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Authors: Caroline L. Jensen

Tags: #Humor

Una vecina perfecta (7 page)

No le faltaba ni la manchita de harina en el hocico.

Y precisamente esta labor culinaria era lo que Satanás estaba observando con su corazón acartonado. O, mejor dicho, se estaba fijando en que Dios no había tenido la reacción habitual en él.

A la alegría de los ángeles por una nueva alma ganada siempre le seguía una carcajada alegre y estrepitosa, la risa imparable del Señor, nacida de la felicidad de que una persona hubiera aprovechado su libre albedrío para reconocer la existencia de Dios.

Esta vez el Diablo no oyó esa risotada.

Siempre que sonaba, Satanás se partía en dos a consecuencia directa de ese temblor en su corazón angelical, y luego se tensaba, a la espera de una ola de dolor, pues cuando Dios se reía le entraba una jaqueca tremenda. Pero en esta ocasión no fue así, y los ángeles se sintieron perturbados, incluido Satanás. ¿Por qué no se estaba riendo Dios a carcajada limpia con la adquisición de la nueva alma? Había algo raro en todo aquello. En el Reino de los Cielos empezaron a correr los cuchicheos y los rumores, que llegaron hasta Correcaminos.

Podía percibir la inquietud de Arriba, y era una inquietud de la que él se podía alimentar. Y motivo suficiente para que Satanás se embarcara en un nuevo viaje.

El puente entre el Infierno y nuestro mundo seguía envuelto en llamas desde aquella primera expedición que hizo y de vez en cuando lo aprovechaba. Como ahora.

El ángel rebelde extendió sus seis alas y alzó el vuelo para ver qué clase de alma podía ser ésa cuya captación de fe no había hecho reír a Dios.

Satanás voló hasta la calle Fröjd.

Capítulo 10

Era alegre, amarillo chillón y algodonoso. ¡Uf!, qué cosa más fea.

Estaba sentado en la punta de una rama cantando, ¡alabando!, la Creación, y era empalagosamente tierno y repulsivamente alegre. Unas garritas pequeñas y de color naranja se aferraban a la rama del árbol, mientras un pico del mismo tono apuntaba al cielo y unos ojitos entornados se alegraban con todo lo que cantaba. ¡Puaj!

En realidad el Maligno había pensado en algo más adecuado para encarnarse cuando llegara a la calle Fröjd. Normalmente escogía un gato —solían recibirlo con los brazos abiertos—, pero este canario feúcho y canijo, que seguro que se había escapado de algún sitio, lo irritaba tanto que decidió que sería un atajo para acabar entrando en un gato. Se rió solo mientras se acercaba al hatillo de plumas.

Un observador externo habría jurado que el canario se calló de repente. Que por una fracción de segundo puso los ojos como platos, presa del asombro, y adoptó una forma hinchada inconcebible antes de, confundido, agitar su cuerpecillo para volver a su tamaño normal y mirar a su alrededor.

Un observador atento también habría visto la transformación en los ojos del pajarito cuando sus pupilas se alargaron. Ahora el canario miraba con ojos de serpiente y con el pico torcido en una media sonrisa (en la medida en que un pico puede sonreír).

Un paseante amante de la música también habría reaccionado cuando el canario retomó su canto. Como primero y único en su especie, se puso a cantar el acompañamiento preferido del Diablo, y bueno, ¿qué más se puede decir del sentido del humor de Satanás, aparte de que es grandioso? Por primera vez, la Tierra oyó el
Number of the Beast
de Iron Maiden interpretado por los trinos de un canario.

Canturreando el solo de guitarra, el pajarito del demonio extendió sus alas amarillas y dio una vuelta por la calle Fröjd para ver si podía hallar el alma que había encontrado la fe sin que Dios se alegrara por ello.

Mientras Rakel avanzaba por la acera de vuelta a su casa, un rayo de sol se reflejó en su cruz y le dio al canario en el ojo, haciéndolo casi caer del cielo, experiencia por la que Satanás prefería no tener que pasar una vez más. Sacó la conclusión de que Rakel no era la persona que andaba buscando. Ella ya estaba perdida en la rimbombante mentira del cristianismo. El pajarito sintió un escalofrío tan fuerte que dos plumas se le soltaron, lo cual le devolvió la alegría a Satanás, y continuó su vuelo hasta la siguiente casa.

El señor Rubin estaba sentado en su porche en una butaca envejecida, leyendo el periódico con la frente arrugada y con una jarra de limonada casera al lado. Se mordía el labio superior. El pájaro satánico viró en el aire y aterrizó en la valla de madera, que quedaba a unos metros de distancia. Desde allí estudió al hombre.

—Hola, hola, pajarito —dijo el señor Rubin cuando vio a la bestezuela de plumas—. Parece que tienes hambre.

«De tu alma, sí», pensó el canario y canturreó unos cuantos compases más de rock duro.

—Qué bien cantas —dijo el inocente señor y luego le lanzó al pájaro unas migas de las sobras del desayuno.

Satanás se acercó fascinado a las migajas dando saltitos con las patitas juntas y se las comió mirando de reojo al viejo. Aquel hombre no podía ser el causante del revuelo.

El señor Rubin estiró el brazo con unos trocitos de panecillo en la palma de la mano para atraer al animal. Para su considerable sorpresa, el afable pajarito cruzó el porche de un salto, aterrizó en su mano y comenzó a picotear, fuerte.

—No tan fuerte —dijo el anciano riéndose, pero un poco molesto al tiempo que agitaba la mano para deshacerse del pájaro, que permanecía en el sitio igual que un insecto fastidioso. Las diminutas garras se aferraron a la carne de su mano.

»¡Pero qué demonios! —gritó el señor Rubin sacudiendo la mano.

«Exacto», pensó el pájaro diabólico y alzó el vuelo por encima de su cabeza.

Antes de marcharse, el canario trinó con todas sus fuerzas los primeros versos del
Carmina Bur
ana,
una pieza que el anciano conocía muy bien, y luego Satanás evacuó el intestino del pajarito sobre la coronilla del hombre.

Confuso, resentido y mareado, el señor Rubin entró corriendo en casa para lavarse la herida de la mano y limpiarse la caca del pelo. ¿Se lo había imaginado o ese pájaro de mierda había cantado la composición más famosa de Orff? ¿Podían tener la rabia los canarios? Le entró el miedo y tuvo que llamar al número de información de atención sanitaria, donde se rieron a gusto con su historia y le aseguraron que no, que no podían. Pero quizá no debería sentarse más al sol por hoy. A su edad, el calor y la cabeza podían jugarle malas pasadas.

El señor Rubin les soltó un juramento antes de colgar y el resto del día se lo pasó sentado en el porche con una red de mano como la que utilizan los pescadores de río.

En otro jardín de más abajo, un hombre con el torso descubierto estaba guardando un cortacésped de color amarillo.

Qué feas eran las personas, qué débiles comparadas con las de su propia especie. Y aun así, ¡Dios las amaba tanto que incluso les permitía elegir si querían amarlo o no! ¡Venga, ya! Sin embargo, en el Cielo las reglas del juego eran otras: una mínima duda, una mísera aspiración a dirigir el cotarro, a no querer estar sentado a sus pies día tras día cantando versos de alabanza, y ¡zas!, ¡al Infierno!, que montaron expresamente para ir mandando a la gente. Si no fuera porque acababa de evacuar, Satanás habría defecado también sobre el señor Bengtsson. Dichoso cuerpecillo de pájaro, mira que no poder hacerlo de nuevo. El canario, mosqueado, se arrancó unas pocas plumas del pecho mientras seguía volando. Qué organismo tan patético.

Pero espera.

El hombre de abajo estaba hablando con alguien.

Satanás dibujó unos círculos en el aire alrededor de la casa y luego aterrizó con cierta gracia (se dio un resbalón) en el alféizar de la ventana de la cocina de los Bengtsson y agudizó el oído.

—Cariño, ¿qué haces?

«Cariiiñoooo», imitó el pajarito con desprecio y abriendo mucho los ojos.

—Estoy leyendo —respondió una mujer dentro de la casa.

En cuanto el Diablo oyó su voz, el corazón angelical del canario palpitó más de prisa unas cuantas veces seguidas. Dio unos saltitos laterales para ver a la mujer, ladeó la cabeza y se olvidó de que debía aparentar tener un aspecto bonito. Pero no duró mucho.

Cuando la señora Bengtsson apareció en su campo de visión, vio que estaba sentada a la mesa de la cocina fumando, muy bien, y con una taza de café al lado. ¡Genial! Pero en la mesa, abierto por la primera página, estaba el odioso libro, ¡la Biblia!

El canario vomitó sobre el cristal de la ventana y de nuevo tuvo que moverse un poco hacia un lado. Sí, sí, ese asqueroso bicho de la Creación estaba leyendo ese horripilante documento propagandístico. ¡Todo mentira!

Si la gente que leía la Biblia la viera con los mismos ojos que él, verían al tirano al que estaban adulando. Satanás no podía entender cómo la gente podía leer, leer y leer y pasar por alto todos los pasajes en los que Dios aparecía como un grandísimo y esplendoroso déspota. ¡No lograba comprenderlo!

¿Y por qué no podían ver que el Diablo sólo quería el bien de todos? Él no quería que se limitaran a ser meros sirvientes, quería que fueran dueños de sus vidas y que hicieran todo cuanto les apeteciera, todo lo que les hiciera sentirse a gusto, sin un montón de castigos colaterales y rechazos. Pero no, en ese libro él no era más que una serpiente, un instigador y un fiscal. Soltó un bufido. Un bufido liberador, sería más correcto. Para no caer en el mismo error, apartó la cabeza dorada hacia un lado y volvió a vomitar.

Mientras estaba allí de pie escuchando la conversación que mantenían los Bengtsson, le quedaron claras tres cosas:

1.
Es una mierda ser canario y tratar de no resbalarse en un alféizar de metal cada vez que sopla el viento. Hubo un momento en el que sopló tan fuerte que tuvo que hacerse una bola y buscar el aliento de Dios en el aire, estaba seguro de que lo habían descubierto. Pero no era más que un viento normal.

2.
La señora Bengtsson era la persona que estaba buscando. La oyó conversar como ausente sobre el libro y de lo poco que en verdad sabía de su contenido. Oyó al marido responder con un «ajá» detrás de otro. También se enteró un poco de los precedentes de la historia, pues la mujer le explicó a su marido que su reciente interés por la Biblia estaba motivado por su propia muerte, acontecida unos días antes.

«Vaya, vaya —pensó el Diablo—. Dios ha intervenido. ¿Por qué será?», y…

3.
Cuando la joven señorita Karlsson apareció en la conversación y una vez que hubo quedado claro qué clase de persona era (seminarista, ¡qué ascazo!) y que la señora Bengtsson pensaba pedirle a la chica que le hiciera de guía espiritual mientras leía la Biblia, el pajarito del alféizar se hinchó hasta el tamaño de una pelota de playa. La alegría y la emoción que le corría por dentro por lo gracioso y poético del plan que se le había ocurrido hizo que se olvidara de controlar el cuerpo que poseía. Se olvidó de contenerse y adaptarse. Se le olvidó el tiempo suficiente como para que resultara fatal para la pelotilla de plumas.

El canario se fue hinchando más y más al ritmo en que Satanás, embriagado por la alegría, iba recuperando su tamaño original. Primero, grande como una pelota de playa, luego aún más. El traje de plumas se fue raleando, dejando ver la piel del canario, que estaba roja por el esfuerzo y llena de vasos sanguíneos que se habían reventado, y al final… No, no hay una forma agradable de decirlo. Al final el pajarito reventó como una palomita de maíz, pero hecha de vísceras. Marido y mujer volvieron sorprendidos la cabeza hacia la ventana, pero les fue imposible decir qué era lo que se había empotrado en el cristal. Sólo se veía un batiburrillo de carne y plumas.

—¡Caramba, vaya golpe! —dijo el señor Bengtsson.

Satanás se había quedado sin su cuerpecito amarillo. Pero no pasaba nada. Nada de nada. Con la conversación de la pareja le había quedado muy claro que iba a aparecer de nuevo en un cuerpo totalmente distinto.

Se iba a meter dentro de Rakel.

La señora Bengtsson miró desconcertada la plasta que había aparecido en la ventana de su cocina.

El señor Bengtsson salió al garaje a por unos guantes de goma y un cubo.

El señor Rubin seguía apostado con la redecilla de pesca en la mano, a la espera de cazar al animalejo diabólico que le había destrozado la tarde.

Rakel estaba haciendo la comida.

Satanás cruzó la calle para poseerla.

Y Dios preparaba caracolas de canela.

Capítulo 11

Por tradición, los domingos en casa de los Bengtsson implicaban una cena tardía y excesiva, generalmente a base de carne asada, seguida de programas de tele sobre política nacional con los que el señor Bengtsson se quedaba grogui al poco rato, lleno de comida como estaba. También fue así ese domingo.

En una ocasión normal, su mujer lo habría dejado dormir en el sofá más o menos una hora antes de despertarlo con cariño para que se acostara en la cama. Pero ese domingo en concreto su siesta duró tres horas.

La primera de ellas, la señora Bengtsson se la pasó mirando la tele de reojo, pero el ansia, la archiconocida pulsión que la invadía cada vez que daba con un nuevo proyecto, una cosa nueva que aprender, la hizo bloquear el sonido adormecedor del aparato y sumergirse en el Libro Primero de Moisés.

Al cabo de dos horas estaba aún menos ocupada de lo que había estado durante el día pensando si creía, lo cual había confirmado bastante pronto. La cuestión principal que debía resolver era cómo creía, aunque esto tampoco era la tarea en la que estaba trabajando. No.

Durante esas dos horas de lectura, en las que tuvo tiempo de repasar los dos relatos de la Creación, la expulsión del hombre del Paraíso, el Diluvio Universal y Noé, Abraham —¡pobre!— y Lot y la destrucción de Sodoma, la señora Bengtsson se fue horrorizando cada vez más, e incluso se enfadó un poco.

Tan pronto como la señora Lot se giró y se convirtió en una estatua de sal —un atropello a su libre albedrío, como mínimo—, el señor de la casa emitió un ruidoso ronquido con un preocupante matiz de apnea, razón por la cual la señora Bengtsson dejó el libro a un lado, un poco mosqueada, como apuntábamos, y le acarició la mejilla con delicadeza.

—¿Cariño?

—¿Hmmpf?

—Has dormido tres horas y te has perdido el final de
Documentos Internos.
¿Por qué no nos vamos a dormir?

El señor Bengtsson, que tenía un despertar fácil, abrió los ojos y dijo:

—¿Qué? ¿Tres horas? Por Dios, pero si son casi las doce. —Suspiró y se incorporó con un giro hasta quedar sentado en el borde del sofá—. ¿Lo has grabado?

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