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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (76 page)

¿Nunca dejaría de maravillarle, de asolar su corazón y su pensamiento? ¿O era simplemente que aquellos quince años de amargo exilio en Istanbul habían acrecentado de tal forma su avidez que aquel espectáculo nunca le bastaría? Siempre hechicera, siempre misteriosa, y siempre cruel, su ciudad, Venecia, el sueño que se hacía realidad una y otra vez.

Carlo se llevó el coñac a los labios. Sintió que el licor le quemaba en la garganta. Se le enturbió la vista momentáneamente, y cuando se le aclaró el viento le escoció en los ojos. Las gaviotas se elevaban hacia el firmamento.

Dio media vuelta, casi perdió el equilibrio. Distinguió a sus hombres de confianza, sus
bravi
, sombras en un extremo de la
piazza
, que se acercaban, temerosos de ayudarle, dispuestos a intervenir sí se caía.

Carlo sonrió. Sostuvo el cuello de la botella y luego bebió un gran trago. La multitud se convirtió en una indolente masa de color reflejada en el agua, tan anodina como la lluvia que había terminado por disolverse en una bruma silenciosa.

—Por ti —susurró al aire que lo rodeaba, al cielo, a aquel prodigio sólido y evanescente—, por ti lo sacrifico todo: mi sangre, mi sudor, mi conciencia. —Cerró los ojos y escuchó el viento. Dejó que le helase la piel en aquella deliciosa ebriedad, más allá del dolor, más allá de la pena—. Por ti, yo asesino —musitó—, por ti, yo mato.

Abrió los ojos. Todos aquellos nobles de túnicas escarlata habían desaparecido. Y por un instante, imaginó complacido que uno a uno se ahogaban en el agua.

—Volvamos a casa, excelencia.

Se volvió. Era Federico, el audaz, el que se jactaba de ser sirviente y bravo a la vez, y de nuevo se llevó el coñac a los labios y lo paladeó antes de haber tomado la decisión de beber.

—Enseguida, enseguida… —Quería hablar pero un velo de lágrimas le distorsionaba la visión; habitaciones vacías, la cama de ella vacía, sus vestidos todavía en los colgadores y el perfume que persistía levemente—. El tiempo no cura nada —dijo en voz alta—. ¡Ni su muerte, ni su pérdida, ni que en su agonía pronunciara el nombre de Tonio!

—¡
Signore
! —Federico señaló con la mirada una figura oscura, ridícula en su repentino retroceso, uno de aquellos abominables e inevitables espías del estado.

—Demándame —rió Carlo—. ¿Lo harás? «Está borracho en la plaza porque su esposa es pasto de los gusanos». —Apartó a Federico con la palma de la mano.

La multitud aumentaba, cobraba vida, y se arremolinaba aquí y allá para volverse compacta al poco rato. La lluvia, racheada por el viento, caía sobre sus párpados y sus labios, estirados en una sonrisa que sensibilizaba todo su rostro. Caminó hacia un lado y dio otro trago.

—Tiempo —dijo en voz alta con aquel atrevimiento que sólo da la borrachera; cuando la vida no te da nada, pensó—. Y la borrachera —susurró— no te da nada, sólo de vez en cuando la fuerza necesaria para contemplar esta visión, esta belleza, el significado de todo.

Las nubes de lluvia, surcadas de plata, los mosaicos de oro titilando, moviéndose. ¿Había tenido ella alguna vez esa visión durante sus borracheras clandestinas, cuando le arrebataba el vino de las manos y él le suplicaba que no lo hiciera? «Marianna, no bebas, quiero que estés conmigo, no bebas». Inconsciente, en la cama, ¿habría soñado alguna vez?

—¡Excelencia! —le dijo el
bravo
Federico.

—¡Déjame en paz!

El coñac le provocaba un calor exquisito, semejaba fuego líquido. Se imaginó disolviéndose en él, en su calor que le daba vida, y el aire gélido que le rodeaba no podía alcanzarlo, y se le ocurrió que aquella belleza se manifestaba en toda su grandeza sólo cuando uno estaba más allá del dolor.

La lluvia caía fresca y oblicua, chapoteando sobre la superficie de agua que se extendía ente él y produciendo un intenso sonido sibilante.

—Bueno, él estará contigo muy pronto, amor mío —murmuró con los labios fruncidos en una mueca—, estará pronto a tu lado y juntos yaceréis en el gran lecho de la tierra.

¡Qué obsesión se había apoderado de ella al final! «Iré a verlo, ¿comprendes? Iré a verlo, no puedes retenerme aquí como si fuera una prisionera. Está en Roma y pienso ir a verlo!». Y él había respondido: «Oh, querida, pero si no podrías ni encontrar los zapatos, ni el peine».

—Síííí, pronto os reuniréis. —Las palabras surgieron de él con un gran suspiro—. Y entonces podré respirar de nuevo.

Carlo cerró los ojos para que cuando los abriera de nuevo pudiera admirar otra vez aquella belleza: el sol convertido en un estallido repentino de plata y las torres doradas elevándose sobre los destellantes mosaicos.

—Muerte, y todos mis errores del pasado corregidos, muerte, y basta de Tonio, Tonio el eunuco, Tonio el cantante —musitó—. En su lecho de muerte te llamó, ¿verdad? ¡Pronunció tu nombre!

Bebió más licor y sintió un estremecimiento que le provocó placer. Con la lengua apuró el último resto del líquido en los labios.

—Entonces sabrás cómo he pagado por todo, cómo he sufrido, cómo cada minuto de vida que te he regalado me ha costado una fortuna, hasta el punto de que ya no tengo más que darte, mi hijo bastardo, mi rival indómito e ineludible. ¡Morirás, morirás para que yo pueda volver a vivir!

El viento fustigó hacia atrás su cabello peinado con descuido, le abrasó las orejas y atravesó incluso el fino tejido de su levita mientras agitaba su largo
tabarro
negro.

Sin embargo, incluso mientras escuchaba de nuevo, en un intento por combatir la visión de aquella habitación de muerte que lo había acosado en las últimas semanas, vio avanzar hacia él la figura muy real de una mujer vestida de luto a la que había visto muchas veces en las calles, en la
riva
, a lo largo de aquellos ebrios, tempestuosos y amargos días.

Entornó los ojos y ladeó la cabeza.

Las faldas ondulaban despacio sobre el agua centelleante, no parecía moverse por un impulso físico sino por la fuerza de su propia mente, febril y acongojada.

—Y tú formas parte de ello, querida mía —susurró, amando el sonido de la voz en su cabeza, aunque nadie se fijaba en él ni en la botella abierta que sostenía—. ¿Lo sabías? Formas parte de ello, tú, la que no tiene nombre ni rostro, y sin embargo es hermosa, y como si esa belleza no bastara, surges del centro mismo de todo, vestida de muerte, avanzando siempre hacía mí como si fuéramos amantes, tú y yo, muerte…

La
piazza
osciló fugazmente.

Era el milagro obrado por el coñac, el vino y su sufrimiento. El momento perfecto en el que todo es soportable: sí, Tonio debe morir, no hay alternativa, ¡no puedo hacer otra cosa! Y que se disuelva en poesía, si lo desea, el pájaro cantor, el cantante, ¡mi hijo eunuco! ¡Mi largo brazo llega a Roma y te coge por la garganta y te hace enmudecer para siempre, y entonces, entonces yo podré respirar!

Los
bravi
caminaban por la arcada, sin alejarse nunca demasiado.

Quiso sonreír de nuevo, sentir la sonrisa. La
piazza
, con aquel brillo destellante, estaba a punto de estallar en un resplandor informe.

No obstante otro sentimiento lo amenazaba, una imagen distorsionada, algo que diluía aquel delicioso placer y le ofrecía a cambio el sabor de… ¿De qué? Algo semejante a un grito seco en una boca abierta.

Bebió coñac. ¿Era la mujer, alguna cosa en el movimiento de sus faldas, el viento pegando el velo a su rostro de forma que se adivinaba su forma bajo él, lo que le provocaba un leve pánico que le hacía apurar el coñac aprisa?

Avanzaba hacia él y también lo había hecho antes en la
piazetta
, y antes de eso en la
riva
,

¿Se trataba quizá de una cortesana vestida de negro por la Cuaresma? Avanzaba tan decidida… Se diría que entre todo el gentío lo hubiera escogido a él. ¡Sí! Lo buscaba, no había duda. ¿Dónde estaban sus damas, sus criadas? ¿Se deslizarían con sigilo en el margen de las cosas, como hacían sus hombres?

Durante unos instantes saboreó aquella idea, sí, ella lo buscaba. Detrás de ese velo negro la mujer había visto su sonrisa, la veía en aquellos instantes.

—¡Lo quiero! ¡Lo quiero todo! —Clavó las mandíbulas en sus palabras—. Y quiero apartar de mí este sufrimiento. ¿Harías el favor de acercarte y decirme que ha muerto?

Abrió mucho los ojos; aquella figura no era humana, sino un espectro cuya misión era abordarlo y consolarlo. No podía dejar de admirar el tenue óvalo de su pálido rostro, y el movimiento de sus blancas manos bajo el flotante velo vaporoso.

Ella se volvió de repente, le dio la espalda, pero continuaba en su avance. ¡No! Era tan extraordinario que él inclinó la cabeza hacia delante y contrajo de nuevo los ojos para ver mejor.

La mujer retrocedía, dejando aquellas capas de gasa desplegarse ante su rostro, y las faldas ondulando a su alrededor.

Caminaba hacia atrás sin perder nunca el paso, como haría un hombre bajo aquel viento para arreglarse la levita, y entonces se volvió de nuevo hacia él.

Carlo rió en voz baja, moderadamente. Nunca en su vida había visto hacer aquello a una mujer.

Cuando se volvió, sus ropas parecían más holgadas y siguió avanzando con la misma misteriosa ingravidez. Carlo notó un agudo dolor en el costado.

Exhaló un silbido.

Cortesana estúpida y ciega, viuda, seas lo que seas, pensó, con una malevolencia que se filtraba por sus poros como si algún rincón oscuro hubiera sido agitado de pronto para que el veneno se extendiera. ¿Qué sabes tú de todo lo que te rodea y del porqué formas parte de ello, belleza, belleza, por más desagradables, banales y repulsivos que sean tus pensamientos?

La botella estaba vacía.

No pensaba dejarla caer y sin embargo se hizo añicos a sus pies, sobre las piedras mojadas. La fina superficie del agua se rizó levemente y los fragmentos brillaron antes de quedar inmóviles. Los pisó. Le gustó el sonido de cristales aplastados.

—¡Traedme otra! —gritó. Una de las sombras que veía por el rabillo del ojo se acercó.


Signore
, —Le dio la botella—. Tendríamos que volver a casa.

—¡Ahhhh! —Abrió la botella—. Los hombres, amigo mío, son condescendientes con los que sufrimos, ¿y no tengo hoy el mismo motivo de sufrimiento que los días anteriores? —Miró de soslayo a Federico—. Mientras nosotros estamos aquí, él se está pudriendo, y todas esas mujeres que enloquecían con su voz lo lloran y sus ricos y poderosos amigos de Roma y Nápoles hacen guardia ahora en su capilla ardiente.


Signore
, se lo ruego…

Sacudió la cabeza. De nuevo aquella habitación invadida por la enfermedad y… ¿Qué era? Un horror que casi podía saborear le impregnaba la lengua. Ella se sentó de repente. ¡Tonio!

Puso la mano en el pecho de Federico y lo apartó de un empujón.

Bebió a grandes tragos, despacio, en pos de la tristeza, de esa luminosa e insondable emoción que carecía de turbulencias.

Y ella, la mujer vestida de negro, ¿adónde había ido?

Carlo se volvió sobre los talones, y al verla a menos de diez pasos de él descubrió que había vuelto la cabeza para mirarlo justo en el mismo instante en que él lo hacía.

Sí, eso era lo que había ocurrido.

Ella lo miraba desde la oscuridad. Carlo la despreciaba y aunque notaba sus ojos brillantes de deseo, le dedicó una lenta sonrisa de admiración. Siempre la misma insolencia, esa coquetería, ese juego del gato y el ratón mientras el dolor golpeaba incesante. Tú crees que te deseo, que te quiero hacer mía, te beberé como si fueras vino, y te abandonaré antes de que sepas siquiera lo que te ha sucedido. Pero ¡ella! Ese era el amor que el tiempo no tocaba. «¡Tonio!», y no pronunció ninguna palabra hasta que murió.

Bebió el coñac demasiado aprisa, se le derramó por la barbilla y le mojó la ropa.

Alguien lo había saludado, le había hecho una reverencia, y se había alejado a toda prisa al ver el estado en que se encontraba. Pero ellos podían perdonar, todo el mundo perdonaba. Su esposa había muerto, sus hijos lloraban por ella. En algún lugar, unos novecientos kilómetros más al sur, aquella desgracia, aquel viejo escándalo. «Pobre senador Carlo —deben comentar—, cuánto tiene que haber sufrido».

Algo más. Federico junto a él. Miró a la mujer vestida de negro. Era obvio que intentaba seducirlo.

—Te he dicho que me dejes en paz.

—Ya ha llegado y no hay nada,
signore
.

—¿Qué? No te oigo.

—El paquete,
signore
, no había…

Graciosa prostituta felina, había algo inequívocamente elegante y distinguido en ella, en el balanceo de su vestido, y en la forma en que se inclinaba con el viento. La deseaba, la deseaba, y cuando aquello terminara, se arrodillaría en el confesionario:

—Lo maté, no tenía alternativa, no… —Se volvió para ver mejor a Federico—. ¿Qué decías?

—En el paquete no había nada,
signore
. Ningún mensaje. —Bajó la voz hasta convertirla en un murmullo y añadió—: No hay ningún mensaje de Roma.

—Bueno, pues ya lo habrá.

Se incorporó. La espera continúa, y también la culpa. No, la culpa no, sólo el malestar, la tensión, la sensación de ahogo.

Al fin y al cabo, el mensaje le provocaba pánico. Cuando él se había cuestionado su integridad, le aseguraron que le darían una prueba de su trabajo. «¿Ah, sí? ¿Y qué prueba sería esa? ¿Su cabeza dentro de un saco manchado de sangre?», les había preguntado.

Se había reído, e incluso ellos, asesinos a sueldo, se habían quedado estupefactos, aunque intentaban disimularlo tras unos rostros que parecían haber sido toscamente tallados en madera. Nunca pulidos. «No es necesaria ninguna prueba. Sólo tenéis que hacerlo. Enseguida me llegará noticia de ello».

Tonio Treschi, el cantante, así lo llamaban todos, incluso se atrevían a llamarlo así delante de su hermano. ¡Tonio Treschi, el cantante!

Hacía años, otros matones le habían dicho que le llevarían la prueba y cuando le pusieron delante aquel revoltijo de vísceras y sangre pegadas a la gasa seca, había levantado una silla en el aire para ahuyentar a los sicarios gritando: «¡Alejaos de mí, alejaos!».

—Excelencia —le decía Federico.

—No pienso a ir a casa todavía.

—Excelencia, no ha llegado ningún mensaje y eso significa que cabe la posibilidad de que…

—¿Qué posibilidad?

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