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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (70 page)

—Eso es lo que dices ahora —apuntó él—, pero dentro de un tiempo tal vez cambies de parecer y nada te puede perjudicar más que la indiscreción.

—No. —Ella le rozó los labios con los dedos—. Esto no es indiscreción —aseguró—. Te quiero. Siempre te he querido. Te amo desde la primera vez que te vi, hace ya años. Y tú lo sabías.

—No —replicó él, sacudiendo la cabeza—. Amabas lo que veías en el escenario, en el coro…

—Te amaba a ti, Tonio —lo interrumpió ella, casi riendo—, y te amo ahora. Y no hay indiscreción alguna en amarte, y tampoco me importaría si la hubiera.

Tonio se inclinó hacia delante para besarla, sin poder evitar creer en sus palabras mientras la dulzura de su juventud e inocencia se transformaba mediante un proceso alquímico en un sentimiento más fuerte y hermoso.

—Tengo miedo por ti —dijo él—. No te comprendo del todo.

—Pero ¿qué hay que comprender? —le susurró ella al oído—. Durante todos esos años en Nápoles, ¿no advertiste mi tristeza mientras me espiabas por el rabillo del ojo? Siempre me estabas observando. —Lo besó y apoyó la cabeza contra la suya—. ¿Qué puedo contarte de mi vida? Que pinto desde el alba al atardecer, que pinto de noche, casi sin luz. Que sueño con que me hagan encargos para pintar frescos en las más importantes iglesias. También he descubierto que lo que más me interesa es pintar rostros, de ricos y de pobres, los rostros de quienes me están poniendo de moda y de aquellos con quienes me cruzo en la calle. ¿Es eso tan difícil de entender? ¿Tan inaceptable te resulta esa vida?

Sus manos no podían dejar de tocarla, acariciarla, apartar sus pequeños rizos dorados para que cayeran otra vez sobre su frente.

—¿Sabes qué soy? —preguntó con una bella sonrisa—. He experimentado tanta felicidad en la Piazza di Spagna que me he convertido en una estúpida.

Él rió; sin embargo su expresión cambió de inmediato y se concentró en aquella palabra.

—Una estúpida —repitió en un susurro.

—Sí, una completa idiota. —Frunció el ceño—. Quiero decir exactamente que cuando me despierto pienso en pintar, y cuando me acuesto pienso en pintar, y el único problema para mí reside en contar con las suficientes horas al día para…

Tonio comprendió. En sus peores momentos, cuando no podía dejar de pensar en Carlo y en Venecia, cuando parecía que los propios muros del
palazzo
Treschi se desmoronaban sobre él y la luz era la de Venecia, anhelaba aquella simplicidad de la que hablaba Christina. Y de no haber sido por sus recuerdos, la habría logrado. Guido la había conseguido, una simplicidad divina porque la música era la pasión que lo consumía, su trabajo, sus sueños. Y en aquellos últimos siete días en los que Guido había trabajado noche y día más allá del límite de la fatiga, su rostro, a causa de esa simplicidad, se había vuelto completamente inexpresivo.

—Si no fuera por el amor y la soledad —decía ella con voz distante y conmovida—, mi vida, tal como es, sería un regalo de Dios.

—Entonces, ¿es amor lo único que necesitas? —preguntó él—. ¿Es amor lo único que necesitas para que tu existencia sea un regalo de Dios?

Ella se incorporó, le pasó los brazos alrededor del cuello y la luz centelleó a sus espaldas, dorada y verde; luego se oscureció. Tonio cerró los ojos, abrazó su cuerpo menudo y suave, y supo que si antes había conocido aquella felicidad, la había olvidado. Comprendió que nunca más olvidaría esta sensación, sin importar qué le deparara el futuro.

La mañana avanzaba hacia el mediodía y ellos se movían ligeros y presurosos.

Visitaron unas cuantas tiendas en busca de viejas pinturas por las que Christina regateó con la misma determinación que un hombre. Conocía a algunos de los propietarios y en algunos casos la estaban esperando. Se abría camino confiada entre una barahúnda de tesoros polvorientos, como si momentáneamente olvidara que Tonio seguía a su lado.

Él se sentía muy cómodo en aquellos oscuros y abarrotados lugares. Examinó manuscritos antiguos, mapas, espadas. Encontró unas partituras de Vivaldi y otras más antiguas que compró de inmediato.

Pero casi todo el tiempo se dedicó a contemplar a Christina con humilde fascinación mientras los vendedores regateaban para acabar cediendo la mercancía al precio que ella quería. Adquirió fragmentos de una escultura romana, la cual Tonio y el cochero envolvieron con esmero en sábanas viejas y colocaron en el carro, ya que ella anunció que quería pintar a partir de esos modelos. Compró retratos, agrietados y oscurecidos, pródigos en exuberantes y vivos detalles.

Su simple compañía constituía todo un placer. El control que ejercía de sí misma lo excitaba, y, sin darse cuenta, amó aquel sentido de la vida de Christina, tan completo, la escuchó hablar de sus tesoros, de cómo debía perfeccionar las manos y los pies, sus estudios, de que requerían flores y cortinajes, de cómo una cosa era buena y la otra carecía de valor.

Tonio experimentó aquella prodigiosa sensación de conocerla y haber estado siempre con ella, disfrutando de su apacible compañía, y sin embargo era una persona por completo desconocida para él, de modo que cada gesto, cada movimiento de su cabello rubio, lo asombraban.

El coche salió de Roma en dirección sur a través de un campo sembrado de ruinas, con un gran acueducto devorado por la maleza y, desperdigadas, las columnas erectas de un antiguo templo. Ella hablaba en voz baja de la belleza de Italia, de que se había convertido en el paisaje de sus sueños desde el momento que lo había descubierto, y de su esposo, siempre tan atento, que la había llevado a todas partes, dejándola pintar y dibujar a su antojo.

Durante unos instantes, Tonio supo dónde se encontraban, no lejos de la villa de la condesa; pero luego siguieron más hacia el sur, en dirección al mar, y enseguida recorrieron una larga avenida de álamos desnudos que alzaban sus aguzadas ramas al cielo azul.

Ante ellos apareció una casa que extendía su larga fachada rectangular a derecha e izquierda, con la superficie jaspeada por el paso del tiempo y profundas grietas. Toda la pintura ocre que antaño la había cubierto aparecía apagada y desconchada en algunos puntos moviéndose como los pétalos de una flor. Sin embargo brillaba bajo el intenso sol y los postigos daban paso a la oscuridad a medida que se aproximaban. Christina tomó a Tonio de la mano y lo condujo hacia la puerta abierta.

Las hojas secas cubrían las baldosas, y cuando unas gallinas pequeñas y veloces se apresuraron a esconderse se oyeron unos crujidos, y también se oían los balidos de los corderos, que sonaban huecos y fantasmagóricos bajo aquellos techos altos; aquí y allá había montones de paja apilados contra las paredes pintadas, y un reguero de agua, que la lluvia había convertido en cascada, discurría por los murales hasta los restos de unos muebles viejos.

—¿De quién es esta casa? —le preguntó Tonio. Ella caminaba delante de él; su estatura le daba un aire majestuoso con la falda recogida por encima de los tobillos y el cabello que le caía en ondas hasta la cintura.

Tonio se quedó inmóvil. Casi temblando, contempló aquella decadencia, cuya visión lo hizo retroceder en los años hasta cierto momento soleado en Venecia en el que había estado en habitaciones vacías como aquéllas, con la pandereta en la mano, y la música creció rítmica y violentamente durante un momento, para apagarse al cerrar los ojos y sentir el sol en los párpados con su disolvente calidez.

El aire se agitaba a su alrededor. No sentía pena ni lamentaba nada. Y cuando abrió los ojos de nuevo, vio el día que tallaba haces de luz a través de las ventanas, y la tierra alzándose e inclinándose en la distancia, y le pareció que aquel lugar era como el gran esqueleto de una casa abierta a la lluvia y a la brisa y al olor de la hierba y a todo lo que crecía en la tierra.

Ella lo llamaba con una seña desde la escaleras.

—Es mi casa —dijo mientras Tonio la seguía y ella apoyaba la mano en su brazo—. Vengo cuando me apetece. ¿No le das tu aprobación? —Lo miró con una expresión de inocencia y vulnerabilidad—. Puedo ir por toda Europa pintando, puedo hacer retratos en cualquier lado, y quizá pintar incluso los murales de mis sueños en las grandes iglesias, pero siempre puedo volver aquí, a esta casa, mi hogar.

Él la siguió por las escaleras hasta llegar a un gran salón que dominaba la campiña de abajo. La hierba crecía tan alta como el trigo ondeando bajo la celosía gris de los álamos. Las nubes bajas estaban teñidas de oro.

Christina se detuvo ante él, muy quieta, el rostro redondeado y menudo y unas mejillas tan suaves que Tonio tuvo deseos de tomarle la cara entre las manos.

En aquel momento sentía la vitalidad de Christina, la había sentido con toda intensidad, aunque hacía sólo unos instantes que ella había hablado de sueños. Y en aquel instante comprendió que a su alrededor todo eran hombres y mujeres, una gran sociedad de seres que desconocían por completo aquella vitalidad, aquellos sueños. Guido si los conocía, por supuesto, Bettichino también, todos los que trabajaban y vivían para la música los conocían. Y Christina los conocía.

Eso era lo que la diferenciaba de las marquesas, de las condesas, de los condes, de todas aquellas figuras elegantemente ataviadas y arregladas del público que cada noche lo aplaudía y alentaba. Y estuvo a punto de comprenderla, comprender lo que decía, lo que hacía, su energía diáfana y el hecho de que siempre pareciera tan solitaria, incluso cuando la había visto bailar, hacía años, en aquellos salones abarrotados de gente.

Tonio la observaba, miraba aquellos ojos turbados que se oscurecían.

Se preguntó qué había creído que sería Christina para él, ¿una belleza carnal que le ayudaría a recuperar la fuerza perdida? Y allí estaba ella, aquella envoltura de la idea que de ella se había forjado: banal y hermosa y fuera de su alcance, abierta para revelarse en su estremecedora entereza. Y entonces, al descubrir en su rostro una expresión que él interpretó como tristeza, ¿por qué tenía que ser tristeza?, la atrajo hacia él y la tomó entre sus brazos.

Le cogió la cara con las manos, le apartó el cabello de los ojos, y se le abrió por completo al tiempo que ella se rendía. Hicieron el amor en un lecho de heno, y se entregaron mutuamente todo su calor.

Soñó con la nieve.

No había visto la nieve desde que saliera de Venecia, y nunca una nieve tan densa que lo cubría todo como un manto blanco, una nieve que borraba los contornos. Sin embargo, soñó que se despertaba en aquel mismo lugar y encontraba la tierra oculta bajo esa nieve, pura y blanca hasta donde alcanzaban sus ojos. Los álamos desnudos destellaban por la escarcha y la nieve brillaba en sus ramas. Unos copos suaves, ingrávidos y magníficos caían sobre el mundo y entraban por aquellas ventanas rotas, por lo que hasta el suelo que lo rodeaba estaba alfombrado de una blancura asombrosa.

Christina estaba con él, aunque no lo bastante cerca para poder tocarla. Advirtió que en la pared opuesta había cientos de imágenes dibujadas, unas imágenes que no había visto hasta entonces: arcángeles de inmensas alas y espadas de fuego llevando a los condenados al infierno, y unos santos que miraban al cielo con rostros contraídos de sufrimiento. Unos trazos negros habían creado la ilusión de que en esos momentos parecieran rebosantes de vida. Como si la mano de Christina los hubiera liberado de la pared en la que permanecían cautivos. Vio sus ceños fruncidos, las nubes por encima de sus cabezas, elevándose en el cielo, mientras abajo las llamas saltaban para consumir a los pecadores vencidos.

La inmensidad de aquella pintura lo aterrorizó, y el cuerpo pequeño de Christina ante ella, con el cabello que le caía hasta la cintura, la falda ondulándose mientras iba de un sitio a otro, con la mano extendida para borrar lo que parecía inevitable e inmutable.

Pero cuando se volvió, se dio cuenta de que también había sido alcanzaba por la nieve, que entraba por la ventana para salpicarle la falda con brillantes partículas, los pechos, la curva de los hombros. Su cabello relucía con los copos y se onduló despacio hasta cubrirlos a ambos.

¿Qué significaba aquella nieve que caía en un lugar inverosímil? Incluso dormido, necesitaba desesperadamente conocer la respuesta. ¿Por qué aquella paz extraordinaria, aquella belleza resplandeciente? Y entonces, mirando el terreno que serpenteaba bajo un cielo perlado, creyó por un momento que no se hallaba en Italia, sino muy lejos de todo lo que amaba y temía y significaba algo para él: Venecia. Carlo, el lento avance de su vida hacia el caos. ¡Nada de eso existía! Estaba sobre la faz de la Tierra, no en un lugar concreto. La nevada se hizo más densa y los copos más gruesos, blancos y deslumbrantes.

Mientras permanecía allí, de pie, sintió los brazos de Christina alrededor de su cuerpo, sintió las miradas de los santos y los ángeles desde la pared, y la amó, y supo que ya no tenía nada que temer de ella.

Despertó.

El sol le abrasaba la cara, estaba tumbado solo sobre la paja, y la noche estaba a punto de caer. Permaneció tumbado un buen rato, sin moverse, ni siquiera para ir a buscarla. Despacio, a través de las sombras, distinguió un gran dibujo que cubría la pared, tal y como había visto en su sueño, y a buen seguro antes de dormirse, aunque no lo recordaba. Y ella también estaba allí, de pie ante él.

3

Todas las noches, después de que cayera el telón por última vez, se apeaba de su carruaje en Via del Corso y se metía en la maraña de calles enfangadas hasta llegar a la Piazza de Spagna para encontrarse con ella en secreto, ya que los
bravi
de Raffaele seguían al acecho.

Una vieja sirvienta, ajada y morena, rondaba siempre por la casa, merodeando por las estancias, quitando el polvo, afanada en ordenar cosas sin sentido. Sus ojillos miraban con desdén a Tonio, con la palabra «hombre» reflejada en ellos como un insulto, y él, al verla, debía hacer esfuerzos para contener la ira. Pero Christina se deslizaba por entre los tonos brumosos de la habitación, se acercaba a Tonio y lo tranquilizaba. Para ella los besos de Tonio eran como una droga, los recibía con los ojos entornados, y se fundía en ellos para que se prolongaran al máximo antes de suplicarle que posara.

Tonio temblaba. Ese amor lo atormentaba. Toda la emoción del escenario se condensaba para enfurecerlo y desesperarlo.

El estudio se llenó enseguida de velas. Los altos ventanales se convirtieron en espejos por obra de la creciente luz. Christina lo acomodó frente a ella, sacó un papel, lo clavó en una tabla y empezó su retrato al pastel, que enseguida coloreó al tiempo que sus dedos se teñían de distintos tonos.

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