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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (34 page)

BOOK: Un grito al cielo
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El público empezaba a llenar la sala, por las verjas iban entrando los carruajes. En los pasillos las conversaciones eran animadas. Las velas dispuestas por doquier revestían el edificio de una calidez festiva, gracias a la cual cobraban vida rincones que habitualmente desaparecían en una oscuridad crepuscular. El inmenso vestíbulo apenas daba cabida a los numerosos nobles locales que asistían para conocer a cantantes y compositores noveles que, con el tiempo, tal vez se convertirían en celebridades.

Tonio se apresuró a ir a los camerinos y, de pronto, se encontró inmerso en el frenesí. Iba vestido de soldado, llevaba una de sus chaquetas venecianas más vistosas, una roja con bordados de oro, y en el hombro le colocaron una cinta que le cruzaba el pecho hasta llegar a la empuñadura de la espada, a la manera del siglo anterior.

—Siéntate —ordenó una voz, y le indicaron una mesa y una silla frente a un espejo. En un abrir y cerrar de ojos le ataron una toalla alrededor del cuello para que no se manchara la ropa y empezaron a ponerle polvos en los negros cabellos hasta que quedaron del todo blancos. Titubeó cuando unas diestras manos empezaron a maquillarle el rostro. Cuando terminaron, se contempló fascinado en el espejo.

La visión de sus ojos maquillados con una gruesa línea negra le producía intriga y desconcierto a la vez.

A su alrededor todo eran rostros pintados de piel casi rutilante.

Atisbando por una pequeña abertura de las cortinas comprobó que los palcos estaban abarrotados. Pelucas blancas, joyas, destellante satén y tafetán rebosaban por todo el recinto. Tonio retrocedió sintiendo en su interior una singular emoción, una vulnerabilidad hasta entonces desconocida. No podía creer que fuera a actuar en el escenario ante todos aquellos hombres y mujeres que sólo seis meses antes… Acalló sus pensamientos y cerró los ojos. Ordenó a sus miembros que permaneciesen inmóviles, que el corazón acompasara su latido. Sin poder evitarlo, sintió el primer escozor de las lágrimas en los ojos.

Sin embargo, tras volverse despacio se encontró de pleno en el torbellino de actividad que se desarrollaba detrás del telón. En un espejo distante vio a un muchacho de aspecto inocente, puro, cuya serena expresión lo asemejaba a aquellos hombres con blancas pelucas de los retratos que miraban por el rabillo del ojo. Un leve toque de sonrisa animó sus labios, mientras luchaba por hacer desaparecer la melancolía que se había acumulado en su interior. Quizá cada vez me resulte más fácil, pensó.

Lo cierto era que le encantaba todo lo que veía. Y si bien todavía quedaba en él un cierto rescoldo de humillación, era sólo la cuerda de un bajo que vibraba con suavidad bajo una música mucho más potente y alegre. Se tocó el maquillaje de la cara, lanzó una última e intencionada mirada a la imagen del lejano espejo y la sonrisa se fue haciendo más amplia y más serena a medida que apartaba los ojos de ella.

El
maestro di cappella
entró en el camerino y extendió los brazos ante una joven diosa que acababa de aparecer: los blancos rizos le caían sobre los hombros, la piel tenía el mismo tono de una porcelana sin vidriar, y el tenue rubor que cubría sus mejillas era tan hermoso que Tonio ahogó una exclamación.

Le pareció una eternidad el tiempo que pasó mirando a aquella preciosa muñeca antes de advertir, asombrado, que en el escenario no podía haber ninguna mujer y que, por lo tanto, se trataba de Domenico.

El
maestro di cappella
daba las últimas instrucciones. La mirada oscura de Domenico se deslizó hacia un lado y sus ojos se ensancharon ligeramente cuando descubrió a Tonio, a la vez que aquellos labios rosados se curvaban en un gesto de absoluta dulzura.

Pero Tonio estaba demasiado atónito para darle una muda respuesta. Contemplaba la silueta de aquella criatura: la estrecha cintura, los frunces de encaje rosa que se ensanchaban progresivamente a medida que subían hacia el pecho, y allí, la leve y turbadora hendidura de carne apretada por el ribete de cinta rosa. «Esto es imposible», pensó.

Luego, cogiéndose con ambas manos el amplio vuelo de su falda de satén, Domenico pasó junto al
maestro di cappella
y delante de todo el mundo le estampó un beso a Tonio en la mejilla. El muchacho retrocedió como si se hubiera quemado. Hubo una carcajada general.

—¡Ya basta! —dijo el maestro.

¡Domenico se había convertido en una mujer! Volviéndose con elegante y sutil coquetería, susurró con voz tierna que se limitaba a asumir su papel. Se oyeron más risas.

Tonio había retrocedido hasta la penumbra. El primer telón de fondo con arcos pintados ya estaba en su sitio. Casi toda la acción se desarrollaría en aquel jardín clásico. No importaba que transcurriera en la antigua Grecia rural y que todos aquellos personajes con levita y peluca fueran unos patanes.

Giovanni, Pietro y otros
castrati
que tenían papeles importantes en la obra ya habían ocupado sus puestos, listos para comenzar, y sus ayudantes les sacudían enérgicamente el maquillaje de las solapas.

Alguien dijo que aquélla era la gran oportunidad de Loretti, la condesa se encontraba en la sala, y si todo iba la mitad de bien de lo cabía esperar, al año siguiente Loretti estaría componiendo para San Bartolommeo.

Mientras tanto, Loretti había ido a los camerinos a pedirle a Domenico que siguiera sus pautas de tiempo y Domenico había asentido con indulgencia.

Loretti había vuelto a sentarse ante el clavicémbalo. Las luces del teatro se habían apagado y sólo brillaban los cirios de unos pocos acomodadores que se hallaban junto a las puertas. Las sombras se extendían entre los bastidores, el telón tembló en sus cuerdas y la orquesta inició la apertura con toda la vehemencia y el esplendor propios de un teatro real.

A Tonio le parecía estar viviendo su noche más larga. Contratiempos de todo tipo se sucedían sin cesar pero nunca hacían desaparecer la magia de la perfección ante los focos, al tiempo que la presencia del público aunaba a aquel pequeño y excitado grupo de jóvenes talentos. Las arias ascendían y descendían espléndidas sobre el campanilleo del clavicémbalo, mientras la voz de Domenico se alzaba como el sonido que un dios arrancaba a su flauta en un bosque mítico. Los focos lo bañaban en una luz etérea, hacía sus salidas con una gracia extraordinaria y, una y otra vez, dedicaba a Tonio su radiante sonrisa.

Cuando Tonio salió por fin a escena, le dolía la cabeza, y llevado por un nerviosismo incontenible, sintió en lo más hondo de su ser que formaba parte de aquella magnífica ilusión. Oyó su voz amplificada por las voces de los demás miembros del coro y aunque sólo veía un leve destello del público, percibía su presencia en la penumbra, y el aplauso que siguió a aquel final fue atronador.

Cuando se tomaron de las manos ante el telón todos se dejaron llevar por el júbilo. Hicieron varias reverencias y alguien murmuró que Domenico había alcanzado la fama. Había cantado mejor que cualquier intérprete de los que entonces actuaban en los teatros de Nápoles, y en cuanto a Loretti, no había más que verlo.

El
maestro de cappella
apareció detrás del telón para abrazar a sus cantantes uno a uno hasta llegar a Domenico. Fingió que iba a pegar a aquella exquisita muchacha que se agazapó con una suave risita.

Estaban todos invitados al palacio de la condesa, les dijo, todos. El maestro tomó a Tonio por los hombros, y después de besarlo en ambas mejillas, le quitó un poco de maquillaje de la cara, se lo mostró y dijo:

—Ves, ahora ya lo tienes en la sangre y nunca podrás librarte de él.

Tonio sonrió. El aplauso aún retumbaba en sus oídos.

A pesar de todo, sabía que no debía, que no podía ir con ellos a casa de la condesa.

Por un momento pensó que no se saldría con la suya. Sus compañeros insistían para que fuera con ellos.

—Tienes que venir —dijo Pietro y le susurró que Lorenzo no les acompañaría.

Tras quitarse la cinta azul de la espada, Tonio avanzaba a toda prisa hacia la puerta del escenario que daba al jardín cuando alguien le hizo una seña desde uno de los camerinos. Había muy poca luz. Se palpó la chaqueta en busca del puñal.

—¡Ven aquí! —oyó que le decían.

Avanzó muy despacio y abrió la puerta con la mano izquierda.

Había un gran espejo de cuerpo entero flanqueado a cada lado por una vela encendida y toda la estancia estaba llena de elaborados vestidos que pendían de los colgadores, blancas pelucas en sus maniquíes de madera y tacones de zapatos de hebilla. Era Domenico quien lo había llamado, y se apresuró a cerrar la puerta y correr el pestillo.

Los dedos de Tonio no soltaron el mango del puñal, aunque enseguida comprobó que en la habitación no había nadie más.

—Tengo que marcharme —adujo, tratando de evitar que sus ojos se posasen en aquel diminuto pliegue de carne que creaba la ilusión de unos senos femeninos.

Domenico se apoyó en la puerta, y en la penumbra, su rostro cobraba una apariencia luminosa y delicada. Al sonreír, los hoyuelos de sus mejillas se hicieron más profundos, la luz jugaba sobre sus hermosos hombros y cuando habló, lo hizo de nuevo con aquella voz de mujer, baja e incitante.

—No tengas miedo de él —le dijo en un murmullo.

Tonio advirtió que había retrocedido un paso. En su interior su corazón palpitaba desbocado.

—Miedo, ¿de quién?

—De Lorenzo, por supuesto —dijo aquella voz aterciopelada y grave—. No le permitiría que te hiciera ningún daño.

—¡No te acerques más! —exclamó Tonio con brusquedad. De nuevo retrocedió.

Sin embargo Domenico se limitó a sonreír, inclinando un poco la cabeza hacia la izquierda, de forma que sus rizos empolvados le cayeran sobre el escote.

—¿Quieres decir que es de mí de quien tienes miedo?

—Tengo que irme —dijo Tonio tras desviar la mirada confundido.

Domenico respiró hondo, de forma provocativa. De pronto abrazó a Tonio, apretando contra él los suaves frunces de su pecho. Tonio se tambaleó, chocó de espaldas contra el espejo, y las velas titilaron a ambos lados. Apoyó las manos en el cristal para no perder el equilibrio.

—Me tienes miedo —susurró Domenico.

—¡No sé qué quieres! —dijo Tonio.

—Yo sí lo sé. ¿Por qué te niegas a aceptarlo?

Tonio iba a negar con la cabeza pero se contuvo, y miró a Domenico abiertamente. Era inconcebible que debajo de aquella frivolidad, aquella magia, hubiera algo masculino. Cuando vio los labios húmedos de Domenico separarse al tiempo que lo atraía hacia sí, cerró los ojos y se debatió por soltarse. A buen seguro podía derribarlo de un golpe, y sin embargo se limitaba a alejarse de él como si su solo contacto le quemara.

Sintió el cuerpo de Domenico contra el suyo, los muslos torneados bajo la falda de satén y luego la mano de su compañero que hurgaba en sus pantalones.

Estuvo a punto de pegarle, pero sus rostros se rozaron, y sintió sus pestañas el mismo momento en que la mano de Domenico encontraba su sexo, lo acariciaba y le hacía cobrar vida.

Tonio estaba tan atónito que casi le obligó a apartar la mano.

Cerró los ojos de nuevo, y cuando Domenico lo besó, sintió que su pasión crecía. La mano de Domenico le abrió el pantalón para liberar su sexo y permitirle alcanzar su máxima longitud, al tiempo que miraba hacia abajo y profería una pequeña exclamación entre susurros.

Luego, alzando de nuevo la cabeza, besó a Tonio apasionadamente, separándole los labios, absorbiéndole todo el aliento para devolvérselo otra vez, mientras sus manos moldeaban y endurecían lo que con tanta fuerza aferraban.

Tonio no pudo contenerse y metió la mano debajo del vestido, pero cuando encontró el pequeño y duro miembro la retiró como si le hubiera mordido. Domenico lo besó de nuevo.

Al cabo de un instante se encontraron los dos arrodillados. Domenico se tumbó bajo Tonio en el suelo y se le ofreció boca arriba, como si fuera una mujer.

Era estrecho, oh Dios, tan estrecho y tan parecido a una mujer; era incluso más estrecho justo en la entrada, y también áspero. Con los dientes apretados soltó un impresionante gemido. Tonio embistió más y más fuerte hasta que por fin alcanzó el pináculo del placer y se quedó tumbado tiritando.

Miraba a Domenico. No recordaba haberse apartado de él pero se hallaba sentado, apoyado en el espejo, con las rodillas hacia un lado mirando a la delicada joven tumbada en el suelo que empezaba a levantarse con la misma languidez y gracia que había acompañado todos sus gestos hasta llegar junto a él.

Tonio estaba demasiado aturdido para hablar. ¡Había ocurrido todo tan deprisa! Igual que antes, no había ninguna diferencia. Sintió un impulso incontrolable de ponerse en pie y abrazar aquella figura, de estrujarla a besos, de comérsela a besos.

De arrancarle aquella cinta del pecho y descubrir qué había debajo.

Pero Domenico ya se había soltado los cierres del vestido y lo dejaba caer a su alrededor. Al ver la camisa de gasa, Tonio dio un respingo. Y ésta también cayó al suelo, justo cuando Domenico desechaba a un lado la gran peluca blanca para soltar sus húmedos y negros rizos con un gesto un tanto viril y decidido.

Tonio lo miraba atónito. Su cuerpo no era el de una mujer, en absoluto, aunque tampoco era el de un hombre.

El tórax era plano, sólo el tamaño de los pulmones le daban aquella forma plena, y la piel, al igual que en el resto del cuerpo, era aterciopelada. El pene era corto pero más bien grueso, y en aquellos momentos estaba duro y preparado para el amor.

No obstante lo más desconcertante era que el vello púbico tenía la misma forma que el de una mujer: a diferencia del de un hombre, que crece desordenadamente hacia el ombligo, el suyo acababa en una línea recta, como si se hubiera afeitado el vientre con una navaja, y por tanto formaba un triángulo invertido.

Todo su cuerpo lo absorbía: la suave piel, las esbeltas y finas piernas, el hermoso rostro con restos de maquillaje, el cabello negro cayéndole como en las imágenes de ángeles esculpidos en mármol.

Aquella criatura se arrodilló junto a él.

Tonio volvió la cabeza.

—¿Crees que quiero de ti lo que no puedes darme? —preguntó Domenico entre susurros—. Poséeme otra vez, sobre el duro suelo; que mi cuerpo sólo descanse sobre tu mano —dijo, mientras se tumbaba en el suelo boca abajo y atraía a Tonio sobre él.

Tonio se incorporó y miró las nalgas pequeñas y prietas. Le obsesionaba el recuerdo de aquella pequeña y rugosa abertura, casi demasiado estrecha, y la calidez del interior. De repente se desplomó sobre la figura desnuda y notó su desnudez contra las ásperas vestiduras y la piel del cuello de Domenico bajo sus dientes, mientras su compañero le agarraba la mano derecha, la deslizaba debajo de su liso vientre y la llevaba hasta aquel sexo duro y grueso.

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