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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (9 page)

—Han maldecido a mi familia...

—Sí, claro... —dijo con una sonrisa forzadísima.

—¡Toca! —Le acerqué el brazo—. ¡Toca el puto brazo!

—Uf, estás un poco desequilibrada —constató.

Confié en que no sería tan idiota como para dejar caer el comentario de «¿Tienes la regla?».

—¿Tienes la regla? —preguntó.

—¡TOCA DE UNA VEZ!

—Ninguna chica me lo había pedido nunca de una manera tan romántica —comentó intimidado.

Luego me tocó el brazo, comprobó que las vendas eran mi piel y se echó a temblar.

—Yo... —dije en voz baja— ...necesito que alguien me abrace.

Jannis puso cara de no querer ser ese alguien. Más bien parecía desear que lo abrazaran a él. Pero no la momia histérica que tenía delante.

—Jannis... —le supliqué—, por favor...

—¿Es... es un truco?

—No, ¡soy una friki! —chillé.

—O eso o estás como una chota por montarme este numerito. Sinceramente, las dos cosas me parecen siniestras...

Mientras hablaba, no dejaba de mirar la puerta, seguramente pensando en entrar dentro de casa y cerrármela en las narices. Luego volvió a mirarme con una mezcla de miedo y asco. Como si yo fuera un monstruo. Cosa que era externamente. Pero ¿y por dentro?

—Yo pensaba... tú también me has dicho «te cierro» —señalé cautelosa.

Caviló un momento, mientras cambiaba el peso de un pie a otro, y finalmente dijo:

—Me equivoqué al teclear.

Eso me rompió el corazón. Maldiciones, vendas, brujas: todo eso quizás habría sido soportable si él me hubiese «cerrado».

—¿Qué... querías escribir? —pregunté con una última chispa de esperanza desesperada.

—Te bizqueo —dijo con voz débil.

—¿Y eso qué significa? —pregunté embalada—. ¿Que no quieres volver a verme?

—Bueno, ahora ya no importa... —comentó.

Y era cierto. Lo único que importaba era que no me quería.

En ese instante, deseé que los rayos de la bruja nos hubieran matado.

—Además, salgo con Noemi —añadió Jannis.

¿Se enrollaba conmigo y salía con otra? ¡Precisamente con Noemi! Era una auténtica medusa y sólo tenía dos cualidades destacables. Y las dos las tenía en el pecho. Que Jannis prefiriera a una mujer con un par de buenos melones lo empeoraba todo. Entonces deseé que los rayos de la bruja no sólo me hubieran matado a mí, sino que también se lo hubieran cargado a él. Y, de paso, los pechos de Noemi.

Jannis estaba a punto de cerrarme la puerta en las narices. Lo agarré desesperada del brazo, lo miré a los ojos y le dije tristísima:

—Me gustaría tanto que me quisieras.

Apenas lo había dicho, la expresión de su cara cambió.

—Te quiero —dijo de repente.

—¿Q...? ¿Qu...? —pregunté perpleja.

—Te quiero —repitió apasionado.

Poco antes, yo le daba miedo, y ahora me atraía hacia él, exactamente como yo había deseado unos instantes antes. Pero ya no estaba segura de si tenía que alegrarme. Se comportaba de un modo muy extraño.

—¡Hueles tan bien! —dijo, y aspiró el olor de mis vendas como si fueran Chanel de los números 1 al 17.

—¿Te estás cachondeando de mí? —pregunté, y lo aparté de un empujón.

—No, yo te quiero —contestó sorprendido, y me miró enamoradísimo.

¿Se podía fingir algo así? Y si no se podía, ¿a qué venía aquel cambio? ¿Qué demonios ocurría allí?

—¿Y qué pasa con Noemi? —pregunté insegura.

—Sólo me interesan sus pechos.

¡Increíble!

Sus maravillosos ojos me miraban entregados, y estuve tentada de sumergirme en ellos. Ya no tenía ganas de pensar qué estaba ocurriendo y susurré:

—Me gustaría que me besaras...

Antes de que pudiera acabar la frase diciendo «pero por desgracia tengo la cabeza llena de vendas», Jannis puso sus labios sobre los míos y también intentó llegar con su lengua a mi lengua a través de la tela. Por eso no pude decir más que: «Mmm».

Cuando acabó de babosear mis vendas, dijo muy serio:

—Ha sido el mejor beso de mi vida.

Lo aparté de un empujón. Allí había algo que no cuadraba. Pensé. Yo había deseado que me quisiera y, de repente, me quería. Luego había deseado que me besara, y me había besado. Busqué con la mirada, pero no había ningún genio de la lámpara para hacer que esos deseos se cumplieran. No es que hubiera esperado encontrar realmente uno, pero en esa noche de chaladura todo parecía posible. Incluso que apareciera un genio.

Seguí pensando. Las dos veces había mirado a Jannis profundamente a los ojos. ¿Le había impuesto mi voluntad? Siendo una momia, ¿tenía poderes de hipnosis?

Decidí comprobarlo. Miré otra vez a Jannis profundamente a los ojos y le pedí:

—Jannis, quiero que des saltos con una sola pierna.

—Me encanta saltar para ti —contestó, y se puso a dar brincos sobre una pierna.

Hostia!

Eso significaba que podía hipnotizar a la gente.

Por desgracia, eso también significaba que los sentimientos de Jannis hacia mí no habían sido sinceros.

—Quiero que me digas la verdad —le pedí, mirándolo de nuevo a los ojos—. ¿Me querías antes de que te lo pidiera?

—No.

Eso me afectó y me entristeció mucho. Pero, masoquista como era, continué preguntando.

—Entonces, ¿por qué has quedado conmigo hoy?

—Noemi tenía que ir con sus padres a la ópera. Además, nunca me lo había montado con una pecho plano como tú.

¡Qué cabrón!

Seguía dando saltos con una pierna. Volví a mirarlo a los ojos y le pedí:

—Quiero que saltes contra la pared.

—Con mucho gusto.

Lo hizo. Se oyó el ruido sordo de un impacto. Tuvo que hacerle un daño bestial.

¡Le estaba bien empleado!

—Sigue haciéndolo durante dos horas —añadí.

—Como tú quieras —dijo sonriendo, y saltó otra vez contra la pared

—Y dile a Noemi que las mujeres con pechos grandes acaban con lesiones por malas posturas.

—Se alegrará de saberlo —contestó, y volvió a hacerse daño.

Tal vez aquello tendría que haberme provocado satisfacción, pero me dolía más a mí que a él. ¿Qué sacas de que se haga daño la persona que te ha hecho daño?

—Para ya de brincar —dije, liberándolo de su destino.

Luego me alejé de él lentamente. Como una momia sin amor.

MAX (2)

Le había presentado a mamá la propuesta de ser el encargado de ir a buscar a Ada. Alguien tenía que vigilar a nuestro papá mutado. Además, me inquietaba una cualidad mitológica de los vampiros que le había silenciado a mamá de momento. No sabía qué le ocurriría si continuaba fuera buscando a Ada cuando saliera el sol: quizás pertenecía a la clase de vampiros que arden con la luz solar y se desintegran en sus componentes atómicos.

Y también había otro motivo por el que quería salir de expedición: nunca había estado en la calle tan tarde. ¡Y solo!

Gracias a mi olfato animal no me costó nada seguir el rastro de Ada, su mortaja tenía un toque muy personal, que me recordaba a mi vieja profesora de mates.

Mientras iba de caza con el morro pegado al suelo por las calles de Berlín, de repente percibí otro olor. Una mezcolanza de pizza, cerveza, tabaco y una sobredosis de desodorante Axe. ¡Sólo podía ser Jacqueline, mi torturadora! Como no podía permitirse comprar perfume, siempre se ponía tanto desodorante que los microbios morían de asfixia a su alrededor.

Una idea cruzó al instante la red neuronal de mi cerebro: si echaba a correr hacia Jacqueline, ¡podría hacer que me las pagara! Por remojarme en el váter. Por tirarme al cubo de la basura. Por obligarme a bailar charlestón (un día vio ese baile en la tele y le pareció divertidísimo).

¿Qué podía pasarle a mi hermana si no la encontraba y me iba a cantarle las cuarenta a Jacqueline? Ada volvería pronto a casa. Siendo una momia, ¿dónde podía exiliarse? ¿En el Museo Egipcio? Y si iba a parar allí, ¿qué más daba? Al menos yo descansaría de ella una temporada.

Giré sobre mis patas traseras y corrí hacia la calle lateral de donde procedía el olor a desodorante. Allí encontré a Jacqueline, sentada en el portal de un edificio, con un trozo de pizza barata, un par de latas de cerveza y colillas. Por lo visto, a sus padres les daba igual que rondara por la calle a esas horas de la noche.

En cierto modo, eso molaba.

Jacqueline parecía helada de frío. No era de extrañar, puesto que sus zapatillas de deporte eran tan porosas como su chaqueta. Debajo llevaba una camiseta delgada con el lema: «Si lees esto, te mato, ¡mirón!»

Primero le pegaría un susto descomunal. Me planté delante de ella y aullé bestialmente:

—¡GRRRAAAUUU!

—Cierra la boca, Fifi —fue su respuesta.

Ésa no era la reacción que yo había previsto.

—¡GRRRAAAUUU! —repetí, y le enseñé los dientes amenazadoramente.

—Cierra la boca, Fifi, o te ato el rabo al cuello. Y no estoy pensando en el mismo rabo que tú.

Glups, se trataba de que ella tuviera miedo de mí, ¡no yo de ella!

Jacqueline bebió otro trago de cerveza. A juzgar por las latas vacías, ya se había tomado más de un litro y medio; tal vez por eso seguía tan relajada ante mi presencia. Pero ¡habría sido ridículo que yo, un hombre lobo, no le metiera miedo! Sólo tenía que hablar. Un lobo que sabe hablar como un
homo sapiens
la haría temblar incluso a ella.

—¡Soy tu desgracia! —anuncié, un poco melodramático, lo confieso.

Entonces, al menos me prestó atención. Enarcó las cejas llenas de piercings como habría hecho el señor Spock si un alien femenino le hubiera dicho a bordo de la
Enterprise
: «Me gustaría aparearme contigo.»

De todos modos, Jacqueline seguía sin tenerme miedo.

—Qué guay, Fifi puede hablar.

—También puedo hacerte daño.

—Lo dudo —replicó, y abrió otra lata de cerveza.

—Soy un hombre lobo —intenté explicarle mi peligrosidad, cosa que a ninguna persona normal le habría hecho falta. Pero a Jacqueline, sí. Esa chica podía darte miedo de verdad.

—Ya lo veo, Fifi —contestó. Fríamente. Era fría de veras. Eso también era un poco fascinante.

—Tú... ¿no tienes miedo de un monstruo? —pregunté.

No me lo podía creer, así de simple. Si delante de mí se plantara alguien que podía destrozarme con sus dientes, no seguiría bebiendo cerveza de lata con toda tranquilidad. Llamaría a gritos a mamá. O, mejor aún, a los marines de Estados Unidos.

—Hay monstruos
amateurs
. Y monstruos profesionales —explicó Jacqueline entre dos tragos—. Tú eres un
amateur
.

—Ya, ¿y tú conoces a profesionales? —pregunté, un poco ofendido en mi recién adquirida dignidad de monstruo.

—Profesionales totales —afirmó.

—No te creo —repliqué.

¿Comparado con qué monstruo parecía
amateur
un hombre lobo?

—Pues no te lo creas, Fifi —dijo.Vació la lata, la aplastó con la mano y la tiró al otro lado de la calle.

Resistí mi estúpido instinto de ir corriendo a por la lata y traérsela.

Al cabo de unos instantes de silencio, Jacqueline me dijo:

—Puedes matarme si te apetece.

—¿Por... por qué... iba a matarte? —Yo no había pensado en algo tan radical. Sólo quería meterle miedo, y había fracasado penosamente.

—¿Tengo cara de contarle mis penas al primer chucho parlante que pase por ahí? —preguntó.

—¿Y a quién más puedes contárselas? —contraataqué.

—Cierto —se mofó con amargura—, ¿a quién?

Puso una cara muy triste. Realmente daba pena. Increíble, ¿me estaba compadeciendo de Jacqueline? Siempre había pensado que antes me compadecería de Kim Jong-il.

—¿Por qué no quieres seguir viviendo? —pregunté cauteloso.

—Por el monstruo profesional.

—¿Qué... qué monstruo?

—El que me maltrata —murmuró. Precisamente la dura de Jacqueline mostraba un aspecto frágil.

—¿Cómo te maltrata? —inquirí, esforzándome por hablar con la máxima suavidad de que eran capaces mis cuerdas vocales de animal.

Jacqueline calló.

—Va, a mí puedes decírmelo, soy un hombre lobo. ¿A quién voy a contárselo?

—¿De verdad quieres saberlo? —murmuró.

—Sí..., claro.

—Así me maltrata el monstruo —dijo con una voz apenas audible, y se levantó la camiseta. Vi su espalda desnuda. Estaba llena de verdugones. Parecía un marinero del
Bounty
al que el capitán Bligh hubiera sorprendido con una ración de agua robada.

Me impactó mucho.

—¿Quién...? —pregunté, y me vibró la voz.

—Mi madre —contestó Jacqueline, mordiéndose el labio inferior tembloroso para no echarse a llorar.

Unos minutos antes quería pegarle un susto de muerte a esa chica.

Ahora quería pegárselo a su madre.

Y estrechar a Jacqueline entre mis patas para consolarla.

EMMA (6)

—Ésa no es Ada —señalé cuando Max llegó a casa con una chica, poco antes de la salida del sol.

La imagen me resultó chocante por varios motivos: por un lado, la chica sólo tenía un lejano parecido con una chica. Más bien parecía algo que un perro vagabundo te trae a casa y te deja a los pies, lo cual no era en cierto modo tan erróneo en ese caso. Por otro lado, la chica no parecía tener miedo de unos monstruos como nosotros. Apestaba a alcohol como la reina del vino de Renania Palatinado, pero no daba la impresión de ir borracha ni drogada. Por lo tanto, ése no podía ser el motivo de su conducta intrépida. ¿Qué habría visto en su joven vida para que los monstruos no la asustáramos? Pero lo más curioso de todo era: ¡¿¡mi hijo de doce años traía de noche a una chica a casa!?!

—Hala, cómo soba el tío feo —comentó la chica refiriéndose a Frank, que estaba tumbado en el sofá y roncaba ruidosamente con la catedral de Colonia encima de la barriga. Bueno, al menos, no tenía gases. Eso estaba bien, no quería ni imaginar qué ocurriría si el monstruo de Frankenstein tuviera problemas digestivos.

Le pregunté a Max quién era aquella tirada. Pero, cuando iba a presentármela, Ada llegó a casa y lo interrumpió:

—¡Tú tienes la culpa de toda esta mierda! —me gritó alteradísima.

Por lo visto, los momentos en que podía llamarla impunemente Snufi habían terminado, y eso me entristeció por un momento.

—La vieja no se habría fijado en nosotros —continuó echándome la bronca— si tú no hubieras montado la que montaste.

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