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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (5 page)

Desde hacía un tiempo, tenía la sensación de que mi cerebro estaba en las nubes. «Desde hacía un tiempo» significaba en este caso «desde hacía años». En mi trabajo en el banco me sentía como un corredor de maratones. Alguien a quien, al acabar la carrera, le dicen: «Por cierto, esto era un triatlón.» Y a quien, al finalizar el triatlón, le anuncian: «Por cierto, te has dejado una cosa en la salida de la última carrera. ¿Podrías ir a buscarla, por favor?»

En nuestro departamento estábamos todos destrozados. Un compañero que tenía cierto talento para la música había compuesto una canción titulada
No puedo más
. Cuando se dio cuenta del eco que la canción tenía entre los demás compuso la continuación,
Tampoco quiero más
. Canciones que daban la talla para convertirse en coplas de nuestro mundo moderno. Y siguieron otras:

Necesito cinco cafés
.

Tinnitus
.

Buscando la libertad.

Creo que me volveré loco.

Creo que me volveré loco
.

Me compraré un Uzi
(una canción muy animada en la que todos cantábamos el estribillo marcando el ritmo: «¡Uzi! ¡Uzi! ¡Uzi!»).

El último tema que había compuesto era un reggae:
Dispara contra la junta, pero no mates al jefe de la cantina
.

Y eso que todos los colegas estábamos de acuerdo en que el jefe de la cantina se había ganado a pulso que le pegaran un tiro.

Si no hubiera estado tan cansado, tan hecho polvo, seguramente no me habría comportado toda la noche como un idiota y no habría cometido tantos errores: habría apoyado más a Emma en su propuesta de ir a la presentación del libro, habría aceptado de inmediato su oferta de sexo para esa noche y, sobre todo, no le habría mirado el trasero a Stephenie Meyer (o al menos no habría permitido que Emma me pillara). Además, si hubiera estado más despierto, seguramente habría podido encontrar palabras de consuelo. Sin embargo, no se me ocurría nada que no fuera «Todo se arreglará». Pero me lo guardé para mí porque no estaba seguro de que Emma quisiera oír algo tan ridículo. Por otro lado, no tenía ni idea de qué tendría que contestar si me preguntaba: «¿Y cómo se arreglará?»

Emma era desgraciada y todos teníamos nuestra parte de responsabilidad. Nos lo había dejado bien claro con su monólogo del asco. Sin embargo, un poco enfadado, pensé que ella también tenía parte de culpa en su desgracia: siempre quería algo más que nuestra pequeña vida. Siempre quería más que yo. Ella quería ver mundo, conquistarlo y etcétera, etcétera, etcétera. Pero siempre que le comentaba, aunque fuera de pasada, que ella también contribuía a su desgracia se ponía hecha una fiera y yo iba a parar rápidamente al país de los lamentos. Por eso mantenía la boca cerrada desde hacía años en lo relativo a ese tema. Igual que tampoco me entrometía cuando me daba la sensación de que Emma se excedía controlándoles la vida a los niños. Y si ahora, en medio del llanto, le daba mi sincera opinión de que siempre se enfadaba demasiado con ellos, fijo que me arrancaría la cabeza de monstruo que llevaba.

Emma no paraba de llorar. Ni siquiera lo intentaba. El llanto la sacudía y no pude soportarlo más. Sus penas siempre me habían afectado más que las mías. Yo seguía queriendo a aquella mujer; al menos cuando no estaba tan cansado, cosa que, como ya he dicho, hacía años que no ocurría.

Dios mío, ¡deseé tanto no estar cansado!

Sin embargo, si lo meditaba a fondo, no sabía realmente si aún la quería, puesto que siempre estaba agotado. ¿Cabía la posibilidad de que, si algún día volvía a estar despierto, ya no quisiera que fuera mi esposa?

Si aún la amara, ¿habría pasado lo que pasó cuando fui de vacaciones a Egipto?

Esa idea me dejó aún más extenuado.

La deseché y decidí intentarlo con un simple «Todo se arreglará», y si Emma me preguntaba «¿Cómo?», le diría simplemente «Se arreglará» y barrería cualquier otro intento por su parte de entrar en detalles con un «Chist..., no hables». Pero, justo cuando iba a poner en práctica mi plan y me disponía a acercarme a mi mujer para abrazarla, vi que la mendiga también se ponía en movimiento y se dirigía a Emma.

BABA YAGA (1)

Esa mujer disfrazada de vampiro! ¡Esa ridícula mujer llorona y vanidosa! Era mi última oportunidad. ¡Esa mujer quizás podría llevarme a casa!

Hacía más de 250 años que no había estado allí. Porque me habían desterrado.Y no me quedaba mucho tiempo. Porque moriría al cabo de tres días. Ninguna medicina podía hacer nada contra mi enfermedad. Ninguna oración. Ninguna magia negra. Ni siquiera la mía.

Me acerqué con mi lata a la mujer, que lloraba a moco tendido como un perro que se ha enterado de que la veterinaria va a castrarlo.

En mi plan con aquella mujer, no había nada que perder. Excepto la ridícula vida de su familia.

EMMA (4)

La vieja se plantó súbitamente delante de mí. Era extraordinariamente ágil para su edad. De hecho, era extraordinariamente ágil para cualquier edad. Abrió la boca y reparé en que un gorrión podría haber construido un nido en los huecos que presentaba su dentadura.

—¿Tú tiene euro? —volvió a preguntar.

—¿No ve que estoy ocupada con un ataque de nervios? —gruñí.

—¿Tú tiene euro? —insistió.

Parecía de muy mal humor. Y no sólo porque yo no le daba un euro. Era como si yo le repugnara profundamente. ¿Se debía a mi lloriqueo?

La mendiga extendió la mano. Aunque hubiera querido darle un euro, no habría podido: mi disfraz de Drácula tenía una preciosa capa, pero sin bolsillos. Y no había cogido el bolso porque un vampiro con bolso no parece ni la mitad de auténtico.

—Tú ere digraciada con familia —señaló.

—Tú ere muy pirspicaz —repliqué.

Lo bueno era que la vieja había atajado mi llanto con su charla. Me soné y dejé de llorar mientras la mujer se dirigía a los demás:

—Vosotro igual de digraciados.

A juzgar por las miradas de mi familia, todos se sintieron retratados. Dios mío, ¿tenía razón la desdentada? Mis hijos y mi marido, ¿eran tan desgraciados como yo? Estuve a punto de echarme a llorar otra vez. Todavía más fuerte.

Sin embargo, antes de que mis lagrimales volvieran del descanso del trabajo, la mendiga dijo con dramatismo:

—Todas familias filices son muy paricidas. Las disgraciadas lo son cada una a su manera.

—¿Te has tragado una edición de
Anna Karenina
? —pregunté muy irritada, puesto que sabía que esa cita era de Tolstói. Mi familia no sabía de qué hablaba, no conocían a Tolstói y seguramente se habrían quedado dormidos antes de acabar la tercera página de
Anna Karenina
.

—Yo ayudo a Tolstói a escribir entonces —explicó la vieja.

—Eso es imposible —repliqué, puesto que sabía que había escrito el libro en el siglo XIX. La anciana era vieja, pero nadie era tan viejo como para que fuera posible que hubiera vivido en aquella época.

La respuesta fue una sonrisa sin dientes.Sabionda.Arrogante. Un poco chiflada. No, tachemos «un poco» y sustituyámoslo por «totalmente». Me dio miedo y le ordené:

—Esfúmate.

No contestó y continuó sonriendo. Me miró profundamente a los ojos y tuve la desagradable sensación de que podía ver en lo más hondo de mi alma. Quise alejarme, pero su mirada me tenía atrapada. No podía apartarme, así de simple.

—Esfúmate... —repetí débilmente.

—Tú no valora tu vida —afirmó con desdén.

—Y tú ere dura de mollera —contraataqué con valentía, aunque tenía miedo: ¿había visto realmente algo en mi alma o sólo me lo había parecido?

Entonces, se apartó de mí por fin. Pero no pude respirar tranquila. Porque en vez de largarse a aterrorizar a otra gente, se dirigió a Max. También a él lo miró profundamente a los ojos, él tampoco pudo alejarse de ella y a él también le entró miedo. Al cabo de unos segundos inquietantes de silencio, le dijo:

—¡Tú huye de vida!

En eso tenía que darle la razón, porque Max era realmente una persona muy retraída.

La vieja continuó su camino y Max se echó a un lado tambaleándose. Acto seguido, la mendiga fue a cantarle las cuarenta a Ada. Aunque mi hija también habría preferido apartar la vista, tampoco pudo. Igual que Max o yo.

—Tú no tiene idea de qué va a hacer con tu vida —le dijo la anciana.

—Pero al menos no hablo como si hubiera ido a la escuela de retórica de Yoda —replicó Ada.

La vieja le daba pánico, pero intentó que no se le notara. Con poco éxito: Ada se retorcía los dedos, como siempre que estaba nerviosa. Max, en cambio, cruzaba las piernas como si estuviera a punto de hacérselo en los pantalones. Siempre había sido un niño muy miedoso; de muy pequeño ya tenía miedo de todas las cosas habidas y por haber: de los payasos, de las medusas en la arena de la playa, de los grupos de habaneras...

—Deje a nuestros hijos en paz —le espetó Frank a la chiflada, y se puso delante de ella.

Un error. Porque entonces él también cayó en el embrujo de su mirada hipnotizadora. En su alma, pues yo ya estaba convencidísima de que era capaz de ver en el alma de la gente, encontró lo siguiente:

—Tú no tiene emoción en tu vida.

Después de que lo dijera, Frank se puso a temblar. Todos temblábamos. Nunca habría imaginado algo así con lo de «por fin haremos alguna cosa juntos».

La vieja mendiga sacó un amuleto del bolsillo de su abrigo andrajoso. Era de plata, el puño parecía una cabeza de gato y encima leí las palabras
Baba Yaga
.

—Yo pronto muero —gritó.

—Oh, cuánto lo lamento —dije, intentando relajar la situación mostrándome un poco compasiva.

—Yo no creo tú —replicó, y me restregó agresivamente el amuleto por las narices. Tuve la sensación de que iba a matarme. O bien golpeándome con el amuleto o bien con su aliento fétido.

En ese instante ya no me dio pena. Al contrario, me sorprendí a mí misma con el mal pensamiento de que estaría bien que ese «pronto muero» llegara muy deprisa.

—En tres días yo muero y ¡vosotros quejas!

Por eso me había mirado tan mal desde el principio. Me consideraba una llorona egoísta.

—Vosotros no vive vuestra vida. ¡Vidas de vosotros no valen nada! —vociferó, y su aliento casi acaba con el mío.

—Ejem..., ¿no cree que exagera...? —dije, intentando poner calma.

Sus ojos empezaron a brillar y gritó:

—¡Yo maldigo vosotros!

—Ejem... ¿Cómo...? ¿Qué...? —pregunté espantada.

—¡Yo maldigo vosotros! —repitió, y sus pupilas comenzaron a lanzar destellos en toda regla.

—No, tú pones de nervios nosotros —replicó Ada con valentía.

En vez de contestar, la vieja levantó el amuleto hacia el cielo y, con una voz una octava más baja y tres veces más lúgubre, gritó:


Este tranaris, este pranduce...

—¿A qué viene eso? —inquirí asustada.


Nici mort...
—continuó mascullando—.
Niki al franci...

—No irá en serio...

—Cre... Creo que sí —dijo Frank. Su voz sonó atemorizada mientras señalaba hacia arriba. Levanté la vista y lo vi: el cielo estaba despejado y, aun así, habían empezado a formarse relámpagos en el firmamento.

—Ahora sí que exagera un poco —balbuceé.

Max miraba a lo alto con la boca abierta. Igual que Frank y, ahora, también yo. Sin embargo, Ada se acercó a la vieja con la intención de encontrar una explicación para aquel espectáculo, por improbable que fuera.

—Sí, un supershow... de primera... No sabía que las mendigas ahora trabajaban con pirotécnicos... Pero no soy fan de los efectos especiales... —dijo valerosamente.

A modo de respuesta, los ojos de la anciana se iluminaron de color verde... como esmeraldas. Los ojos enteros. No se le veían las pupilas.

—Tampoco soy fan de los ojos verdes... —murmuró Ada, visiblemente intimidada.

Max recuperó el habla y balbuceó temeroso:

—Tonta del haba, esto no es pirotecnia. Es magia negra.

La vieja mendiga corroboró la hipótesis de Max con más conjuros.


Re spirit, re brut...
—gritó. En voz más alta. Más profunda. Más lúgubre.

Los rayos se juntaron en el cielo. Y formaron una enorme bola de fuego centelleante. Aunque yo, como europea occidental ilustrada, no podía creer en la magia, los hechos hablaban claramente en favor de que algo de eso estaba ocurriendo. ¿Era aquella mujer una maga como había dicho Max? ¿O más bien una bruja? ¿Tenían importancia esos pequeños detalles a la vista de los rayos que pendían sobre nosotros? Era de cajón que en cualquier momento nos caerían encima.

—¡
Rece brut tre animal
!

La bola de fuego pendía ahora en el cielo justo sobre nosotros, y me atenazó un miedo tremendo y negro. Un pánico cerval. Pero no tenía tanto miedo por mí como por mis hijos. La mujer había dicho que nuestras vidas no valían nada. O sea que tampoco las de Ada y Max.

—Perdone a los niños... —supliqué—. ¡Por favor!

Frank repitió en voz baja:

—Por favor...

La vieja nos miró y sonrió. Era una sonrisa horrible. Pero por lo menos sonreía ante mis ruegos por los niños. En mí brotó la esperanza. ¿Perdonaría la bruja —porque tenía que ser una bruja, ¿no?— a los niños?

La bruja dejó de sonreír.

Mi corazón se encogió de miedo por mis hijos. Fue como si alguien lo aplastara. Ésa debía de ser la sensación más horrible que pueda sentir nadie. En cualquier caso, era más horrorosa que cualquier otra que yo hubiera sentido nunca en la vida.

Los ojos verde esmeralda brillaban cada vez más claros, como si detrás de ellos tuviera lugar una explosión nuclear. La bruja abrió la boca casi destentada y gritó:

—¡SEMPER MONSTER!

Entonces, sus ojos explotaron de verdad. Unos rayos verde esmeralda salieron despedidos hacia el cielo. Como rayos láser.

—Y tampoco soy fan de esto —balbuceó temerosa Ada en voz baja.

—No puedo más que secundarlo —dijo Frank con voz temblorosa.

Los rayos verdes que despedían los ojos de la mendiga alcanzaron la bola de fuego centelleante que pendía sobre nosotros. Con una lentitud infinita, casi a cámara lenta, la bola se deshizo en relámpagos. En relámpagos verde esmeralda. Que salieron despedidos hacia la tierra. Cuatro en total. Caían a toda mecha sobre nosotros. Uno por cabeza.

Antes de que nos alcanzaran, Ada, rebelde incluso en un momento de pánico, murmuró:

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