«Gracias. Es todo lo que necesitamos», dijo el reportero, tratando de no mirar el esputo.
En cualquier caso, un mes había sido tiempo suficiente para saludarse desde la valla, y los Karlsson (así se llamaban los padres de Rakel) también habían tenido tiempo de llamar a su puerta para darles la bienvenida al barrio con unos bollos de canela, un día en que la señora Bengtsson estaba en pleno proyecto de pintar uno de los dormitorios de color azul lavanda. Así que podía decir que eran simpáticos. Porque la gente que les prepara bollos de canela a sus vecinos nuevos siempre es simpática. Sin excepción.
Tampoco conocía muy bien a Rakel antes de que volviera a instalarse en la casa de sus padres. La chica había estado un año fuera, lo cual hacía pensar que se había marchado de casa a los dieciséis, cosa que horrorizó a la señora Bengtsson e hizo tambalear su opinión sobre sus padres, hasta que el señor Rubin le hizo saber que Rakel había estado en un internado religioso desde que comenzó el bachillerato. Por lo visto, la chica lo había elegido por sí sola y había sido la comidilla del vecindario, dado que la religiosidad de los padres no iba más allá de celebrar la Navidad y la Pascua, al igual que la del resto de los vecinos de la calle Fröjd.
A los diecisiete había heredado la casa de sus padres y el hecho de que decidiera quedarse en ella era muestra de una madurez que sobrepasaba con mucho su edad real.
Rakel cuidaba perfectamente de la casa y el jardín, igual que de su aspecto. A la señora Bengtsson no le causaba empacho reconocer que dicho aspecto le parecía bastante aburrido, aunque suponía que aquélla era la imagen que adoptaban los que iban a ser sacerdotes.
De vez en cuando la señora Bengtsson le hacía una visita a Rakel, pero cuidándose mucho de no llevar bollos de canela —por si le fueran a recordar dolorosamente a su madre—, para ver si la chica necesitaba ayuda con algo de la casa. Pero nunca la necesitaba.
Rakel la solía invitar a café, y las ocasiones en que la señora Bengtsson tenía oportunidad de examinar el estado de la casa, nunca encontraba nada que recriminar. Una vez la señora Bengtsson descubrió que incluso estaba limpio el espacio bajo la mesita lateral, cosa que la hizo sentirse mal. Descalificada.
Pero Rakel siempre parecía aceptar su destino con serenidad, incluso los primeros años, y si se lamentaba lo hacía muy en privado y en silencio. A medida que pasaba el tiempo, empezó a acudir a la señora Bengtsson, pero nunca la atosigó ni se hizo pesada.
El día que supo que había sido admitida en Teología, Rakel cruzó la calle llevando consigo, entre todas las cosas, unos bollos de canela hechos en casa, lo cual casi —pero sólo casi— hizo que le saltaran las lágrimas a la señora Bengtsson. Como si esas caracolas recién horneadas hubiera sido el último paso en una especie de aceptación, un símbolo que la confirmaba en el papel de mentora de la chiquilla que la señora Bengtsson ya se empezaba a atribuir. Aunque una mentora mesurada. La señora no quería en ningún caso entrometerse y, lo que habría sido peor, tampoco quería que la gente del vecindario viera su relación con Rakel como una especie de reposición maternal. Quizá en cierta medida lo fuera, pero eso no era asunto de nadie.
Por lo general, las dos mujeres solían verse una vez al mes, siempre durante el tiempo de tomarse varias tazas de café y siempre manteniendo educadas conversaciones. Rakel resumía su mes y la señora Bengtsson el suyo. No hablaban del accidente y muy poco de la fe de Rakel. La señora Bengtsson le había preguntado algunas veces y las respuestas habían sido sencillas y bastante previsibles, así que se conformaba con que la chica fuera cristiana. La señora Bengtsson daba por hecho que tenía la voluntad de dirigir espiritualmente un rebaño. Por supuesto. La chica estaba estudiando para pastor. ¿Acaso alguien se mete a cocinero si no tiene intención de cocinar después?
Se apreciaban la una a la otra más de lo que aquellos ratitos del café daban a entender. Quizá la señora Bengtsson también era una madre sustituta para Rakel. Aunque nunca había sido reconocida como tal, claro.
«Pobre chiquilla», pensó la señora Bengtsson otra vez cuando la vio salir por la puerta. No lo podía evitar. Siempre era lo primero que pensaba cuando veía a Rakel.
Eran las diez y media, así que debía de estar yendo a misa.
La señora Bengtsson estaba convencida de que Rakel sería una buena guía espiritual. Era tan… tan…
(sosa)
Madura. Tan serena y tranquila. Y parecía realmente segura, a pesar de su juventud.
Aquel domingo llevaba una diadema blanca en el pelo, una blusa blanca, una rebeca blanca sobre los hombros y unos pantalones de pitillo de color beige con raya. La señora Bengtsson no conocía a ninguna otra veinteañera ni sabía siquiera de alguna que se planchara los pantalones. Así que sí, seguro que iba a ser un buen pastor. Con ese cuidado por el aspecto exterior, que, a pesar de todo, no llegaba a vanidad ni pretendía captar miradas, el interior de la chica debía de ser apacible y sensato. Nada que Rakel hubiera mencionado jamás en ninguna de sus tertulias contradecía esta teoría.
Era hermosa aquella calma interior que hacía brillar a la señorita Rakel. También era una calma de la que la señora Bengtsson se fue alejando desde el martes que murió, y aunque no estuviera histérica —ni siquiera había llorado todavía— su interior estaba atormentado. Posiblemente por cuestiones triviales, como las disposiciones prácticas del maquillaje para su funeral, pero esos pensamientos eran muchos y daban vueltas y más vueltas en su cabeza, igual que su tristeza (o, mejor dicho, su irritación) por no haber derramado ni una lágrima.
El sábado también se había extrañado un poco de que su marido pareciera haber olvidado tan rápido todo el incidente, y se enfadó porque él tampoco se hubiera puesto triste ni hubiera llorado ni sufrido el miedo de haberla podido perder. Prefería dejar al margen el hecho de que su marido ni siquiera creyera que, por un instante, realmente la había perdido.
Por otro lado, había desconectado la bañera y ésa era su forma de mostrar consideración, eso era algo que la señora Bengtsson tenía claro. Él hacia cosas por ella, para facilitarle la vida, para hacerla sentir más segura y protegida, para darle lo que necesitaba, y así demostraba su amor. El señor Bengtsson no estaba en absoluto versado en literatura, pero ella había aprendido a no exigir una expresión de amor, unas manifestaciones poéticas, de su boca. Había aprendido a ver un «te quiero» en el arreglo de un grifo que goteaba, en diez horas extra a la semana y en la desconexión del cable del hidromasaje. Así que el cabrearse con la inexistente rabia del señor Bengtsson también le suponía una dosis de mala conciencia.
Por tanto, la cabeza de esta ama de casa no paraba de dar vueltas mientras allí sentada veía, al otro lado de la calle, a una persona llena de paz salir de su casa para ir a misa. Y en verdad Rakel había mantenido esa calma desde que se mudó. A pesar del grave accidente y de su gran pérdida.
La señora Bengtsson no sabía que cuando Rakel lloraba, hundida en su almohada, con sollozos tan pequeñitos, cortos y débiles que no se habrían oído aunque la almohada no hubiese estado allí, no lloraba por sus padres. Lloraba por
Rufs.
El perro.
En cualquier caso, ese domingo la señora Bengtsson comenzó a darle vueltas a la razón por la que la señorita Rakel era tan…
(sosa)
Tranquila.
Vio salir a la chica, mirar al cielo con la sonrisa fruncida que la caracterizaba y cerrar la puerta, echar el cerrojo, recolocarse la diadema (que ya estaba perfecta) y luego echar a andar, ¡andar!, hacia la iglesia. Quedaba a tres kilómetros de allí. Y cómo no, la chica llevaba unos zapatos bien discretos. Y parecía tan satisfecha. A pesar de todo.
Cuando Rakel volvió la cabeza hacia la casa de la señora Bengtsson, ésta saludó a la jovencita, pero el resplandor del sol la hacía invisible detrás del cristal, por lo que no obtuvo respuesta. Nadie la vio, pero igualmente se sentía tonta.
«Seguro que la señorita Rakel no se siente tonta con estas cosas —pensó la señora Bengtsson—. Como es tan…
»(sosa)
»Segura.»
A lo largo del día, la señora Bengtsson sacó unas conclusiones directamente opuestas a la realidad. Dedujo, a medida que le daba vueltas al asunto, que Rakel sólo podía estar tan relajada, segura de sí misma y con tanta paz, gracias a su fe en Dios.
Dedujo que la chica ya había sido creyente antes, pero con la muerte de sus padres había buscado aún más consuelo en El de Arriba y había encontrado nuevas y mejores fuerzas en su profunda convicción. Sí, tal era la fuerza que el señor le había otorgado, así de devota era ella, que hasta sacaba algo bueno del adiós de sus padres, como esa llamada para guiar a otras personas, apoyarlas en crisis similares y mostrarles el camino con la brújula del cristianismo.
Error. De cabo a rabo.
Como ya se ha mencionado, la muerte de los padres de Rakel abrió una brecha en la fe de la muchacha durante un año entero, y sus formas tranquilas, modosas y de color beige actuales eran una expresión, una compensación, por la falta de devoción que la joven había sentido en su propia carne. Y si quería hacerse pastor era porque le parecía guay. Y porque era una manera de escapar de, entre otras cosas, el terrible horizonte con el que se podía encontrar una periodista cristiana.
Pero esto no lo sabía la señora Bengtsson.
Ella había sacado sus conclusiones dando saltos hacia atrás en el tiempo, lo cual, en cierto modo, no dejaba de ser bastante comprensible. Así era también como la joven señorita Karlsson tenía pensado engañarse a sí misma.
«A lo mejor —pensó la señora Bengtsson— Dios puede hacerme así de tranquila a mí también…»
Así que aquel domingo, mientras el señor Bengtsson cortaba el césped, se replanteó su propia fe sentada a la mesa de la cocina.
¿Era cristiana?
La respuesta a esa pregunta era un rotundo y firme «más o menos».
No, porque no iba a la iglesia.
Y no, porque nunca había leído la Biblia.
Sí, porque había pensado «Dios mío, Dios mío, Dios mío» al morir.
Y sí, porque a veces podía sentirse rebosante de felicidad y agradecimiento, rozando el amor puro, por algo superior, por algún tipo de Creador, por ejemplo, cuando hacía una excursión por el bosque y veía la naturaleza rodeándola con toda su exuberancia.
No, porque nunca pensaba en si estaba pecando, blasfemando (y lo hacía con demasiada frecuencia) o cosas por el estilo.
Y no, porque no bendecía la mesa y no rezaba por la mañana ni antes de acostarse.
Sí, porque rezaba como hace la mayoría: cuando algo estaba a punto de irse al traste o cuando quería algo con mucha fuerza. Cuando deseaba algo mucho, mucho: «Por favor, Dios, si haces que esto salga adelante te prometo que…»
Y no, porque nunca tenía remordimientos de conciencia cuando en esos momentos prometía cosas que luego se olvidaba de cumplir.
Por tanto: más o menos.
Pero cuando lo miraba de otra forma tenía muy claro que al menos no era atea. Por un lado creía realmente en
algo,
de acuerdo con el modelo social sueco contemporáneo, y por otro simplemente no se atrevía a negar la existencia de Dios.
Nunca se sabe.
Y eso tenía que ser señal de
algo.
Judía no era. Tampoco hindú, ni musulmana ni budista.
En los noventa estuvo un tiempo siguiendo una moda y había intentado hacerse
New Age,
pero a la larga no le había dado mucho resultado. Por una parte, su marido opinaba que de repente se había vuelto un poco chiflada, poniendo cristales y pequeñas pirámides por toda la casa y, por otra, ella misma pronto se cansó de toda la vaguedad implícita del asunto.
Cuando más tarde comenzó a tener jaquecas a diario, sacó la conclusión de que podían deberse a la energía que acumulaba su colección de cristales, y cuando los tiró también desaparecieron sus dolores de cabeza. Adiós al
New Age.
La señora Bengtsson también había tanteado un poco la posibilidad de hacerse
wiccan,
bruja, en esa etapa de su vida, pero cuando descubrió que las llamadas «brujas blancas» no eran más que unas aburridas sin poderes interesantes, y que la magia negra parecía mucho más atractiva, se desprendió, presa del arrepentimiento, de toda curiosidad por la brujería y facultades similares.
Aunque un poco budista… Había leído varios escritos del Dalái Lama y la señora Bengtsson opinaba que el señor Lama era un hombre sensato y simpático, prescindiendo de que su lucha por un Tibet libre, si lo conseguía, implicaría la reinstauración de la clase privilegiada de los lamas en el país y devolvería a la población tibetana a una existencia, si bien reformada, teocrática. Podía prescindir de ese detalle. Que el Dalái Lama, igual que el resto de la humanidad, estuviera caracterizado por las normas y condiciones sociales con las que se había criado no hacía que sus libros fueran más antipáticos ni menos dignos de consideración.
Por otro lado, le parecía simpático por el mismo motivo que Jesús. Eso de ser paciente y bueno, y no hacer daño a los demás era un punto que los dos tenían en común. Sin embargo, a la señora Bengtsson le costaba un poco aceptar una declaración del señor Lama que decía que había que estar agradecido si alguien te hacía daño. Porque era una oportunidad para ejercitar la paciencia. La señora Bengtsson no daba para tanto. Aunque, bien mirado, Jesús era igual. Quizá ella era una cosa entre medio. ¿Budistiana?
Decididamente, no. Si tenía algún tipo de religión germinando en su interior no podía ser otra que la de cristiana. Sobre todo porque la idea de estar todo el día adorando a una figura que se pasa media vida sentado bajo un árbol
bodhi
le parecía menos atractiva y teatral que su equivalente cristiano. Dios, y Jesús como una forma de Dios, molaban más, eran más dramáticos.
Un papi gigante allí arriba reconfortaba más que un personajillo iluminado debajo de un árbol. Ese dios cristiano le resultaba paternal, mientras Siddharta Gothama le recordaba como mucho a un hermano mayor inteligente. Además, ella estaba culturalmente condicionada y educada en las tradiciones cristianas.
Pues bueno.
Entonces puede que fuera cristiana, a pesar de todo, y no se podía negar que eso ya era un punto de partida adecuado si pretendía desarrollar su fe en la búsqueda de la paz rakeliana.