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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (71 page)

BOOK: Un grito al cielo
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El rítmico roce de la tiza lo adormecía mientras a su alrededor lo escrudiñaban rostros pintados, exuberantes, magníficos, apasionados hombres y mujeres a quienes conocía, otros de tamaño mítico que se recortaban contra cielos plúmbeos y nubes tan reales que parecían encontrarse en el límite de un movimiento predecible. En un marco lejano, el cardenal Calvino se alzaba sobre él, vibrante, inconfundible, plasmado con tal fuerza que provocaba en Tonio una vaga turbación.

El talento de Christina estaba más allá de toda duda. Sus figuras robustas, familiares o extrañas, lo cercaron con irreprimible vigor.

Ella trabajaba en el centro de todo aquello. Los cabellos cobraban vida y se ondulaban bajo la luz. A Tonio se le antojaba cada vez más peculiar. Se preguntó si se enfadaría en caso de poder leerle los pensamientos. Se veía tan exótica en aquel sitio como una paloma blanca que hubiese descendido de alguna cima encumbrada para posarse y revolotear a un ritmo preciso sobre un clavicémbalo. Era muy sensual, la personificación del deseo. ¿Cómo podía aquella forma contener inteligencia, talento, fuerza de voluntad? Lo seducía hasta lo impensable.

Casi en trance, para avivar aún más su dulce tormento, la imaginó leyendo libros, algo que sin duda hacía todos los días, o escribiendo tratados de filosofía, una disciplina que seguramente dominaba. De repente, fijó la vista en su mano, que trabajaba con ahínco, cubierta de tiza de colores, rompiendo en dos cada una de ellas y convirtiendo en un pequeño desastre su caja de pasteles. Necesitaba libertad para aplicar los colores con pequeños toques frenéticos. Su cara resplandecía, imbuida en su tarea, mientras él la contemplaba aburrido, deseoso de poseerla.

Pero ya tendrían tiempo de sobras para entregarse al amor.

Él temía el momento siguiente, cuando el dolor lo abrasara.

Lo asaltó el vago recuerdo de haber estado en un espléndido lugar lleno de música que de repente se detenía y hacía que el miedo se apoderara de él. Parecía música de Vivaldi. Los acelerados violines de
Las cuatro estaciones
. Y sintió el vacío del aire cuando terminó.

Por fin el retrato quedó terminado. Había pasado diez días esclavo de ella, entregado exclusivamente a la ópera y a Christina.

Faltaba muy poco para el amanecer; ella se lo mostró y él contuvo una exclamación.

En aquella miniatura esmaltada que había enviado a Guido había plasmado una inocencia dulce, pero en aquel retrato Tonio captó una oscuridad, una actitud meditabunda, incluso una frialdad que él no era consciente de transmitir.

Como no quería decepcionarla, murmuró frases sencillas, pero lo dejó a un lado, se acercó a ella y se sentó junto al banco de madera para quitarle la tiza de los dedos.

Amarla, amarla, eso era lo único que podía pensar o sentir, lo único para lo que aún le quedaba voluntad, y una vez más la poseyó, asombrado ante la tenue membrana que separaba la crueldad de la pasión irresistible.

Amar a alguien de ese modo era pertenecerle. Toda libertad seguía el camino de la razón y la felicidad escogía para sí misma un lugar adecuado, un momento adecuado. La mantuvo contra sí, incapaz de hablar, y sus huesos blandos y cálidos, apretados contra su cuerpo, le contaron sólo los secretos más terribles.

Amor, amor, tenerla a ella.

La llevó a la cama, depositó su cuerpo sobre el lecho, dispuesto a perderse de nuevo en ella.

Entonces llegó ese instante de unión que tan a menudo había vivido con Guido en el pasado, cuando el cuerpo encontraba por fin reposo y sólo deseaba su compañía.

La mesa estaba dispuesta, las velas encendidas. Ella se puso una bata que le dejaba los hombros al descubierto y lo llevó hasta allí, donde la vieja criada había servido vino y platos de pasta humeante. Cenaron ternera asada y pan caliente, y cuando dieron cuenta de todo, la tomó en su regazo y ambos, cerrando los ojos, iniciaron un pequeño juego de caricias y besos, cuyas reglas quedaron reducidas a que mientras él acariciaba a ciegas los huesos de su pequeño rostro, ella hacía lo mismo con él, y mientras acariciaba sus delicados hombros ella lo imitaba hasta conocer todas las partes de sus respectivos cuerpos.

Tonio empezó a reír, y como si él le hubiera dado permiso, ella dejó estallar su risa de niña mientras comparaban todos los rincones de sus cuerpos. Él palpó su sedoso labio inferior, su abdomen liso y redondo, y la parte posterior de sus rodillas. La tomó en brazos y la acomodó de nuevo entre las sábanas para explorar las grietas más húmedas, aquellos pliegues suaves como plumas, aquellas partes cálidas y palpitantes más íntimas, mientras la mañana se alzaba tras las ventanas.

Había amanecido. El sol entraba a raudales. Tonio se sentó junto a la ventana, con las manos cruzadas sobre el alféizar, y se extrañó al pensar en Domenico, en Raffaele, en el cardenal Calvino. El recuerdo de aquellos hombres todavía le causaba dolor, y algo parecido al sentimiento producido por el brío de los violines.

Los había amado a todos, eso era lo más asombroso, porque en aquel sereno instante no quedaba ya nada de aquellos amores que pudiera atormentarlo. Guido, lo amaba más que nunca, pero era un amor pleno y apacible que ya no requería de la pasión.

¿Y aquél?

Lo enloquecía. Y la paz apenas vislumbrada en su sueño de nieve se le escapaba.

Miró a Christina.

Estaba profundamente dormida en su cama. Se sintió esposo, hermano, padre. Quería llevársela de allí, lejos, muy lejos, pero ¿adónde? ¿A algún lugar donde nevase? ¿O de regreso a aquella villa, donde podrían vivir juntos para siempre? Una terrible fatalidad se cernió sobre él. ¿Cuál era el significado de todo ello? ¿Qué había deseado verdaderamente? No era libre para amar a nadie, ni siquiera para amar la vida misma.

Sabía que si no se alejaba de Christina de inmediato, la perdería para siempre, aunque al sentir su infinito poder sobre él sólo tuvo fuerzas para llorar. O tumbarse de nuevo junto a ella y limitarse a abrazarla.

Ella podría permitirse cualquier crueldad, tanto era el amor que él le profesaba. Y entonces se dio cuenta de que en ninguna de sus relaciones había tenido miedo, ni siquiera con Guido. En cambio ahora tenía miedo de ella, la temía, y no sabía por qué, sólo aquello daba la medida de su capacidad para herirlo.

Pero Christina nunca le haría daño. La conocía, conocía su lado oscuro. Percibía que en su interior brotaba una bondad sencilla e inmensa que él anhelaba con toda su alma.

Avanzó deprisa hacia la cama, pasó los brazos bajo Christina y la sostuvo hasta que despacio, muy despacio, los ojos de ella se abrieron y lo miró.

—¿Me quieres? —preguntó Tonio entre susurros—. ¿Me quieres?

Sus ojos se agrandaron, se enternecieron y se llenaron de tristeza al verlo tan desvalido, y Tonio se sintió a su entera merced.

—¡Sí! —respondió, y lo dijo como si acabara de descubrir sus propios sentimientos.

Unos días después, una tarde en la que media Roma parecía haberse reunido en su estudio, con el sol colándose por los ventanales desnudos, mientras hombres y mujeres charlaban, bebían vino o té inglés, y leían periódicos ingleses, ella se inclinó sobre el caballete, con la mejilla manchada de tiza, y el cabello descuidadamente sujeto con un lazo violeta. En aquel preciso instante, Tonio, que procuraba pasar desapercibido la miró y comprendió que le pertenecía por completo. Qué estúpido eres, Tonio, pensó, así sólo aumentas tu dolor, aunque en realidad, ni siquiera había sido una decisión.

4

Guido sabía que ocurría algo y era consciente de que Christina no tenía nada que ver con ello.

El carnaval romano se les había echado encima, la ópera llevaba varias semanas de representaciones triunfales y, sin embargo, Tonio se negaba todavía a hablar de futuros compromisos. Por más que Guido insistiese, Tonio le rogaba que lo dejase en paz. Afirmaba estar cansado, distraído, alegaba que tenía que ir al estudio de Christina, que como esa tarde ambos iban a ser recibidos por una electora, le era imposible pensar en nada más.

Todo un sinfín de excusas. Y de vez en cuando, si Guido sorprendía a Tonio en el camerino del teatro, su rostro se crispaba y adquiría aquella frialdad que siempre le había provocado una punzada de mudo terror mientras Tonio decía enfadado:

—¡Ahora no puedo pensar en eso! ¿Aún no tienes bastante?

—¿Bastante? Pero si sólo es el principio, Tonio —respondía Guido.

Al principio Guido se decía a sí mismo que la causa era Christina.

A fin de cuentas, nunca había visto a Tonio así, tan completamente entregado a una relación amorosa.

Sin embargo, cuando Guido decidió ir a ver a Christina una tarde en la que Tonio se encontraba en una recepción que no podía eludir, se sorprendió al oír las negativas de la joven.

Ella no tenía nada que ver con el hecho de que Tonio se negase a cantar en Florencia durante la Pascua. En realidad, ni había oído hablar de tal posibilidad.

—Estoy dispuesta a seguirlo a todas partes, Guido —le aseguró—. Yo puedo pintar aquí o en cualquier otro sitio. Sólo necesito el caballete, las pinturas, las telas y los pinceles, y eso puedo llevármelo conmigo a cualquier rincón del mundo —bajó la voz—, siempre que él esté a mi lado.

Sus últimos invitados acababan de despedirse. Las criadas retiraban los vasos de vino y las tazas de té. Y ella, con las mangas prendidas con alfileres en lo alto, trabajaba en sus óleos y pinturas. Frente a ella había recipientes de cristal con escarlata, bermellón y ocre.

—¿Por qué, Guido? —preguntó apartándose el cabello del rostro—. ¿Por qué no quiere hablar del futuro? —Parecía temer la respuesta de Guido—. ¿Por qué insiste en mantener nuestra relación en secreto y se esfuerza por que todo el mundo crea que sólo somos amigos? Ya le he dicho que sí pudiera hacer las cosas a mi modo, viviríamos juntos. Guido, todos los que nos conocen bien saben que es mi amante, pero ¿sabes qué dijo? De eso no hace mucho, era muy tarde, y había bebido mucho vino. Dijo que no albergaba ninguna duda de que, pese a todo lo que habías hecho por él, a ti te había beneficiado el haberle conocido, que no te causaría ningún perjuicio. Sus palabras fueron: «Después de esto, el viento hinchará las velas». Pero añadió que yo no quedaría en buena posición si acababa con mi reputación y que no me perjudicaría por nada del mundo. ¿Por qué habla de abandonarme, Guido? Hasta esa noche, temía que fueses tú quien le pedía que renunciase a mí.

Guido advirtió que ella lo miraba fijamente, le imploraba, y aunque aumentó la presión con que le tomaba la mano, no podía satisfacerla. Contempló los tejados que se divisaban desde los ventanales sin cortinas y sintió frío por haberse cruzado de nuevo con el viejo enemigo, con el viejo terror.

A Christina no le dijo nada más, salvo que hablaría con Tonio, y luego, tras rozarle la mejilla con los labios, se dispuso a marcharse. Olvidó su tricornio y bajó las huecas escaleras para salir a la abarrotada Piazza di Spagna. Entonces, se dirigió despacio hacia el Tiber, con la cabeza gacha y las manos detrás de la espalda.

Roma lo atrapó en sus sinuosas callejas, lo llevó de una plaza irregular a otra. Lo condujo ante estatuas gigantescas y fuentes relucientes, mientras su mente se encogía ante su perfección sólo para crecer de nuevo con la plenitud del conocimiento.

Horas más tarde, caminaba sin rumbo por el suelo multicolor de la plaza de San Pedro, pasando junto a las majestuosas tumbas de los papas. Le sonreían esqueletos de piedra esculpidos con tanto detalle que se dirían recién descubiertos. La multitud, compuesta por fieles de todo el mundo que atestaba la plaza, lo empujaba en todas direcciones.

Sabía lo que le ocurría a Tonio. Lo había sabido antes de hablar con Christina, pero tenía que estar seguro.

La imagen volvió a él, se implantó en su mente, menos imaginativa y literal, con la locuacidad del maestro Cavalla: Tonio se estaba desgarrando lentamente.

Era la batalla de aquellos dos seres que ya había presenciado: uno que anhelaba la vida y el otro que no podía seguir existiendo sin la esperanza de la venganza.

En aquellos momentos en que Christina tiraba de su mitad más brillante, en que la ópera lo colmaba de tantas bendiciones y promesas, el ser oscuro, asustado, pugnaba por destruir al enamorado porque temía ir perdiendo terreno hasta desaparecer por completo.

Guido no lo comprendía del todo. No era una imagen fácil para su mente. Intuía que cuanto más le daba a Tonio la vida, más consciente era de que no podía disfrutarla plenamente hasta que hubiera solucionado aquel viejo asunto pendiente.

Guido se sintió solo en medio de aquel gentío que entraba en la mayor iglesia del mundo. Sabía que no podía hacer nada.

—No puedo… —susurró, oyendo con claridad sus palabras por encima de la multitud de sonidos que lo rodeaba—. No puedo vivir sin ti. —Los intensos haces de luz solar le nublaron la vista. Nadie reparaba en él, que hablaba solo y permanecía inmóvil—. Mi amor, mi vida, mi voz —susurró—. Sin ti, no hay viento que hinche las velas. No hay nada.

Aquel mal presagio lo asaltó cuando se dirigían hacia Roma; la pérdida de su joven y fiel amante no era nada comparado con el abismo que se abría ante él, cada vez más profundo.

Llegó el carnaval. Las noches se volvieron más apacibles. El público se mostraba enloquecido. La condesa había regresado y cada noche organizaba bailes en su villa.

Guido abandonó todos sus proyectos para la temporada de primavera. Sin embargo, no dijo nada a los agentes de Florencia. Ojalá pudiera obligar a Tonio a un compromiso más… Tonio nunca faltaría a su palabra y eso le daría tiempo. Ésa era su obsesión: el tiempo.

Pero un día, a primera hora de la tarde, mientras Guido escribía un nuevo dúo para que Bettichino y Tonio practicaran cuando se aburrieran, uno de los ayudantes principales del cardenal le anunció que el
signore
Giacomo Lisani, de Venecia, se encontraba allí para ver a Tonio.

—¿Quién es? —preguntó Guido malhumorado. Tonio había salido con Christina al carnaval.

En cuanto vio al joven rubio, lo reconoció. Hacía años, se había presentado en Nápoles por Nochebuena para visitar a Tonio.

Era su primo, el hijo de la mujer que tan a menudo le escribía. Llevaba consigo un pequeño baúl, una especie de cofre, y quería entregárselo a Tonio personalmente.

Se decepcionó al saber que no podría verlo de inmediato. Cuando Guido se identificó, el primo de Tonio empezó a contarle lo ocurrido: La madre de Tonio había muerto hacía un par de semanas, tras una larga enfermedad.

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