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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (36 page)

BOOK: Un grito al cielo
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Como era de esperar, Guido sólo vio a aquel muchacho esperando pacientemente sus palabras, Tonio lo sabía. Bien.

—¿Estás aburrido? —le preguntó Guido con dulzura.

—¿Y a usted qué demonios le importa? —le espetó Tonio.

—La verdad es que no me importa en absoluto. Lo que ocurre es que yo sí me aburro. Me gustaría bajar a la ciudad y pasar un rato en alguna taberna apartada.

—Es tarde, maestro —objetó Tonio.

—Puedes dormir mañana por la mañana, si quieres —dijo Guido—, o puedes volver a casa solo, como prefieras. ¿Qué? ¿Te animas?

Tonio no respondió.

¿Sentarse en una taberna pública con otro eunuco? Inconcebible. Hombres rudos, codazos, risas, mujeres de faldas cortas y sonrisas fáciles…

Todo el calor de las tabernas venecianas volvió a él, el café del padre de Bettina, y los otros tugurios que había frecuentado con Ernestino y los demás músicos callejeros durante los últimos tiempos.

Lo echaba de menos, siempre lo había echado de menos. Excelente vino, tabaco, el placer incomparable de beber en compañía masculina.

Pero, por encima de todo, anhelaba ser libre para moverse, libre para ir y venir sin aquella asfixiante sensación de vulnerabilidad.

—Es un lugar que los chicos visitan a menudo —explicó Guido—. Probablemente ya estén allí, todos los que esta noche han ido a la Ópera.

Eso significaba los
castrati
mayores, así como también los otros músicos. No le costó imaginárselos.

Guido ya estaba saliendo de la habitación con aire indiferente.

—Bueno, vuelve al conservatorio cuando quieras —dijo por encima del hombro—. Supongo que puedo confiar en ti.

—Espere —dijo Tonio—. Le acompaño.

Cuando llegaron, el local estaba abarrotado y animado por el sonido de alegres charlas. Los músicos del conservatorio estaban allí, así como muchos prestigiosos violinistas del teatro de la ópera a los que Tonio reconoció al instante. También había unas cuantas actrices, pero la mayor parte de la concurrencia era masculina. Entre todos aquellos hombres destacaban las bonitas taberneras, que intentaban servir a todas las voces y manos que se alzaban por doquier pidiendo vino.

Tonio se dio cuenta de que allí Guido se encontraba a sus anchas y que incluso conocía a la mujer que los atendió. Pidió el mejor vino, además de un poco de queso y fruta para acompañarlo. Se retrepó en el cenador de madera donde se habían acomodado, estiró las piernas bajo la mesa y miró complacido a su alrededor.

Pareció gustarle el sabor del vino que le habían servido en un vaso pequeño. Se comporta como si estuviera solo, pensó Tonio.

Y yo, yo estoy en Venecia, en la taberna de Bettina y si no me pongo en pie y salgo al encuentro de los
bravi
de mi hermano que me están esperando, todo esto resultará sólo un sueño. Sacudió la cabeza, tomó un sorbo de vino, y se preguntó si aquellos hombres ordinarios le consideraban un chico normal o un
castrato
.

Lo cierto era que en la taberna había muchos eunucos y nadie se fijaba en ellos, lo que le recordó la tienda del librero de Venecia a la que Alessandro acudía a tomar café y a escuchar los chismes del mundo del espectáculo.

Sin embargo Tonio tenía las mejillas ardiendo. Cuando un numeroso grupo de hombres sentados ante una de las largas y toscas mesas se puso a cantar, se alegró de que todos los ojos se volvieran hacia ellos.

Tonio apuró el vaso y se sirvió más vino. Miró la madera astillada que tenía delante y contempló las gotas de líquido que resbalaba sobre la grasa, lo que le daba un lustre semejante al barniz. Se preguntó, fatigado, cuánto tiempo tendría que pasar para que él y el hombre que había bajado del Vesubio fueran un solo ser.

La canción había terminado. Unos músicos habían comenzado un dueto con una mandolina, y muy bien podía tratarse de simples músicos callejeros. El sonido de aquella música tenía un tono primitivo, salvaje, que parecía proceder de las montañas, muy distinto al de las melodías del norte. Tal vez tenía algo de origen español.

Tonio cerró los ojos, dejando que la voz del tenor se filtrase a través de sus pensamientos, y cuando los abrió de nuevo encontró el vaso vacío. Mientras se servía más vino, advirtió que Guido lo observaba en silencio.

No supo en qué preciso instante Lorenzo se acercó a su mesa, pero ya había intuido la presencia de una figura y luego, al alzar la mirada, comprobó que se trataba de su enemigo. La cabeza del chico tapaba la luz proyectada por las lámparas bajas y no distinguía sus facciones.

—Continúa, Lorenzo —dijo Guido con frialdad.

Lorenzo se inclinó y de repente espetó a Guido una frase en napolitano.

Tonio se levantó. Lorenzo había sacado un puñal. Entre los testigos más cercanos se hizo el silencio, y con ese silencio era obvio que Guido ordenaba a Lorenzo que se marchase de la taberna. Lo estaba amenazando, y eso Tonio lo entendió a la perfección.

Aunque también intuía que no importaba. Había llegado el momento. El rostro de Lorenzo era la viva imagen del odio y la malicia. Sin embargo, estaba muy borracho, y cuando avanzó despacio hacia Tonio no era más peligroso que cualquier otro hombre.

Tonio retrocedió un paso. No podía pensar con claridad. Tenía que sacar el arma, pero sabía lo que ocurriría si intentaba hacerlo. Una de las taberneras tiraba a Lorenzo de la manga y algunos hombres de la mesa larga del centro se habían puesto en pie y los rodeaban. De pronto, Guido le dio a Lorenzo un violento empujón y el círculo se abrió; sin embargo Lorenzo recuperó el equilibrio.

Tonio también esgrimía su arma.

—No quiero pelear contigo —le dijo Tonio en italiano.

El chico le escupía maldiciones en napolitano.

—Habla de forma que pueda entenderte —replicó Tonio.

Los efectos del alcohol se habían evaporado por completo. Hablaba con serenidad aunque sus pensamientos bullían. Durante unos instantes experimentó auténtico miedo, imaginó el arma clavándosele en la carne, pero justo en ese mismo instante comprendió que no había cabida para ese miedo, que ese miedo no iba a vencerlo. Había retrocedido un paso para aumentar la distancia entre ellos, para ver mejor a aquel chico que era mucho más alto que él, y cuyo brazo de eunuco interminablemente largo parecía dispuesto a introducirle aquella hoja mortal.

Cuando Guido lo empujó de nuevo, el muchacho se revolvió y todo el mundo vio que sus amenazas iban en serio, que no dudaría en atacar a Guido.

Otra silueta envuelta en sombras se unió a ellos; el hombre pretendía sacar a Guido de en medio.

Guido hizo otro intento de agarrar a Lorenzo y cuando éste se volvió para atacarlo, Tonio soltó un gruñido y se precipitó hacia él.

Lorenzo respondió de inmediato.

Todo se desarrolló tan deprisa que Tonio apenas tuvo tiempo de darse cuenta. El chico se abalanzó contra él, con su inmenso brazo levantado. Tonio se agachó, pasó por debajo y clavó el puñal en el cuerpo de su oponente. Pero el arma se detuvo, y Tonio, con toda su fuerza, lo empujó hasta traspasar la ropa, la carne, el hueso o cualquier cosa que se interpusiera en su trayectoria, sintiendo cómo se hundía de una manera tan ingrávida que se encontró apoyado contra Lorenzo.

La mano izquierda de Lorenzo se aferró a la cara de Tonio y el muchacho retiró el puñal con un brusco tirón. Lorenzo se tambaleó.

La multitud contuvo el aliento. Los ojos de Lorenzo se contrajeron de odio mientras blandía el puñal en el aire. De repente abrió los ojos desmesuradamente.

Se desplomó ya sin vida en el suelo de la taberna, a los pies de Tonio, quien lo miró fijamente.

Como si existiera un acuerdo tácito, los parroquianos, todos a una, se hicieron cargo de Tonio y le dieron leves empujones para que saliera de la taberna. Una mujer gritaba y Tonio apenas podía razonar. Las manos lo empujaban, lo conducían hacia una puerta que daba a un oscuro callejón; alguien le aconsejó que huyera a toda prisa, que se marchara. De repente Guido tiró de él para que saliera por la puerta principal.

Tonio no lo sabía, pero la gente reaccionaba de manera instintiva para protegerlo. Cuando llegara la policía, todos podrían decir que el asesino había escapado.

Tonio estaba tan mareado y horrorizado que Guido tuvo que arrastrarlo hasta el carruaje y empujarlo para que entrara en el conservatorio. Seguía mirando hacia atrás, hacia la calle, incluso cuando Guido le obligó a entrar en la penumbra de su estudio.

Se esforzó en hablar, pero Guido, con un gesto, le indicó que guardara silencio.

—Pero yo… yo… —Tonio resollaba como si le faltara el aliento.

Guido sacudió la cabeza. Alzó un poco la barbilla y su rostro se quedó fijo en una demostrativa expresión de silencio. Cuando vio que Tonio no lo entendía, le susurró:

—No digas nada.

A lo largo del día siguiente, Tonio se debatió con sus ejercicios, maravillado de poseer un control tan completo sobre su voz que le permitiera ejecutarlos sin problemas.

Si hubo algún reconocimiento oficial de la muerte de Lorenzo, Tonio no se enteró. Si habían encontrado el cuerpo y lo habían llevado al conservatorio, nadie se lo dijo.

No fue capaz de desayunar ni almorzar: el simple hecho de pensar en la comida le provocaba náuseas. Cuando le era posible, permanecía en su habitación, tumbado en la cama, preguntándose qué iba a ser de él.

El hecho de que Guido se comportase como siempre era sin duda alguna la indicación más clara de que Tonio no iba a ser arrestado. Sabía con toda seguridad que si estuviera en peligro, Guido se lo diría.

Pero cuando se reunió con los demás para la cena, empezó a advertir que una sutil pero inconfundible corriente recorría el comedor. En algún momento, todo el mundo fijaba la vista en él.

Los chicos normales, a los que siempre había ignorado, asentían leve y significativamente cuando sus miradas se encontraban. El pequeño Paolo, el
castrato
de Florencia que siempre procuraba sentarse muy cerca de él, no le quitaba los ojos de encima, olvidándose incluso de comer. Su pequeño rostro redondo y de chata nariz reflejaba una profunda fascinación, y con frecuencia le dedicaba una de sus traviesas sonrisas. En cuanto a los demás
castrati
de la mesa, lo trataban con evidente deferencia, pasándole primero a él el pan y la jarra de vino.

A Domenico no se le veía por ninguna parte y por primera vez Tonio deseó su compañía, no desnudo, en la cama de su cuarto, sino sentado junto a él.

Cuando entró en el teatro para el ensayo de la noche, Francesco, el violinista de Milán, se le acercó y con exquisita cortesía le preguntó si en todos los años pasados en Venecia no había oído nunca al gran Tartini.

Tonio murmuró que sí. Sí, y también a Vivaldi, los había escuchado a ambos el verano anterior, en el Brenta.

¡Todo aquello resultaba tan sorprendente y extraño!

Por fin pudo refugiarse en su habitación, exhausto. Domenico se había escondido en las sombras, lo presentía, aunque no lo veía, e incapaz de contenerse más, dijo de manera desatinada:

—La muerte de Lorenzo fue una estupidez y una imprudencia.

—Probablemente fue la voluntad de Dios —dijo Domenico.

—¡Me estás tomando el pelo! —gritó Tonio.

—No. No podía cantar, todo el mundo lo sabía. ¿Qué es un eunuco sin su voz? Está mejor muerto. —Domenico se encogió de hombros con total candor.

—El maestro Guido es un eunuco que no canta —replicó airado Tonio.

—El maestro Guido ha intentado quitarse la vida dos veces —contestó Domenico con frialdad—. Además, el maestro Guido es el mejor profesor de este conservatorio. Es incluso mejor que el maestro Cavalla, todo el mundo lo sabe. Pero ¿Lorenzo? ¿Qué podía hacer Lorenzo? ¿Graznar en una iglesia rural en la que nadie entiende de música? El mundo está lleno de eunucos igual que él. Estaba en manos de Dios. —Se encogió otra vez de hombros con aire de fastidio. Su brazo se enroscó en la cintura de Tonio como una amorosa serpiente—. Además, ¿por qué estás tan preocupado? No tenía familia.

—¿Y la policía?

—Querido —rió Domenico—, ¡Venecia debe de ser una ciudad muy pacífica y ordenada! Ven. —Comenzó a besarlo.

Aquella era la conversación más larga que habían sostenido y ya había terminado.

Sin embargo, más tarde esa misma noche, mientras Domenico dormía, Tonio se sentó en silencio ante la ventana.

La muerte de Lorenzo lo había dejado aturdido. No quería borrarlo de su mente, aunque durante largos intervalos se limitaba a contemplar la cima del Vesubio. A lo lejos, resplandían los destellos silenciosos y una estela de humo señalaba el camino que recorría la lava en dirección al mar.

Era como si la montaña lamentara la muerte de Lorenzo porque no había nadie más para llorarlo.

A pesar de sí mismo, se encontró lejos, muy lejos de allí, en aquel pequeño pueblo en el extremo del estado veneciano, solo, bajo las estrellas, corriendo. Notaba el crujir de la tierra bajo sus pies y luego esos
bravi
que lo agarraban. Lo llevaban de nuevo a aquella reducida habitación. Luchó contra ellos con todas sus fuerzas mientras éstos, como en una pesadilla, lo obligaban a permanecer tumbado.

Se estremeció. Miró hacia la montaña. Estoy en Nápoles, pensó, y sin embargo su recuerdo se expandió con la ligereza de un sueño.

Flovigo se fundía con Venecia. Tenía el puñal en las manos, pero en esa ocasión se enfrentaba a otro adversario.

Su madre lloraba desconsolada, con el cabello ocultándole el rostro, como había llorado la última noche en el comedor. Ni siquiera se habían despedido. ¿Cuándo podrían hacerlo? En aquellos últimos instantes no pensó que iban a separarlo de ella. En su sueño Marianna seguía llorando como si no tuviera a nadie que la consolase.

Alzó el cuchillo. Sujetó la empuñadura con fuerza. Entonces descubrió una expresión familiar; ¿qué era aquello? ¿El horror reflejado en el rostro de Carlo? ¿Sorpresa acaso? La tensión estalló.

Estaba en Nápoles, con la cabeza apoyada en el alféizar y exhausto.

Abrió los ojos. La ciudad de Nápoles despertaba ante él. El sol penetró con sus primeros rayos en la niebla que envolvía los árboles. El mar tenía un fulgor metálico.

Lorenzo, pensó, no eras tú quien debía morir. Sin embargo, el muchacho ya estaba del todo olvidado. Tonio no pudo evitar sentir orgullo en aquel abominable momento: la hoja del puñal, el chico en el suelo de la taberna.

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