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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (75 page)

Lo miró fijamente. Era un hombre al que no había visto nunca y tras él estaban los
bravi
de Raffaele, esos hombres que llevaban semanas siguiéndolo, y sostenían a Christina con la intención de protegerla. A sus pies estaba el cuerpo del hombre al que había apuñalado.

Jadeante, se apoyó contra la pared como un animal acorralado, incrédulo, desconfiado, intentando comprender qué ocurría.

—Estamos al servicio del cardenal Calvino —le informó el hombre.

Y los
bravi
de Raffaele no lo habían atacado aunque también se hallaban allí.

La muchedumbre los rodeó con sus cientos de llamas y, de manera gradual, Tonio entendió lo que había sucedido: todos aquellos hombres habían salido en su defensa.

Miró al hombre muerto.

Se acercaron unos niños pequeños que retrocedieron entre un coro de exclamaciones, sin dejar de rodear con las manos sus preciadas llamas.

—Tiene que marcharse de aquí,
signore
—dijo el
bravi
y los hombres de Raffaele asintieron—. Tal vez lo aguarden más enemigos.

Mientras se lo llevaban, uno de los
bravi
se agachó junto al muerto y le abrió la chaqueta.

8

Se sentó en un extremo de la habitación. El cardenal Calvino estaba pálido de ira.

Había mandado llamar al conde Raffaele di Stefano, para agradecerle la ayuda que sus hombres habían prestado a Tonio y Christina, a quien habían llevado sana y salva a casa de la condesa.

A Raffaele le preocupaba que los asaltantes de Tonio se hubieran acercado tanto.

Pero ¿quiénes eran esos asaltantes? Ambos hombres se volvieron hacia Tonio, que sacudió la cabeza y les aseguró que sabía lo mismo que ellos.

Ambos eran matones venecianos. Llevaban pasaporte veneciano, moneda veneciana. Los
bravi
del cardenal habían abatido a uno de ellos, Tonio había matado al otro.

—¿Quién quiere matarte en el Véneto? —preguntó Raffaele, clavando sus ojillos negros y pequeños en Tonio. El rostro inexpresivo de Tonio lo impacientaba.

Tonio sacudió la cabeza de nuevo.

Era un milagro que hubiera conseguido llegar al teatro y haber salido al escenario. Su perfecta interpretación era el resultado de una costumbre y una técnica a las que nunca había otorgado suficiente valor.

Había experimentado una sensación cercana a la euforia, la misma euforia que sintiera cuando abriera su corazón a Guido dos días antes, una euforia que lo tranquilizaba, que lo fortalecía y que el maquillaje y el vestuario habían ocultado por completo.

En aquellos momentos se obligaba a permanecer callado e inmóvil. Sin embargo, no podía olvidar el corte en la garganta y se preguntaba cuan profundo hubiera tenido que ser para quitarle la voz, para arrebatarle la vida.

También le habían puesto un cuchillo en la garganta. Un cuchillo y un garrote en la garganta.

Alzó los ojos y los clavó en Guido, que observaba lo que ocurría con el mismo horror y desconcierto que los demás.

El suyo era el típico semblante de los italianos del sur, aquella expresión de absoluta ignorancia que no se revelaba ante nadie sino ante sí misma.

Cuatro
bravi
protegerían a Marc Antonio Treschi a partir de aquel momento, decidió el cardenal. Con su tacto habitual, y por consideración, a pesar de la ira que aún lo agitaba, se abstuvo de preguntarle a Raffaele por qué estaban allí sus hombres. Los
bravi
del cardenal hablaban con ellos como si los conocieran, como si su presencia no les supusiera sorpresa alguna.

¿Y si ninguno de ellos hubiera estado allí? Tonio entornó los ojos y desvió la mirada mientras Raffaele se inclinaba para besar el anillo del cardenal.

Tonio sintió de nuevo el corte de la garganta. Raffaele se marchaba. Los
bravi
montarían guardia en el pasillo de la casa.

—Márchate, Guido —le pidió Tonio en un susurro.

El cardenal y él se quedaron por fin solos.

—Mi señor —le preguntó Tonio—. ¿Me concederíais otro favor después de tantos otros? ¿Podemos ir solos a vuestra capilla? ¿Querríais confesarme?

9

Recorrieron los pasillos en silencio y al abrir la puerta les llegó el aire cálido del interior. Las velas ardían ante las efigies de mármol y las puertas de oro del sagrario, que despedían un leve resplandor sobre la blancura inmaculada de los lienzos del altar.

El cardenal avanzó hasta la primera fila de sillas de madera tallada que había ante el reclinatorio de la comunión, se sentó y le pidió a Tonio que hiciera lo propio en la silla contigua. No necesitaban utilizar el confesionario. La cabeza agachada del cardenal y su perfil macilento le indicaron que podía comenzar en cuanto estuviera listo.

—Mi señor, lo que voy a deciros será secreto de confesión; nadie más debe saberlo.

—¿Por qué me recuerdas mis obligaciones, Marc Antonio? —preguntó el cardenal con el ceño fruncido. Alzó la mano derecha y lo bendijo.

—Porque no pido absolución, mi señor, tal vez busco algo de justicia, que el cielo me escuche. No sé lo que busco, pero debo deciros que quien mandó a esos hombres para que me mataran es mi propio padre, al que todo el mundo cree mi hermano.

Lo contó todo con fluidez, deprisa, como si los años hubiesen borrado los detalles triviales y hubieran conservado sólo lo más importante. El rostro del cardenal se contrajo de dolor y concentración. Sus párpados cerrados eran lisos y redondos sobre los ojos y de vez en cuando sacudía la cabeza en un silencio elocuente.

—La atrocidad cometida contra mí hubiera movido a otros a la venganza hace mucho tiempo —susurró Tonio—, pero ahora sé que era mi felicidad la que me hacía eludir mi deber. No he detestado mi vida, me he entregado a ella. Mi voz no sólo era un don que Dios me había dado, era mi alegría, y todos los que me rodeaban pasaron a formar parte de esa alegría, aunque también había deseo y pasión. No puedo negarlo. Pero he vivido, y a veces me he sentido como un vaso de agua iluminado por el sol con la luz estallando en él hasta que el agua se evaporaba para convertirse en esa misma luz.

»Pero ¿cómo iba yo a matarlo? ¿Cómo iba a dejar viuda de nuevo a mi madre y huérfanos a sus hijos? ¿Cómo podía llevar oscuridad y muerte a aquella casa? ¿Y cómo iba a alzar la mano contra él si es mi padre y por amor a mi madre me había dado la vida? ¿Cómo podía hacer todo eso cuando, a excepción del odio que me ataba a él, he conocido una felicidad y una dicha que nunca había experimentado durante mi infancia?

»Por esa razón, fui retrasando la acción. Esperé a que tuviera dos hijos, no uno, esperé a que mi madre descansara por fin en paz. E incluso entonces, cuando ante mí no se alzaba ningún obstáculo, cuando ya había cumplido mi deber con todos los que amaba y nada se interponía en mi camino, era mi felicidad y el miedo a perderla lo que me frenaba. Y más concretamente, mi señor, era esa misma felicidad la que me hacía sentir culpable de tener que matarlo. ¿Por qué debía morir si yo tenía el mundo, el amor y todo lo que un hombre puede desear? Éstas son las preguntas que me he estado haciendo.

»Hasta hoy mismo, he dudado, debatiéndose entre mi conciencia y mi deber, entre los argumentos que he dado a los demás y los que me he dado a mí mismo.

»Pero, mirad, él mismo ha sido quien se ha perdido. Ha mandado a sus sicarios a matarme. Ahora puede hacerlo. Mi madre está muerta y enterrada, y cuatro años se interponen entre él y los motivos obvios que habrían confirmado su sentencia de muerte si lo hubiera hecho antes, cuando para él era tan importante mi lealtad hacia mi casa, hacia mi nombre, e incluso hacia él, el último miembro de la estirpe.

»¡Y al enviar esos hombres para aniquilarme, ha querido apagar la llama de esa misma vida que me está tentando para que me olvide de él!, esa vida que me susurra al oído: ¡Olvídalo, déjalo vivir!

»Pero no puedo olvidarlo. No me ha dejado otra opción. Tengo que ir a matarlo, y no hay razón alguna que me impida hacerlo y regresar con los que amo y que me están esperando. Decidme que al destruir a ese hombre que hoy ha intentado matarme no voy a destruirme a mí mismo.

—Pero, Marc Antonio, ¿cómo puedes destruirlo sin echar a perder tu propia vida? —preguntó el cardenal.

—Claro que puedo, mi señor —respondió Tonio con serena convicción—. Hace tiempo que he ideado un plan para hacerlo caer en mis manos sin que suponga un gran riesgo para mí.

El cardenal sopesó aquellas palabras en silencio. Sus ojos se contrajeron mientras miraba el lejano sagrario.

—Oh, qué poco sabía de ti, qué poco sabía de tu sufrimiento…

—En mi mente se ha formado una imagen —prosiguió Tonio—. Me ha acosado toda la noche. Es esa vieja historia que se cuenta tanto a niños como a mayores sobre el gran conquistador Alejandro, al que cuando le regalaron el nudo gordiano, lo cortó con la espada. Porque eso era lo que había en mi interior, un auténtico nudo gordiano por mis ansias de vida y a la vez la certeza de que no podría vivir plenamente hasta que destruyese a mi padre y de ese modo buscarme mi propia ruina. Bueno, él ha cortado el nudo gordiano con los cuchillos de sus sicarios. Y esta noche, mientras otros creían que yo sonreía o hablaba, o incluso cantaba en el escenario, pensaba en lo absurda que me había parecido siempre esa vieja leyenda. ¿Qué sabiduría implica cortar un rompecabezas que mentes más brillantes no habían podido resolver? ¡Qué trágico y bárbaro error! Pero ésa es la manera de obrar de los hombres, mi señor, cortar, y tal vez seamos sólo nosotros, los que no somos hombres, los que contemplamos la sabiduría del bien y del mal bajo una luz más clara, los que quedamos paralizados ante su visión.

»Si pudiera, pasaría el tiempo con eunucos, mujeres, niños y santos, que evitan la vulgaridad de las espadas, pero no puedo, no soy libre. Él viene a buscarme. Me recuerda que la virilidad no puede ser eliminada de forma tan sencilla sino que todavía puedo hacer acopio de ella en mis entrañas para enfrentarme a él. Es lo que siempre he creído: no soy un hombre y sin embargo sí lo soy y no puedo vivir de ninguna de las dos maneras mientras él siga impune.

—Hay un camino para salir de esta encrucijada. —El cardenal se había vuelto por fin hacia él—. No puedes alzar una mano contra tu padre sin sufrir por ello. Tú mismo lo has reconocido. No necesito citarte las Sagradas Escrituras. No obstante, tu padre ha intentado matarte porque te teme. Al oír hablar de tus éxitos en el escenario, de tu fama, de tu destreza con la espada, de los hombres poderosos con los que has entablado amistad, no puede sino creer que tienes la intención de enfrentarte a él.

»Así pues, debes ir a Venecia. Haz que caiga en tu poder. Mandaré hombres contigo, los míos o los del conde Di Steffano, como prefieras. Y entonces, si quieres, enfréntate a él. Conténtate con ver lo mucho que ha sufrido durante estos cuatro años por el daño que te hizo, y después déjalo marchar. Así tendrá la certeza de que nunca le harás ningún daño y tú también quedarás satisfecho. El nudo gordiano no se desatará pero tampoco habrá necesidad de utilizar la espada.

»Todo esto no te lo digo como sacerdote o como confesor. Te lo digo como una persona horrorizada por lo mucho que has sufrido y perdido y también ganado a pesar de todo. Dios nunca me ha sometido a pruebas tan terribles como a ti. Y cuando decepcioné a mi Dios, tú te mostraste amable conmigo en mi pecado, no te regodeaste en mi debilidad ni te aprovechaste de ella.

»Sigue mi consejo. El hombre que te ha dejado vivir tanto tiempo en realidad no quiere matarte. Lo que busca por encima de todo es tu perdón. Y sólo cuando lo tengas de rodillas ante ti podrás convencerle de que cuentas con la fuerza necesaria para otorgárselo.

—¿Yo tengo esa fuerza? —preguntó Tonio.

—Cuando conozcas su auténtica magnitud, que la hace superar a todas las demás, la poseerás, serás el hombre que quieres ser. Y tu padre será testigo permanente de ello.

Cuando Tonio entró, Guido seguía despierto. Estaba sentado ante su escritorio, en la penumbra, y entonces le llegaron los leves sonidos de alguien que tomaba una taza, bebía su contenido y volvía a dejarla en la mesa casi en silencio.

Paolo dormía hecho un ovillo en mitad de la cama de Guido, y la luna le iluminaba el rostro manchado de lágrimas y los cabellos despeinados. No se había desnudado y el frío le hacía cubrirse el cuerpo con los brazos.

Tonio tomó la colcha plegada y la extendió sobre él, lo tapó hasta la barbilla y se inclinó para besarlo.

—¿Tú también lloras por mí? —preguntó, volviéndose hacia Guido.

—Tal vez —respondió éste—. Tal vez por ti, por mí, y por Paolo. Y también por Christina.

Tonio se acercó al escritorio. Se detuvo junto a éste y se quedó mirando el rostro de Guido que se revelaba en la oscuridad.

—¿Podrás tener una ópera terminada para Pascua? —le preguntó.

Guido asintió vacilante.

—¿Y el empresario de Florencia? ¿Está aquí todavía?

De nuevo, Guido asintió titubeante.

—Entonces ve a verlo y arréglalo todo. Alquila un carruaje en el que quepáis todos vosotros: Christina, Paolo, la
signora
Bianchi. Ve a Florencia y busca casa. Te prometo que si no vuelvo antes, el domingo de Pascua me reuniré contigo antes de que se abran las puertas del teatro.

Parte VII
1

Incluso tras aquel velo de lluvia levemente racheada, Venecia resultaba demasiado hermosa para tratarse de una ciudad real; era más bien un sueño de ciudad, que desafiaba a la razón, con sus antiguos palacios deslizándose en la agitada superficie de las aguas plomizas para formar un inmenso y glorioso espejismo. El sol se abría paso entre las nubes desgarradas de bordes plateados, los mástiles de los barcos se erguían y parecían querer alcanzar a las gaviotas que remontaban el vuelo, los estandartes ondeaban al viento como explosiones de color en el cielo radiante.

El viento fustigaba el lienzo de agua que cubría la
piazetta
. Y detrás estaba la campana del Campanile, prisionera en su tañido espectral que la hacía parecer el sueño de sí misma, al igual que sucediera con los agudos chillidos de las gaviotas.

De los pórticos de los Oficios del Estado emergía aquel antiguo y sacrosanto espectáculo del Senado de la Serenísima: túnicas escarlatas arrastrándose por las húmedas calles, pelucas blancas arrancadas por el viento, hasta que el desfile llegaba al borde del agua, y uno a uno, aquellos hombres se marchaban en aquellas bruñidas barcazas funerarias de color negro azabache hacia la avenida que conservaba intacto todo su esplendor, el Gran Canal.

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