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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Una familia feliz (10 page)

Caramba, en eso tenía razón.

—¡Eres el colmo!

Tragué saliva. Si yo era realmente la responsable de nuestro estado, tal vez mi hija tenía razón también en eso.

—Quiero que te tires contra la pared —dijo Ada mirándome a los ojos.

—Ejem, ¿cómo dices? —pregunté.

—¡Quiero que te tires contra la pared! —repitió, mirándome con más intensidad.

Evidentemente, no me tiré contra la pared.

—¡Cacarea como una gallina! —me ordenó entonces.

—¿A qué viene tanta tontería, Ada?

Su respuesta fue acercarse a mi cara hasta que casi estuvimos labios contra vendas, y me exigió:

—¡Haz marcha nórdica!

¿Se había vuelto majareta? De ser así, tampoco habría sido incomprensible.

—Oh, mierda —soltó—. Contigo no funciona.

—¿Qué es lo que no funciona? —pregunté.

Pero Ada guardó silencio, profundamente frustrada. Cada vez estaba más preocupada por ella.

En medio del silencio de Ada, Jacqueline se echó a reír.

—Qué guay, estáis más locos que mi familia.

Ada no se había dado cuenta hasta entonces de su presencia.

—Apestas a cerveza —señaló.

—Eh, ándate con ojo, Vendas —la amenazó Jacqueline— ¡o te convierto en un paquete de compresas!

—Siempre es un placer conocer a gente con nivel —contraatacó Ada.

Aquello no parecía precisamente el inicio de una maravillosa amistad.

—¿Ha venido contigo la alcohólica anónima esta? —le preguntó Ada a su hermano.

—Eh... sí... ejem... —balbuceó Max.

—En el colegio siempre le meto la cabeza en el váter —contestó Jacqueline por él.

—¿Es eso cierto? —le pregunté horrorizada a Max.

Mi hijo bajó la vista, avergonzado.

Oh, no, esa chica le hacía
bulling
en la escuela y yo no tenía ni idea. Igual que no tenía ni idea de que no se sentía especial. ¿Qué clase de madre era yo, que no se enteraba de nada?

Por primera vez en mi vida deseé de todo corazón tener una migraña que me dejara fuera de combate por un día y desconectara mi cerebro. Pero, por desgracia, no me dio ninguna migraña y tuve que seguir pensando: ¿tenía que hablar con Max de sus problemas? ¿O antes tenía que pegarle la bronca a la sumerge-cabezas? ¿Y darle un poco de su propia medicina? Aquella chica era una matona, pero yo era un vampiro. Y mientras pensaba... Frank empezó a tirarse pedos.

Olió como en una planta depuradora de aguas residuales.

Cuando Al-Qaeda ha cometido en ella un atentado con explosivos.

Y también sonó así.

Max se tapó la cara con las patas.

—Nunca he tenido tantas ganas de irme de aquí. Y mirad que he tenido ganas muchas veces —explicó Ada.

—Si enciendo un mechero, habrá una desgracia —afirmó Jacqueline

En ese momento comprendí que sólo una cosa era prioritaria:

—Tenemos que volver a transformarnos lo antes posible.

—No me digas —comentó Ada.

Jacqueline señaló a Max:

—Bueno, yo creo que éste está mucho mejor que antes.

Entonces descubrí que los hombres lobo también se ruborizan. Dios mío, ¿estaba Max enamorado de esa chica?

No podía pensar en eso, tenía que concentrarme: ¿cómo podríamos retransformarnos? ¿Quién podía ayudarnos? El médico de cabecera seguramente lo tenía complicado, por mucho que se hubiera especializado en homeopatía en los últimos años. Los científicos quizás necesitarían décadas para lograr curarnos. La estúpida ciencia ni siquiera había conseguido inventar un café descafeinado con buen sabor. Ni un tren de alta velocidad que no fallara ni un revisor que supiera hablar inglés sin acento.

Seguíamos en las mismas: la única que podía salvarnos era la bruja. Pero ¿dónde íbamos a encontrarla? ¿Qué había dicho? ¿Que regresaba a su tierra para morir? Pero ¿cuál era su maldita tierra? ¿La casita de chocolate? ¿Mordor? ¿Pyonyang? ¿Erlangen?

Me concentré todavía más: ¿qué sabía de aquella mujer? ¿Qué indicios había? Llevaba ropa andrajosa y podía hacer cosas que llevarían a la tumba a Albus Dumbledore, y a una velocidad récord. Además, la bruja no necesitaba una varita, le bastaba con el amuleto plateado que tenía. ¿Qué ponía encima?

—Baba Yaga —murmuré para mí misma, y pensé: «Suena repugnante, a llaga con baba.»

—¿Es el nombre de la bruja? —preguntó Max, excitado.

—¿Te suena?

—Baba Yaga es un personaje mitológico de las leyendas del este de Europa. Pero si es la bruja...

—... entonces, por desgracia, las leyendas tienen un origen verdadero —completé. Y nerviosa, pero con un soplo de esperanza, pregunté de inmediato—: ¿De dónde procede Baba Yaga según la leyenda? ¿Cuál es su patria?

—Es originaria de Transilvania.

—¡Pues tenemos que ir enseguida! —anuncié.

En las películas, siempre hay un momento en el que suena una música dramática. En nuestro caso, sólo se oyó eructar a Jacqueline.

Y a Ada, que preguntó:

—¿Dónde está Transilvania?

Debería haberla reñido una vez más por su falta de conocimientos geográficos, pero yo tampoco sabía dónde estaba.

—Transilvania está en Rumanía —explicó Max—. Pero ¿cómo vamos a ir? En el coche hay ahora mucha corriente de aire.

—Haciendo
footing
—comentó Ada, muy poco constructiva.

—Habrá vuelos a Rumanía, ¿no? —dije.

—Sí, claro, somos clavaditos a las fotos del pasaporte —replicó mi hija.

—Y yo no pienso ir en un transportín para perros —puntualizó Max.

Era cierto: con nuestro aspecto, nadie nos dejaría subir a un avión. En tren o en autobús también llamaríamos la atención; necesitábamos un vehículo en el que no nos vieran. ¡Necesitábamos la furgoneta de Cheyenne!

Y la necesitábamos ya. Porque, antes de embrujarnos, la bruja también había dicho que sólo le quedaban tres días de vida. ¿Bastaría ese poco tiempo para llegar a Rumanía con la vieja carraca? ¿Y para buscar a la bruja una vez allí?

Tan pronto como comprendí el poco tiempo de que disponíamos, ocurrió otra cosa que me complicaría enormemente la vida: salió el sol.

—Ejem, mamá, podríamos esperar a que sea de noche para salir hacia Rumanía —señaló Max.

—Tonterías, no hay tiempo que perder —expliqué.

—Pero afuera brilla el sol.

—¿Y...?

—No es una vampira muy lista, ¿eh? —constató Jacqueline.

—No, entender las cosas a la primera no es su fuerte —confirmó Ada.

Normalmente, me habría enfadado por su descaro, pero poco a poco comprendí a qué se refería Max con lo del sol y, haciendo honor a las circunstancias, exclamé:

—¡Mierda!

Me imaginé ardiendo bajo la luz del sol como una antorcha viva que no duraría mucho tiempo. Pero, si esperábamos a la noche, no conseguiríamos llegar a Rumanía en tres días, no encontraríamos a la bruja antes de que muriera y seríamos monstruos para siempre. ¿Qué podía hacer? ¿Dejar que los demás se fueran solos? ¿Dejar nuestras vidas en manos de Max, Ada y Frank-Ufta? Para eso nos quedábamos en casa jugando al mikado.

Tal vez podría protegerme del sol con crema factor 40 o algo por el estilo. Y con gafas de sol. Y con todo el cuerpo envuelto. La idea de un burka me pareció de repente de lo más atractiva. Aunque, claro, ¿qué ocurriría si los rayos de sol atravesaban la ropa?

—A lo mejor perteneces a la especie de vampiros que pueden vivir al sol, igual que los que salen en una historia de Stephenie Meyer —dijo Max.

Vaya, hombre, además me vino a la mente su culo gordo.

Miré a Frank, que roncaba. Mientras se comía con los ojos a la Meyer, ¿estaba pensando en hacérselo con ella? ¿Me ponía los cuernos de pensamiento? ¿Era eso la fase previa a ponerme los cuernos de verdad? ¿Acaso ya lo había hecho? En los últimos años, de vez en cuando me había embargado esa sensación irracional. Cuando él no estaba, me pasaba la noche en vela y no podía dormirme aunque estuviera cansadísima. Lo peor fue cuando estuvo en Egipto con sus compañeros de estudios. Entonces, por las noches, incluso se me hacía un nudo en el estómago. ¿Ocurrió algo allí? ¿O yo era una paranoica? ¿No sería mejor que me concentrara en el problema de los rayos de sol? En vez de volverme loca, si es que no lo estaba ya. ¡Sí, sería mejor!

—¿Quieres decir que tengo una posibilidad de sobrevivir al sol? —le pregunté a Max.

—Bueno, yo no lo comprobaría —comentó Ada.

La miré y, en su cara vendada, reconocí que se preocupaba realmente por mí. En medio de aquella locura, era agradable notar que le importaba.

—Si salgo al balcón con cuidado y despacito, ¿qué pasará? —le pregunté a Max.

—Hay tres resultados posibles —explicó—. El primero es que te quemes levemente y pegues un salto enseguida para volver a terreno seguro.

—Eso no nos serviría de mucho —suspiré.

—El segundo: eres resistente a los rayos del sol.

—Eso nos serviría.

—Y el tercero: te desintegras en un nanosegundo a la que te toque un rayo de sol.

—Bueno, al menos es una muerte rápida —contesté valerosa, puesto que no quería que mis hijos me notaran el miedo.

—Rápida, pero muy dolorosa —replicó mi hijo—. Los vampiros gritan como condenados.

—¿Max?

—¿Sí?

—Un consejo que te irá bien en la vida: no siempre hay que decir todo lo que se sabe.

Me acerqué despacio al balcón. El sol me cegó a través de los cristales de la puerta. Y eso que todavía no estaba muy alto, justo por encima de los edificios. Aun así, me pareció deslumbrante y desagradable. Seguro que no era una buena señal. Agarré el pomo de la puerta del balcón con la mano.

—No, por favor —imploró Max—, es muy peligroso.

—El tontaina tiene razón —dijo asustada Ada.

—Bueno, a mí me parece guay —metió baza Jacqueline.

Si a Max le gustaba de verdad aquella chica, eso decía mucho de sus gustos con las mujeres. ¿Me traería más adelante una nuera como ella? En tal caso, seguro que no era tan malo arder de inmediato. Y, si realmente tenía esos gustos con las mujeres, ¿qué decía eso de la relación con su madre?

Tiré del pomo, abrí la puerta y noté enseguida el calor del sol. Y eso que, como mucho, estábamos a doce grados. Me arriesgué a salir con cuidado, dando pasitos cortos, a la parte del balcón que quedaba enteramente a la sombra.

—Esto es más guay que la tele —opinó Jacqueline, y yo me pregunté si también diría algo parecido si un día visitaba un campo de refugiados de la ONU.

Ada callaba y se retorcía los dedos vendados. Max también callaba y movía la cola. Frank roncaba y soltaba ventosidades.

Por un segundo me sentí aliviada de estar en el balcón.

Tendrían que haberlo llamado el monstruo de Frankenspedo.

—Odio mi buen olfato —oí murmurar a Max.

Luego, silencio de nuevo. Me acerqué al borde de la sombra. Los niños contuvieron la respiración. No sólo por Frankenspedo.

Respiré hondo. Aunque no me hacía falta. Pero lo necesitaba para hacer acopio de todo mi coraje, y di un paso. El paso decisivo. Hacia el sol. ¡Y me quemé! ¡Me abrasé!

No como una antorcha olímpica. Sólo en las manos y en la cara. Como un turista en Mallorca, que al anochecer constata: «Ay, no tendría que haber echado una siestecita tan larga en la playa.»

Retrocedí de un salto, entré corriendo en el piso y cerré la puerta del balcón.

—Lo... lo has conseguido —dijo Ada, que fue la primera en recuperar el habla.

—No te has oxidado —dijo Max respirando aliviado.

En ese instante, yo también me sentí feliz. Por un lado, había sobrevivido, cosa que ya era magnífica por sí misma. Pero también estaba claro que, con protector solar, guantes y gafas de sol, podría viajar. Así pues, con una amplia sonrisa, anuncié:

—¡A Transilvania!

ADA (4)

Pues qué bien, ¡ahora teníamos que viajar a Transilvania! Aquella bruja chiflada, ¿no podría haber sido de Niza? Entonces, al menos habríamos viajado a un lugar bonito. En los últimos años, sólo había ido de vacaciones a la isla de Borsum, en el mar del Norte, donde el triste plato fuerte siempre era la excursión por las marismas con Wilhelm, el guía, que no paraba de cantar canciones tontas. Por lo demás, era una isla en la que los adolescentes de vacaciones se aburrían tanto que pensaban a menudo en suicidios rituales.

La idea de salir de viaje con mi familia era un horror, pero no había alternativa. No quería escuchar eternamente comentarios idiotas sobre vendas. Además, estaba demasiado triturada para criticar el plan de mamá, aún a medio cocer, de ir a Transilvania. En parte por la situación, pero en una parte mucho mayor por Jannis. La bruja me había transformado, pero Jannis me había destrozado. Y aunque me dijera a mí misma trescientas veces: «Olvida a ese imbécil, no lo merece», no me escuchaba y sufría terriblemente.

La idea de salir de viaje con mi familia era un horror, pero no había alternativa. No quería escuchar eternamente comentarios idiotas sobre vendas. Además, estaba demasiado triturada para criticar el plan de mamá, aún a medio cocer, de ir a Transilvania. En parte por la situación, pero en una parte mucho mayor por Jannis. La bruja me había transformado, pero Jannis me había destrozado. Y aunque me dijera a mí misma trescientas veces: «Olvida a ese imbécil, no lo merece», no me escuchaba y sufría terriblemente.

Entré por la puerta corredera a la furgoneta hippie de Cheyenne, de color amarillo chillón, y casi me volví daltónica. Las paredes eran naranjas, el techo marrón, y había una alfombra gruesa de color verde oscuro, aunque estaba bastante segura de que treinta años antes había tenido otro color.

—En esta furgona dormí con Paul McCartney en los sesenta —me reveló Cheyenne en tono de conspiración.

—Hala —dije, impresionada.

—Y con John Lennon.

—Qué guay. —Un poco más impresionada.

—Y con Yoko Ono.

—Vale...

—Me lo pasé muy bien con ellos —dijo Cheyenne sonriendo contenta, y no pude evitarlo: a pesar de todo, tuve que sonreírle yo también.

Aquella mujer vieja era bastante enrollada. Ni siquiera había parpadeado al encontrarse con nosotros, unos monstruos. A lo largo de su vida, ya había visto unas cuantas criaturas que parecían imposibles, incluso sin haber tomado LSD. Por ejemplo, una gallina en los Andes que ponía huevos cuadrados, un pigmeo con tres piernas en África, un delfín con dos patas en el mar Rojo y, en Los Ángeles, un bailarín de claqué con una sola pierna... ¡Qué vida más emocionante había tenido Cheyenne!

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