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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (39 page)

»Cantar la música que ha escrito. Si me amara, podría hacer cualquier cosa de la que usted me creyera capaz. Sólo con que acompañara sus más duras y sinceras críticas con un poco de amor. Mezcle ambos sentimientos y yo venceré esta oscuridad, encontraré la salida, podré crecer en este sitio húmedo y extraño en el que soy una criatura cuyo nombre no soporto escuchar. ¡Ayúdeme!

Tonio calló. Aquello era peor de lo que nunca hubiese imaginado, y se encontraba perdido, completamente perdido, y ni siquiera quería ver aquel rostro brutal y desconsiderado, cuya mirada, siempre al borde de la ira, se llenaba de desprecio ante cualquier signo de dolor o debilidad. Cerró los ojos. Recordó que una vez en Roma, parecía que hubieran transcurrido siglos, aquel hombre lo había abrazado, y él casi se había reído de la estupidez que encerraban sus palabras. Pero cuando la estancia se empañó en su visión, cuando la vela se apagó de repente y abrió los ojos en medio de una oscuridad cegadora, pensó: «Oh, todo esto no son sino palabras que caerán en el olvido como todo lo demás, y mañana nada habrá cambiado, cada uno de nosotros seguirá viviendo en su propio infierno, pero yo me haré más fuerte y me endureceré hasta conseguir que no me afecte».

Porque así es la vida, ¿no? Así es la vida, y los años se sucederán con rapidez, porque así es como debe ser. «Cerrad las puertas, cerrad las puertas, cerrad las puertas.» Y ese cuchillo que me ha traído aquí no será más que el filo cortante de lo que nos aguarda a todos.

En el aire persistía el olor a cera quemada.

Entonces oyó los pasos de Guido en el suelo de piedra y pensó: «Esta es la humillación final. Dejarme aquí solo».

Su crueldad nunca le había parecido tan exquisita, tan arrolladura. Ah, y las horas pasadas en su compañía, formando un violento matrimonio de trabajo extenuante que constantemente se expresaba en términos de una sublime tortura.

¿Y a qué conclusión he llegado? ¿Que en esto, como en todo lo demás, estoy solo, algo que ya sabía, y que con cada día que pasa voy comprendiendo mejor?

Se sentía ir a la deriva.

De repente advirtió que el pasador de hierro de la puerta estaba echado y que Guido no lo había dejado abandonado.

Se le cortó la respiración. No veía ni oía nada, pero sabía que Guido estaba allí, observándole. Lo invadió una punzada de deseo tan intensa que se quedó asombrado.

Tonio irradiaba deseo, lo irradiaba hacia la oscuridad y parecía chocar contra las cuatro paredes de aquella habitación cerrada, y se volvió esperando, esperando.

—¿Amarte? —Era la voz de Guido, tan baja que Tonio se inclinó hacia delante, como si la anhelase—. ¿Amarte?

—Sí… —respondió Tonio.

—Te deseo con locura. ¿No te habías dado cuenta? ¿Nunca has intentado ver más allá de mi frialdad? ¿Tan ciego estás a mi sufrimiento? Nunca en vida había sufrido por nadie como por ti, pero hay distintas clases de amor y estoy cansado de intentar separarlas.

—No las separe —susurró Tonio. Extendió los brazos como haría un niño dispuesto a coger lo que desea—. Entrégueme ese amor. ¿Dónde está, maestro? ¿Dónde está?

Entonces le pareció percibir una corriente de aire, ruido de pasos y el roce de la tela, y sintió el tacto vigoroso de las manos de Guido, unas manos que en el pasado sólo le habían pegado, y luego aquellos brazos que lo envolvían. En ese momento lo comprendió todo.

Sin embargo, ése fue el último destello de pensamiento, y comprendió cómo había sido y cómo sería, y sintió el pecho de Guido, y luego su boca que lo desgarraba.

—Sí —susurró—. Ahora, sí, démelo todo maestro. —Estaba llorando.

Guido le besó los labios, las mejillas, hundiendo los dedos en él como si quisiera devorarlo, y pareció que, mediante un proceso alquímico, toda la crueldad se transformaba en una efusión desbordante que desechaba cualquier parodia de odio o castigo para lograr la más rápida y desesperada unión.

Cayó de rodillas atrayendo a Guido hacia sí. Estaba abriendo camino, se ofrecía para entregarle lo que Domenico siempre le había dado y jamás le había pedido.

El dolor estaba fuera de toda consideración.

Era necesario dar paso al dolor. Aunque no soportaba la idea de apartarse de aquella boca que le abría la suya, se la ensanchaba, y le besaba hasta los dientes, se tumbó boca abajo en el suelo de piedra y dijo:

—Hágalo. Quiero que lo haga.

El peso de Guido cayó sobre él, y lo aplastaba mientras notaba que lo desnudaba. La primera embestida lo aterrorizó. Contuvo una exclamación y luego todo su cuerpo se abrió, recibiéndolo, negándose a rechazarlo. Cuando lo penetró otra vez, con rapidez, sintiéndolo duro y vibrante dentro de él, se encontró moviéndose al mismo ritmo. Permanecieron unidos un instante, Guido le clavaba los labios en el cuello y sus manos le acariciaban los hombros, atrayéndolo hacia sí, hasta que el grito gutural del maestro le anunció que había terminado.

Pero seguía aturdido, mientras se secaba la boca, encendido y anhelante. No podía apartar las manos de Guido, pero fue éste quien lo levantó del suelo, ciñendo tan fuertemente con los brazos sus caderas que mantenía a Tonio en vilo mientras con la boca le rodeaba el pene con húmeda calidez, en una delirante y deliciosa succión. Era más fuerte y violento que Domenico. Apretó los dientes para contener un grito, y entonces cayó hacia atrás, liberado, y se incorporó para hundir la cabeza entre los brazos, con las rodillas levantadas, al tiempo que las últimas sacudidas del placer se desvanecían.

Tuvo miedo.

Estaba solo. Oía el silencio. El mundo regresaba y él ni tan siquiera podía alzar la cabeza.

Aunque trataba de convencerse de que no esperaba nada, sintió que en aquel momento hubiera podido mendigar cualquier cosa. Notó a Guido cerca, sus manos, tan firmes, tan fuertes, tiraban de él, y cobrando impulso, hundió el rostro acalorado bajo el brazo de Guido. Aquellos rizos polvorientos lo rozaron levemente, y todo su cuerpo lo acunaba, incluso los dedos firmes y cálidos. Era Guido quien estaba con él en aquel lugar, quien lo abrazaba y amaba y besaba con ternura, y se fundía con él sin reservas.

Tonio estaba confuso y no sabía adónde se dirigían, sólo que caminaban por calles limpias y frías y que la luz proyectada por las antorchas contra los muros tenía una belleza inquietante.

El cálido aroma de los fogones y la leña quemada inflaba el aire, y las ventanas que aparecían en cada recodo de la oscuridad relucían con una agradable luz amarilla. De pronto los envolvió la oscuridad, el crujir de las hojas secas, y Guido y él se unieron en aquellos duros y crueles besos, unos abrazos que desconocían la ternura, impulsados por el sólo deseo.

Cuando llegaron a la taberna, por la puerta abierta les llegó un calor reconfortante y se apretujaron en el cenador más alejado, en medio del ruido de las espadas y de las jarras al golpear contra las mesas de madera. Una mujer cantaba, su voz lúgubre y poderosa imitaba los timbres de un órgano. Uno de aquellos pastores bajados de la montaña tocaba la gaita, y la gente cantaba a su alrededor.

Las sombras cayeron sobre la mesa. Cayeron con el balanceo de las lámparas y los parroquianos que iban creciendo en número. Al mirar al otro lado de aquel estrecho espacio, a Tonio se le antojó una dulce agonía no poder tocar a Guido. Sin embargo, apoyado en la pared de madera y sosteniendo con la suya la mirada de Guido descubrió tanto amor que se contentó con sonreír y retener en la boca el vino ácido que aún conservaba el sabor de las uvas y de la barrica de madera.

Bebieron y bebieron, y no supo a ciencia cierta en qué momento Guido empezó a hablar, excepto que con una voz grave y ronca, ese desafiante suspiro que le brotaba desde lo más profundo del pecho; Guido inició el relato de todos los secretos que jamás se había atrevido a confiar a nadie. Tonio notó que una vez más su boca esbozaba una sonrisa incontenible, y las únicas palabras que llegaban a su mente eran: amor, amor, tú eres mi amor, y en algún momento, en aquel lugar cálido y ruidoso, pronunció esas palabras y vio que en los ojos de Guido brillaba una llama. Amor, amor, tú eres mi amor, y no estoy solo, no, ahora, en este precioso instante, no estoy solo.

8

Cada noche hacían el amor, un amor insaciable, cruel, animal, y sin embargo, fragante, de una callada ternura. Dormían abrazados, como si la propia piel fuese una barrera que debían franquear, y siempre aquellos rabiosos y voraces besos. Por la mañana se levantaban con la misma idea: ponerse a trabajar de nuevo en el estudio de Guido antes de que despuntara el alba.

Las lecciones también habían cambiado.

No se trataba de que fueran menos exigentes, o de que Guido se mostrara menos severo o no se irritara cuando Tonio no lo satisfacía plenamente, sino que todo se había revestido de una mayor intensidad, matizado con su recién descubierta intimidad y la fusión del uno en el otro.

Tonio había prometido con la efusión de lenguaje necio y emoción fundidos en palabras que se abriría a Guido, pero advirtió que siempre había estado abierto, al menos en lo referente a la música, y ahora era Guido quien se abría a él. Por primera vez, el maestro tuvo en cuenta la mente que regía el cuerpo y la voz de Tonio, y empezó a confiar a esa mente los principios que subyacían en la práctica de aquellas inflexibles repeticiones.

En realidad, su disposición a hablar no era nueva en Guido, pero en la Ópera o durante los largos trayectos junto al mar que seguían a la representación, el tema había sido siempre otros cantantes, creando una ilusión de impersonalidad, e incluso de frialdad, de manera que todo el calor que Guido irradiaba se proyectase en otra música, en otros hombres.

Guido había empezado a hablar de la música que compartían, y en aquellas primeras semanas de su ardiente e impetuoso amor, esas charlas fueron casi más importantes que los apasionados abrazos.

Salían todas las noches. O bien alquilaban un carruaje para dar un paseo por la costa o iban a una tranquila taberna donde se sentaban y hablaban en cálidos susurros hasta que el sabor áspero del vino en la boca y un ligero sopor anunciaban que había llegado la hora de volver a casa.

Ya nunca cenaban en el conservatorio. Caminaban del brazo por calles oscuras, buscando el umbral escondido de una puerta, o la protección de unos árboles, se acariciaban, se abrazaban excitados por el acicate del peligro y del amor que profesaban a la propia noche, sus sonidos apagados, sus carruajes que se bamboleaban colina arriba y que de repente surgían de la nada con su oscilante luz amarilla.

Pero una vez que llegaban a la larga Via Toledo, hacían el recorrido por las mejores tabernas pagando con el dinero que llenaba los bolsillos de Tonio, y lo festejaban con un pollo asado o pescado fresco acompañado del vino que a ambos preferían, Lacrima Christi, y en el grato cobijo de aquellos lugares limpios y abarrotados hablaban.

Guido enumeraba los viejos maestros cuyos ejercicios él estudiaba, y explicaba a Tonio en qué se diferenciaban sus vocalizaciones de las de ellos.

En cualquier caso el mayor placer de Tonio consistía en formular a Guido una pregunta y que el maestro le respondiera de inmediato. ¿Había llegado a ver a Alessandro Scarlatti? Sí, porque de niño el maestro Cavalla lo animaba a menudo a ir a San Bartolommeo para admirar a Scarlatti al teclado, dirigiendo su propia ópera.

En realidad, afirmaba Guido, era Scarlatti quien había dado fama a Nápoles. En épocas pasadas, las óperas se estrenaban en Venecia o en Roma, ahora se hacía en Nápoles, y como Tonio podía observar a su alrededor, Nápoles era el principal destino de los estudiantes extranjeros.

La ópera evolucionaba constantemente. Los largos y aburridos recitativos que anticipaban la trama dando toda la información que el público debía conocer habían cobrado energía, y habían dejado de ser aquellos pesados interludios entre las arias. En cuanto a la ópera cómica, representaba la tendencia del futuro. La gente quería escuchar ópera en italiano vernáculo, no sólo en italiano clásico. Además en las óperas aparecían cada vez con más frecuencia los recitativos acompañados de orquesta, cuando antes, la mayor parte de los recitativos carecían de música.

Nunca había que olvidar el gusto del público, y por largos y aburridos que resultaran los pasajes cantados intermedios, la gente los toleraría si luego podían disfrutar de las hermosas arias, y eso nunca cambiaría.

Así era la ópera, concluyó Guido, el
bel canto
. Y ningún violín ni clavicémbalo podrían proporcionarle a un hombre lo que el canto le proporcionaba a él.

O al menos eso creía Guido en aquel momento.

Algunas noches, cuando ya estaban cansados de las tabernas, seguían la inacabable ronda de bailes, sobre todo los de la condesa Lamberti, que era una importante mecenas de las artes, pero tampoco allí se detenían sus interminables diálogos.

Siempre encontraban algún salón apartado; encendían un candelabro para iluminar el clavicémbalo o el innovador pianoforte, y Guido practicaba un rato. Luego se acomodaba en un sofá y Tonio le hacía preguntas o Guido comenzaba a hablar por sí mismo.

En aquellos instantes, sus ojos resplandecían con una luz desconocida y serena, su rostro, relajado, tenía un aspecto juvenil y dulce, y parecía incapaz de experimentar aquellos arranques de ira que lo habían caracterizado en el pasado.

Durante una de esas noches, mientras buscaban refugio en una de las pequeñas salas de música de la condesa, encontraron una mesa redonda, una baraja de cartas y una vela, y, sentados frente a frente, se enfrascaron en un juego tan simple, que Tonio no pudo por menos que decir:

—Háblame de mi voz.

—Pero primero debes confesarme algo —le replicó Guido, y un centelleo de ira en sus ojos hizo estremecer a Tonio—. ¿Por qué no quieres cantar este solo de Navidad, si ya te he dicho que es sencillo y que lo he escrito para ti?

Tonio desvió la mirada.

Dispuso la baraja en forma de pequeño abanico y sin motivo aparente separó el rey y la reina. Luego, incapaz de dar con una respuesta válida a la pregunta de Guido, encontró una solución fácil para la batalla que en breve tendría que librar. Cantaría el solo por Guido, si él así lo quería. Lo cantaría por Guido, aunque todavía no fuese lo bastante fuerte como para hacerlo por el joven que había descendido de la montaña. Sin embargo, estaba asustado.

En el mismo instante en que alzase la voz en la capilla, se convertiría para siempre en un
castrato
. Bueno, de eso se trataba, ¿no? Era dar otro gran paso, el primero había sido el uniforme. Era un paso mucho más decisivo que mezclar su voz con la del coro. Si accedía, daría un paso al frente y no quedaría duda alguna sobre lo que era.

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