Read Un puente hacia Terabithia Online
Authors: Katherine Paterson
Estaba tranquilo. Tenía tantas cosas que contarle a Leslie y también tantas que preguntarle. No le importaba que su madre pudiera estar enfadada. Ya le pasaría. Y había merecido la pena.
Ese día perfecto de su vida había valido lo que tuviera que pagar por él.
En la cuesta antes de la casa de los Perkins dijo:
—Bajaré aquí, señorita Edmunds. Es mejor que no entre. Podría hundirse en el barro.
—Muy bien, Jess —asintió. Se detuvo a un lado del camino—. Gracias por este día tan maravilloso.
El sol poniente se reflejaba en el parabrisas, deslumbrándole.
—No, señorita —su voz sonó chillona y extraña. Carraspeó—. No, señorita, gracias a
usted.
Bueno...
No quería marcharse sin darle las gracias de verdad pero no le salían las palabras. Más tarde, por supuesto, le saldrían, cuando estuviera en la cama o en el castillo.
—Bueno.
Abrió la puerta y salió.
—Hasta el viernes.
Ella movió la cabeza, sonriendo.
—Hasta luego.
Miró hasta que el coche desapareció y luego se volvió y corrió con todas sus fuerzas hacia casa; estaba tan alegre que no le hubiera sorprendido que sus pies se despegaran del suelo y saliera flotando sobre el tejado. Había entrado en la cocina antes de darse cuenta de que algo había ocurrido. La camioneta de su padre estaba aparcada junto a la puerta pero no se fijó hasta que entró en la habitación y los encontró a todos sentados: sus padres y las pequeñas a la mesa de la cocina, Ellie y Brenda en el sofá. No estaban comiendo. No había nada en la mesa. Tampoco estaban mirando la tele. Ni siquiera estaba encendida. Permaneció inmóvil un momento mientras todos le miraban.
De repente su madre soltó un sollozo escalofriante:
—Oh Dios, oh Dios.
Siguió diciéndolo con la cabeza apoyada en los brazos. Su padre se acercó para rodearle torpemente con un brazo, pero sin dejar de mirarle.
—Os dije que se había ido a algún sitio —dijo May Belle con calma y obstinadamente, como si lo hubiera repetido muchas veces sin que nadie la creyera.
Bizqueó con los ojos como si estuviera intentando mirar dentro de un desagüe. No sabía ni qué preguntarles.
—¿Qué...? —empezó.
La voz irritada de Brenda le interrumpió:
—Tu novia ha muerto y mamá creía que tú también habías muerto.
Algo comenzó a dar vueltas en la cabeza de Jess. Abrió la boca pero estaba seca y no le salió ni una palabra. Miró bruscamente las caras de todos para que alguien le ayudase.
Por fin su padre habló, su enorme mano áspera acariciando el pelo de su mujer con los ojos bajos, fijos en ese movimiento.
—Encontraron a la chica esta mañana en el arroyo.
—No —dijo Jess, encontrando por fin su voz—. Leslie no ha podido ahogarse. Sabía nadar muy bien.
—La vieja cuerda que utilizabais para columpiaros se partió —prosiguió su padre sosegada, implacablemente—. Creen que su cabeza se dio contra algo cuando cayó.
—No —dijo, sacudiendo la cabeza—. No.
Su padre levantó la vista.
—Lo siento muchísimo, hijo.
—¡No! —Jess estaba chillando—. ¡No te creo! ¡Estás mintiendo!
Les miró enloquecido, esperando que alguien le diera la razón. Pero todos tenían la cabeza baja menos May Belle, que tenía los ojos llenos de terror. «Pero ¿y si te mueres?»
—No —miró a May Belle a la cara—. Es una mentira. Leslie no ha muerto.
Se dio la vuelta y salió dejando que la puerta se cerrase con estrépito. Bajó el camino de arena hacia la carretera y luego comenzó a correr hacia el oeste, en dirección opuesta a Washington y Millsburg: la vieja casa de los Perkins. Un automóvil que se acercaba tocó la bocina y viró y volvió a tocar la bocina, pero casi no lo oyó.
«Leslie-muerta-novia-cuerda-rota se cayó tú tú-tú.» Las palabras explotaron dentro de su cabeza como palomitas de maíz en la sartén. Siguió corriendo y resbaló, pero no dejó de correr, tenía miedo de detenerse. Sabía que correr era la única cosa que mantendría a Leslie viva. «Dios-muerta-tú-Leslie-tú.» Dependía de él. Tenía que seguir corriendo.
Detrás de él se oía el
parabará
de la camioneta, pero no podía volverse. Tenía que ir más rápido, pero su padre le pasó y detuvo la camioneta un poco más arriba, bajó de un salto y corrió hacia él. Cogió a Jess en sus brazos como si fuera un bebé. Jess pataleó y luchó contra los fuertes brazos, pero se rindió ante la torpeza que se apoderó de su cabeza y que salía de un rincón de su cerebro.
Se apoyó contra la puerta de la furgoneta y su cabeza iba chocando contra la ventana. Su padre conducía rígidamente, sin decir una palabra, aunque una vez carraspeó como si pensara decir algo, miró a Jess y cerró la boca.
Cuando se detuvieron junto a la casa, su padre se quedó sentado en silencio y Jess se dio cuenta de la incertidumbre del hombre, así que abrió la puerta y bajó. La sensación de entumecimiento se apoderó de él de nuevo, entró y se tumbó.
Estaba despierto, vuelto en sí de golpe en el oscuro silencio de la casa. Se incorporó, el cuerpo le dolía y tiritaba aunque tenía toda la ropa puesta desde la cazadora a las playeras. Oyó la respiración de las pequeñas, extrañamente fuerte y desigual en el silencio. Algún sueño debía de haberle despertado, pero no recordaba cómo era. Sólo recordaba la sensación de espanto en que había estado sumergido. A través de la ventana sin cortinas se veía la luna rodeada de centenares de estrellas.
Recordó que alguien le había contado que Leslie había muerto. Pero ahora sabía que eso formaba parte de su terrible sueño. Leslie no podía morir, como tampoco él. Pero las palabras daban vueltas en su cabeza como hojas arrastradas por el viento frío. Si se levantara ahora y bajara hasta la vieja casa de los Perkins y llamara a la puerta, Leslie saldría a abrirle con el
P. T.
dando vueltas en torno a ella como una estrella alrededor de la luna. Era una hermosa noche. Tal vez podrían subir la cuesta y cruzar los campos corriendo hacia el arroyo y columpiarse hasta Terabithia.
Nunca había estado allí en la oscuridad. Pero había suficiente luz lunar para encontrar el camino hasta el castillo y podría contarle lo de su día en Washington. Y pedirle perdón. Qué tonto había sido por no preguntar si Leslie podía ir también. Él y Leslie y la señorita Edmunds hubieran podido pasar un día maravilloso, diferente, por supuesto, del día que pasaron él y la señorita Edmunds, pero también muy bueno, perfecto. Las dos se caían muy bien. Qué divertido hubiera sido con Leslie también. «De veras lo siento, Leslie.» Se quitó la cazadora y las playeras y se metió bajo las mantas. «Qué tonto he sido en no preguntar.»
«No importa», hubiera dicho Leslie. «He estado en Washington miles de veces.»
¿Viste alguna vez la caza del búfalo?
Resulta que era aquélla la única cosa en todo Washington que Leslie no había visto nunca y pudo contárselo, describiendo a las diminutas bestias lanzándose a la muerte.
«¿Sabes una cosa rara?»
¿Qué?, preguntó Leslie.
«Tuve miedo de ir a Terabithia esta mañana.»
El frío que sentía en su estómago amenazó con apoderarse de todo su cuerpo. Se dio la vuelta y se tumbó boca abajo. Tal vez sería mejor no pensar en Leslie ahora mismo. Iría a verla a primera hora de la mañana y se lo explicaría todo. Daría mejores explicaciones a la luz del día cuando se hubiera librado de los efectos de esa pesadilla de la que no se acordaba.
Intentó recordar su día en Washington, fijándose en los detalles de los cuadros y de las estatuas, estrujándose la memoria por recordar el tono de la voz de la señorita Edmunds, rememorando sus propias palabras y las respuestas de ella. A veces lo que había en su mente era una sensación de caída, pero la apartaba con otra imagen o el sonido de otra conversación. Mañana tendría que contarle todo eso a Leslie.
No se dio cuenta de nada más hasta que el sol entró resplandeciente por la ventana. En la cama de las pequeñas sólo quedaban las mantas arrugadas y se oían movimientos y palabras en voz baja en la cocina.
¡Dios! La pobre
Miss Bessie.
Se había olvidado de ella anoche y ahora debía de ser tarde. Buscó las playeras con la mano y metió los pies sin atar los cordones.
Su madre levantó la vista de la cocina tan pronto como le oyó. Tenía cara de querer preguntar algo pero se limitó a saludar con la cabeza. Volvió a sentir el frío.
—Me olvidé de
Miss Bessie.
—Papá la está ordeñando.
—También me olvidé anoche.
Ella siguió moviendo la cabeza.
—Papá también lo hizo anoche.
Pero no le acusaba.
—¿Tienes ganas de desayunar?
Tal vez por eso tenía el estómago tan raro. No había probado bocado desde que la señorita Edmunds compró helados para los dos en Millsburg al volver. Brenda y Ellie levantaron la vista para mirarle desde la mesa. Las pequeñas apartaron la vista de los dibujos animados en la tele para mirarle y luego volvieron la vista sin hacer ruido.
Se sentó en el banco. Su madre colocó un plato de tortitas ante él. No se acordaba de la última vez que le había puesto tortitas. Las empapó con sirope y comenzó a comer. Sabían estupendamente.
—Ni siquiera te importa, ¿no?
Brenda le vigilaba desde la otra punta de la mesa.
La miró confuso, con la boca llena.
—Si Jimmie Dicks estuviera muerto yo sería incapaz de comer nada.
El frío que sentía se encogió y se desplomó.
—¿Quieres callarte la boca, Brenda Aarons?
Su madre se volvió hacia ella blandiendo la espátula de las tortitas de forma amenazadora.
—Pero, mamá, está ahí sentado, comiendo tortitas como si no hubiera pasado nada. Si fuera yo no dejaría de llorar.
Ellie miró primero a la señora Aarons y luego a Brenda.
—Los chicos no deben llorar en momentos como éstos, ¿no es cierto, mamá?
—Pero no está bien que esté sentado comiendo como un rumiante.
—Te digo, Brenda, que si no te callas...
Las podía oír hablar pero sus palabras le quedaban más lejanas que el recuerdo de su sueño. Comió, masticó y tragó y cuando su madre le sirvió tres tortitas más se las comió también.
Su padre entró con la leche. La vertió con cuidado en las jarras vacías de sidra y las colocó en la nevera. Después se lavó las manos en la pila y se sentó a la mesa. Al pasar al lado de Jess le tocó levemente en el hombro con la mano. No estaba enfadado por haber tenido que ordeñar. Jess casi no se dio cuenta de que sus padres se miraban entre sí y luego a él. La señora Aarons lanzó una severa mirada a Brenda y luego otra al señor Aarons que quería decir que Brenda debía estar callada, pero Jess no pensaba en otra cosa más que en las tortitas y en lo ricas que estaban y que esperaba que su madre le sirviera más. Algo le dio a entender que no debía pedir más, pero se quedó decepcionado cuando no le dieron otra. Entonces pensó que debería levantarse y dejar la mesa, pero no estaba seguro de adonde ir o de qué tenía que hacer.
—Tu madre y yo pensamos que deberíamos bajar hasta la casa de los vecinos y darles el pésame.
Su padre carraspeó.
—Creo que sería bueno que tú vinieras también.
Se detuvo otra vez.
—Eras tú quien conocía a la niña.
Jess intentó comprender lo que le decía su padre, pero se sintió como un tonto.
—¿Qué, niña? —Lo dijo mascullando, consciente de que no debía haberlo preguntado. Ellie y Brenda se quedaron boquiabiertas. Su padre se inclinó sobre la mesa y puso su enorme mano sobre la de Jess. Echó a su mujer una mirada rápida, preocupada. Pero ella quedó quieta, con los ojos llenos de dolor, sin decir nada.
—Jess, tu amiga Leslie ha muerto. Tienes que comprenderlo.
Jess apartó la mano, deslizándola de debajo de la de su padre. Se levantó de la mesa.
—Ya sé que no es fácil.
Jess oía cómo le hablaba su padre cuando entró en el dormitorio. Volvió con la cazadora puesta.
—¿Estás preparado?
Su padre se levantó en seguida. Su madre se quitó el delantal y se pasó una mano por el pelo.
May Belle se levantó bruscamente de la alfombra.
—Yo quiero ir también —dijo—. Nunca he visto un muerto.
—¡No!
May Belle volvió a sentarse como abofeteada por la voz de su madre.
—Ni siquiera sabemos dónde está amortajada, May Belle —dijo el señor Aarons con tono más suave.
Lentamente cruzaron el campo y bajaron la cuesta hasta la vieja casa de los Perkins. Había cuatro o cinco coches aparcados en el exterior. Su padre levantó la aldaba. Jess oyó al
P. T.
ladrando en el fondo de la casa y corriendo hacia la puerta.
—Quieto,
P. T.
—dijo una voz desconocida para Jess—. Baja.
Abrió la puerta un hombre que estaba medio agachado intentando retener al perro. Al ver a Jess, el P. T. se soltó y saltó alegremente sobre el chico. Jess le cogió en brazos y le rascó la espalda, como solía hacer cuando era un cachorrito.
—Veo que te conoce —dijo el desconocido, que tenía una extraña media sonrisa en la cara—. Pasen, por favor. —Se hizo a un lado para que los tres pudieran entrar.
Pasaron a la habitación dorada y estaba igual que siempre, sólo que más hermosa porque el sol brillaba a través de las ventanas que daban al sur. Cuatro o cinco personas que Jess nunca había visto estaban allí sentadas, se oían algunos murmullos pero se hablaba poco. No había sitio para sentarse pero el desconocido les trajo sillas del comedor. Los tres se sentaron rígidamente y esperaron sin saber qué.
Una señora mayor se levantó lentamente del sofá y se acercó a la madre de Jess. Tenía los ojos enrojecidos bajo sus cabellos totalmente blancos.
—Soy la abuela de Leslie —dijo, tendiéndole la mano.
Su madre la tomó torpemente.
—Señora Aarons —dijo en voz baja—, de ahí arriba, en la colina.
La abuela de Leslie dio la mano tanto a la madre como al padre de Jess.
—Gracias por su visita —dijo. Luego se volvió hacia Jess—. Tú debes de ser Jess —dijo.
Jess inclinó la cabeza. Los ojos de la anciana se llenaron de lágrimas.
—Leslie me habló de ti.
Durante un momento Jess creyó que le iba a decir algo. No quería mirarla, así que se dedicó a acariciar al
P. T.
, que estaba en su regazo.