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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (38 page)

BOOK: Un grito al cielo
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—Cuando llegues a Roma no te acordarás de mí, Domenico, lo sabes —le dijo—. Me olvidarás y olvidarás todo esto.

Domenico no lo miró, mantenía la mirada fija en la oscuridad, como si las palabras de Tonio no le causaran el menor efecto.

—Serás muy famoso —prosiguió Tonio—. ¡Dios mío! ¿Qué dijo el maestro? Que incluso puedes seguir hasta Venecia, si quieres, o ir directamente a Londres. Lo sabes tan bien como yo…

Domenico dejó la servilleta y se levantó de la silla. Antes de que Tonio pudiera detenerlo, cayó de rodillas junto a él. Domenico lo miró a los ojos.

—Tonio —suplicó—. Quiero que me acompañes, no sólo a Roma, sino a todos los lugares adonde vaya después. No iré a Venecia si tú no quieres. Podemos ir a Bolonia y Milán, y luego a Viena. Podemos ir a Varsovia, Dresde, donde tú prefieras, lo que yo quiero es que vengas conmigo. No iba a pedírtelo hasta que llegáramos a Roma, hasta estar seguro de que las cosas iban bien, y si no es así, bueno… no quiero ni pensar en esa posibilidad. Pero si todo va bien, Tonio…

—No, calla —lo interrumpió—. No sabes lo que dices. Además, es imposible. No puedo dejar mis estudios sin más. No puedes estar hablando en serio…

—No será para siempre —dijo Domenico—, sólo al principio, seis meses tal vez. Tonio, tú tienes los medios, no tienes problemas de dinero, tú nunca has sido pobre y no…

—¡Eso no tiene nada que ver! —le gritó Tonio, indignado—. ¡No me apetece ir contigo! ¿Qué te hizo pensar lo contrario?

Al instante lamentó haber pronunciado estas palabras.

Aunque ya era demasiado tarde. Su arrebato había sido demasiado sincero.

Domenico se había acercado a la ventana. Se detuvo ante el cristal, de espaldas a la habitación, una figura delicada medio escondida en las sombras que parecía mirar hacia lo alto, hacia el cielo. Tonio sintió que tenía que compensarle de algún modo.

Pero hasta que Domenico no se volvió y se le acercó de nuevo, no supo cuan honda era la herida que acababa de asestarle.

El rostro de Domenico estaba contraído y surcado por las lágrimas, y cuando se le acercó se mordió el labio y sus ojos brillaron y se humedecieron.

Tonio se quedó unos instantes en silencio, aturdido.

—Nunca sospeché que quisieras que te acompañase —dijo Tonio. Pero desalentado por la irritación de su tono de voz, enmudeció con una sensación de derrota.

¿Cómo habían llegado a ese punto?

Había considerado a aquel chico tan fuerte, tan frío… Formaba parte de su encanto, como su exquisita boca, aquellas diestras manos, aquel cuerpo flexible y grácil que siempre lo acogía.

En aquellos instantes se le veía humillado y miserable. Tonio se sintió más lejos que nunca de Domenico. Si pudiera fingir que lo amaba al menos por un instante…

Como si le leyera el pensamiento, Domenico dijo:

—Tú nunca me has querido.

—¡Yo ignoraba tus sentimientos! —exclamó Tonio—. ¡Te lo juro! —Pese a que también estaba al borde de las lágrimas, se enojó, víctima de aquella crueldad que tan a menudo había demostrado en la cama—. Dios mío, ¿qué hemos sido el uno para el otro?

—Hemos sido amantes —respondió Domenico en un leve e íntimo susurro.

—¡No! —replicó Tonio—. Sólo eran juegos y estupideces, nada más, excepto la más vergonzosa…

Domenico se llevó las manos a los oídos para no seguir escuchándole.

—¡Y deja de llorar, por el amor de Dios! ¡Te estás comportando como un despreciable eunuco!

—¿Cómo puedes decirme eso? —Domenico estaba sumamente pálido, con el rostro bañado en lágrimas—. ¡Cuánto tienes que odiarme para hablarme de ese modo! Oh, Dios, desearía que no hubieras venido, desearía no haberte conocido. ¡Ojalá te condenes en el infierno! ¡Sólo deseo que te abrases en el fuego eterno!

Tonio suspiró. Sacudió la cabeza, y mientras lo miraba impotente, Domenico se encaminó a la puerta dispuesto a marcharse.

No obstante, se volvió. Sus rasgos estaban tan perfectamente esculpidos que incluso en aquel lamentable estado poseía una belleza irresistible. Ruborizado de pasión, su rostro parecía tan inocente y dolido como el de un niñito que se enfrentara por primera vez a la decepción.

—No soporto la idea de dejarte —confesó—. No puedo, Tonio… —Y entonces enmudeció como si quisiera ganar tiempo para encontrar las palabras adecuadas—. Siempre he creído que me amabas. Cuando llegaste, parecías muy desgraciado, torturado por la soledad. Despreciabas a todo el mundo. De noche, te oíamos llorar cuando tú pensabas que todos dormíamos. Te oíamos. Luego, cuando regresaste y aceptaste la faja roja, intentaste con todas tus fuerzas engañarnos. Pero yo sabía que seguías siendo desdichado. Todos lo sabíamos. Estar contigo era sentir ese dolor, yo podía sentir ese dolor. Y pensé… y pensé que te ayudaría. Ya no llorabas, y estabas conmigo. Creí… creí que me querías.

Tonio hundió la cabeza entre las manos. Soltó un leve gemido y entonces a sus espaldas oyó que se cerraba la puerta y los pasos de Domenico en la escalera.

7

Aquella semana fue insoportable. Desde la marcha de Domenico, una sucesión de noches en vela habían dejado a Tonio exhausto, y aquel día, al levantarse de la mesa después de la cena, comprendió que no podría trabajar más.

Guido debería dejarle descansar. Nada podría hacerle continuar, ni la ira ni las amenazas de su maestro.

Domenico había partido al alba, después de su noche en el
albergo
. Loretti lo había acompañado, y el maestro Cavalla se reuniría con ellos más tarde. Se oyeron risas en los pasillos y ruido de pasos.

El nombre artístico de Domenico sería Cellino, y alguien había gritado: «¡Bravo, Cellino!».

De repente, Tonio había dejado el lugar que ocupaba en el alféizar de la ventana y había bajado corriendo los cuatro tramos de escalones. El aire frío lo paralizó por un instante, pero llegó al carruaje cuando ya arrancaba. El cochero se quedó con la trailla en el aire.

El rostro de Domenico apareció en la ventana, con un brillo tan inocente que a Tonio se le formó un nudo en la garganta.

—En Roma serás un prodigio —le dijo—. Todos estamos seguros. No tienes nada que temer.

Entonces, en el rostro de Domenico se dibujó una sonrisa tan melancólica y candorosa que Tonio notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. Permaneció sobre el suelo adoquinado, contemplando el pesado movimiento del carruaje mientras el frío empezaba a penetrarle los huesos.

Se hallaba sentado, muy quieto, en el banco de la habitación de Guido. Aquella noche le resultaba imposible seguir trabajando. Tenía que dormir. O tumbarse en su pequeño cuarto y empezar a acostumbrarse a la ausencia de Domenico, a no tener cerca aquellos cálidos labios, aquella carne flexible y fragante que se le entregaba sin condiciones cuando, en realidad, no le importaba lo más mínimo si nunca más volvía a verlo.

Tragó saliva y con una callada sonrisa deseó que Guido le pegara cuando se negase a seguir practicando. Se preguntó qué tendría que hacer para que Guido le pegase. Ya le superaba en estatura. Imaginó que crecía y crecía hasta que la cabeza le rozaba el techo. El eunuco más alto de la cristiandad, oyó que anunciaba una voz, sin rival entre los cantantes que sobrepasan los dos metros.

Agotado, alzó la vista y descubrió que Guido había terminado sus anotaciones y que lo estaba observando.

De nuevo lo invadió la extraña sensación de que Guido sabía la relación que mantenían Domenico y él, incluso la desdichada escena del
albergo
. Pensó otra vez en aquellas habitaciones, en todas aquellas hermosas velas, y fuera, el mar. Y sintió deseos de llorar.

—Maestro, déjeme salir —le rogó—. No puedo cantar más, estoy vacío.

—Ahora ya has entrado en calor. Las notas altas te salen perfectas —respondió Guido en voz baja—. Quiero que cantes esto.

Su voz tenía una dulzura inusual. Encendió una cerilla de azufre y acercó la llama a la vela. La noche invernal había caído de repente sobre ellos.

Tonio alzó la vista, somnoliento y aturdido, y vio la partitura escrita con tinta todavía fresca.

—Es lo que cantarás en Navidad. Lo he escrito yo, para tu voz. —En voz muy baja añadió—: Es la primera vez que se va a interpretar una obra mía en este conservatorio.

Tonio estudió su cara, buscando algún rastro de ira. Pero a la tenue y temblorosa luz de la vela, Guido tenía un semblante expectante y sereno. En aquel momento le pareció que a pesar del violento contraste que existía entre aquel hombre y Domenico, había algo que los unía, un sentimiento que emanaba de Tonio. Ah, Domenico es el silfo, pensó, y Guido es el sátiro. Y yo, ¿qué soy? La gran araña blanca veneciana.

Esbozó una amarga sonrisa y se preguntó qué pensaría Guido cuando contempló que su expresión se ensombrecía.

—Quiero cantar —dijo Tonio—. Pero es demasiado pronto. Si lo intento, lo defraudaré, me defraudaré a mí mismo y a todos los que me escuchen.

Guido sacudió la cabeza. En su rostro se dibujó la evanescente calidez de una sonrisa, y entonces pronunció el nombre de Tonio con dulzura.

—¿De qué tienes tanto miedo? —le preguntó.

—¿Puede dejarme salir esta noche? ¿Puede dejarme salir? —le pidió Tonio. Se puso en pie de un salto—. Quiero marcharme, ir a cualquier parte. —Se dirigió a la puerta y entonces se volvió—. ¿Tengo permiso para salir? —preguntó.

—Fuiste a un
albergo
no hace mucho sin pedir permiso a nadie —dijo Guido.

Aquello pilló a Tonio desprevenido y lo desarmó. Miró a Guido con un arrebato de aprensión que era casi de pánico.

Pero en el rostro de Guido no existía ni el más leve matiz de reprobación o ira.

Parecía estar reflexionando y repentinamente se incorporó como si hubiese tomado una decisión.

Miró a Tonio con insólita paciencia, y cuando habló, lo hizo en voz muy baja, casi con sigilo.

—Tonio, tú querías a ese chico —dijo—. Todo el mundo lo sabía.

Tonio se quedó tan sorprendido que no supo qué responder.

—¿Crees que he estado ciego a tu lucha? —preguntó Guido—. Tonio, tú has pasado ya por mucho dolor. ¿Cómo puede representar esto una pérdida para ti? Seguro que eres capaz de volver a concentrarte en tu trabajo como en otras ocasiones; lo olvidarás. Esta herida cicatrizará, tal vez más deprisa de lo que crees.

—¿Amarlo? —preguntó Tonio en un susurro—. ¿A Domenico?

—¿A quién si no? —preguntó Guido frunciendo el ceño con un gesto inocente.

—¡Maestro, yo nunca lo he amado! ¡No sentía nada por él, maestro! Dios mío, si al menos hubiera dejado en mí alguna herida, por pequeña que fuera, algo que me permitiera expiar mi culpa. —Se interrumpió, sin apartar la vista de aquel hombre, atrapado en un momento de descuido.

—¿Es eso cierto? —preguntó Guido.

—Sí, lo es, y lo peor de todo es que Domenico no sabía nada. Tuve que hacérselo saber justo cuando partía hacia Roma, a cumplir con el compromiso más importante que tal vez se le haya presentado en toda su vida, y Dios sabe que si en alguna ocasión emprendo ese mismo viaje, odiaré a cualquiera que me despida del modo en que yo lo hice. Le he herido, maestro, le he herido, de una manera insensata y estúpida.

Hizo una pausa.

¿Le estaba contando todo aquello al maestro Guido? Lo miró, asombrado de su propia debilidad. Se despreció a sí mismo por aquello y por la soledad que encerraba.

Sin embargo, el rostro de Guido era insondable mientras permanecía expectante, sin pronunciar palabra. Y Tonio revivió todas las pequeñas humillaciones que aquel hombre le había hecho sufrir en el pasado.

Sabía que tenía que alejarse de allí, ya había hablado demasiado y temía no poder controlar los nervios.

De pronto, sin que en ello mediara su voluntad o deseo prosiguió:

—Dios mío, si no fuera usted tan insensible y brutal… —se oyó decir—. ¿Por qué me habla de todo esto? Yo me esfuerzo por creer que aún hay algo bueno en mi interior, algo valioso, y sin embargo con Domenico he arrojado mi vida a las alcantarillas. Y él ha derramado lágrimas por mi culpa.

Miró a Guido con odio.

—¿Por qué se tiró al mar? —preguntó—. ¿Qué le impulsó a hacerlo? ¿La pérdida de mi voz? ¿La voz que fue a buscar a Venecia y que se trajo consigo? Yo, además de tener voz, soy de carne y hueso. Sin embargo, no soy hombre ni mujer, da lo mismo con quien me acueste, aunque eso me convierta en carroña.

—¿Tan mal estuvo acostarse con él? —preguntó Guido en un murmullo—. ¿Quién resultó perjudicado por ello, ahora que los dos sois lo que sois? ¿Tan grave es que buscarais afecto y apoyo?

—Sí, porque yo lo despreciaba. Cuando me acostaba con él fingía que lo amaba, y no era así. Y para mí eso es lo grave. ¡Incluso en este estado, todavía hay cosas que me importan!

Guido miró en línea recta y luego, muy despacio, asintió.

—¿Entonces, por qué lo hiciste? —preguntó.

—Porque necesitaba a Domenico —respondió Tonio—. ¡Aquí no soy más que un huérfano, y lo necesitaba! No podía vivir solo. Lo intenté, fracasé, y ahora me encuentro solo, y ése es el sentimiento más doloroso que jamás haya experimentado. He afrontado mi nueva situación y me he jurado aceptarla, pero supera todas mis fuerzas y propósitos. Domenico representaba un simulacro del amor y me dejaba comportarme como un hombre, por eso me dejé llevar.

Le dio la espalda a Guido. Ah, aquello era precisamente lo que quería. Todos sus propósitos echados por tierra en un momento de debilidad y su único pensamiento era que en aquel momento estaba desnudando su alma ante otra persona que sólo le inspiraba odio, odio y desprecio. El mismo odio y desprecio que había sentido por Domenico.

—¿Cómo podré soportarlo? —preguntó. Se volvió despacio—. ¿Cómo soporta usted trabajar todos los días de su vida con esa ira, con esa frialdad? Una voz que acaba reduciéndose a desdén. Por el amor de Dios, ¿ni siquiera por una vez ha sentido deseos de amar a esos estudiantes a los que enseña, de sentir algo por esos jóvenes que tanto se esfuerzan por seguir el despiadado ritmo que usted les impone?

—¿Quieres que te ame? —preguntó Guido en voz baja.

—¡Sí, quiero que me ame! —respondió Tonio—. Me arrodillaría para conseguir que me amase. ¡Usted es mi maestro! Usted es quien me guía y me determina y escucha mi voz como nadie lo ha hecho jamás. Usted es quien lucha por mejorarla de un modo que yo solo no podría. ¿Cómo puede preguntarme si deseo su amor? ¿No puede hacerse todo esto con amor? ¿Es que no cree que si me demostrase el más leve afecto yo no me abriría a usted como las flores de primavera, que no me esforzaría hasta conseguir que mis progresos anteriores le parecieran insignificantes?

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