hace ahora.

—Entonces, ¿me estás diciendo que…?

—Que tienes que matar a otra persona. Tal como habías supuesto.

—¡Diablos! —dijo la señora Bengtsson.

—Sí, él también —dijo Satanás riéndose para sí y se llevó la carretilla llena de ramas mutiladas y demasiado verdes al depósito del compost. Una vez allí, cogió un puñado, miró el humus y luego tiró la carga al lado. En el suelo.

—Por cierto, ¿no debería explicárselo alguien a los católicos? —se le ocurrió al ama de casa.

—Bah, esos católicos tienen tantas ideas extrañas en la cabeza que no serviría de mucho.

La señora Bengtsson se rió.

—Ya, ya lo sé. En la escuela tenía una amiga que era católica. Bueno, su familia. En Semana Santa iban a la iglesia, toda la familia, y se llevaban una cestita con pan, huevos cocidos y una figura de un corderito hecho de azúcar. Y se ponían la ropa más bonita que tenían y el cura celebraba la misa. ¿Y sabes cómo la terminaban?

—¿Cómo? —preguntó el Diablo.

—¡El cura bendecía un montón de agua y después se daba una vuelta salpicando agua bendita a todas las personas y las cestas! Luego, la familia empezaba la cena de Pascua comiéndose los huevos y los trozos de pan bendecidos. Una vez me invitaron. Te aseguro que un huevo que ha estado un día entero fuera de la nevera, con el calor de la iglesia llena de gente y mojado con agua, no es lo más rico del mundo, que digamos.

—No, no parece muy sugerente —dijo Satanás sintiendo un escalofrío. Huevos bendecidos. Puaj.

—Pero el corderito de azúcar estaba bastante bueno, eso sí. A los niños nos daban uno a cada uno.

—Qué bien. Pero ya lo ves, están locos esos católicos.

—Sí. —Sin pensar en lo que hacía, la señora Bengtsson ayudó al Malvado a echar el resto de ramas y hojas en el suelo mientras hablaban.

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