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Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Romántico

Siempre tuyo (9 page)

6.

Con un placentero cansancio y la esperanza de dormir siete horas sin soñar, entró en el dormitorio y encendió la araña de Praga. Observó la cama con desconfianza unos instantes, hasta que se dio cuenta de que era el bulto a los pies lo que la desconcertaba, porque unas pocas horas antes no estaba. Apartó la colcha… y si no gritó, fue sólo porque no podía ser cierto, porque la ventana estaba cerrada, y él no podía haber entrado por la puerta.

Y sin embargo… ahí estaba aquella cosa estrecha, alargada, cónica, absurda, sobre la sábana. Y por encima sobresalían tres rosas amarillas. Las cogió por el tallo y las arrojó contra la pared, intentó tranquilizarse, se puso en cuclillas junto a la cama, con las piernas apretadas contra el pecho, se esforzó por poner orden en su cabeza: primero la nota. Se dirigió a gatas a donde estaban las flores partidas, enseguida encontró el corazón ancho dibujado a lápiz. Al lado, en letras de imprenta, decía: «… EN COMÚN?». El maldito acertijo ya estaba completo: «¿QUÉ TIENEN ÉSTAS Y ÉSTAS Y ESTAS ROSAS EN COMÚN?»… Eran amarillas. Se las mandaba Hannes. La tenían a su merced. Le daban miedo. Mierda.

Por fin un viso de lógica: las flores sólo podían haber llegado a su cama de una forma… Cuando llamó a Valentin, le saltó el buzón de voz. Cuando llamó a Lara, sonó la señal de llamada.

Lara: —¿Sí?

Judith: —¿Vosotros me habéis puesto las rosas bajo la colcha?

(Judith disimuló la voz, de modo que sonara más o menos normal. Nadie debía sospechar el estado de alarma en que se encontraba).

Lara: —Pues claro. No ha sido el Espíritu Santo. Qué sorpresa, ¿verdad? —Lara se rio por lo bajo—. Queríamos contribuir a vuestra reconciliación.

Judith: —¿Reconciliación?

Y a continuación, Lara contó la historia.

Hacía unas semanas que Hannes y Valentin se encontraban regularmente para jugar al tenis. (Ya se lo habían propuesto durante su primer encuentro en mayo, en la terraza de Ilse. Qué interesante. Hannes nunca había dicho nada al respecto). Por lo general, después de jugar se quedaban un rato charlando, Lara también había ido dos o tres veces.

Si bien al principio, en su amor abiertamente declarado por Judith, Hannes era «el hombre más feliz del mundo», dos días atrás les había contado, todo compungido, que por desgracia el viaje a Venecia había salido «un poco mal», que había disgustado a Judith «con algunos comentarios y gestos tontos», y que ahora intentaba poner fin a «la pequeña crisis de pareja» con rosas y otras atenciones.

Les preguntó si podía darles a ellos las flores para Judith, ya que de todos modos pensaban ir a visitarla. Pero quería que se las dejaran en secreto, escondidas, «tal vez en la cama», para aumentar el efecto y para que Judith no se viese obligada a dar innecesarias explicaciones sobre aquella «tonta crisis de pareja».

—¡Ésta sí que es buena! —murmuró Judith al móvil—, ahora también me manda a mis amigos para que me vigilen.

Lara: —¿Qué dices?

Judith: —Lara, he dejado a Hannes, y lo he dejado definitivamente. Haz el favor de darle el recado a Valentin. Y a todos los demás. ¡Y sobre todo a Hannes, si es que volvéis a veros para jugar al tenis o lo que sea!

Lara: —¡Ay, Judith! Pareces muy desesperada. ¡Ánimo!, todo acabará bien, estoy segura.

Judith: —No acabará, Lara. Ya se acabó.

7.

Cada nuevo día sin «incidentes» crecía su esperanza de que él se hubiera dado por enterado. Bianca decía haberlo visto una vez «pasando rápidamente por el escaparate».

—¿Por qué ya no entra, jefa? —preguntó.

—De momento está muy ocupado —respondió Judith.

Para Bianca, la verdad podía esperar un poco más.

En el fondo, por desgracia la verdad los esperaba a todos. Judith todavía no había llegado a hablar con nadie sobre Hannes y el fracaso de su relación. Temía todas aquellas frases como «¡Ánimo!» y «¡Todo acabará bien!», la cara de desilusión de sus amigos y conocidos, que tenían con ella intenciones tan despiadadamente buenas, que sólo le deseaban lo mejor y una vez más habrían de ver que ella no se conformaba con lo mejor: con Hannes, el premio gordo, el prototipo de la felicidad arrebatada al azar. Lo tenía ahí, a él, al hombre ideal, exclusivamente para ella, y lo dejaba plantado bajo la lluvia así como así, con sus ramos de rosas amarillas.

Sin embargo, cada nuevo día sin «incidentes» también crecía su compasión. La situación de Hannes debía de ser peor que la suya. Para ella, él tan sólo era un doloroso «intento fallido», la prueba viviente de que ser amado con pasión no basta para amar. Era patético que ella, con su experiencia, hubiese caído en una trampa tan simple. Pero él tenía que superar el hecho de haber sido rechazado por la mujer que había puesto en el centro del universo y en la mira de sus deseos. Judith se maldecía a sí misma por haberlo consentido tanto tiempo.

¿Y a quién podía recurrir él ahora? Muchos amigos no debía de tener, nunca había hablado de ninguno. ¿Relaciones anteriores? Mantenía su pasado como un secreto. Con la hermanastra menor y su familia no tenía contacto. Su padre había muerto cuando él era pequeño. La madre y el padrastro vivían en Graz. Sólo se refería a ellos de forma fría y lacónica. O sea que ¿sólo quedaban sus dos insignificantes y difusas compañeras de trabajo?

Al cabo de ocho días, al mediodía, ella lo llamó desde la tienda y no se atrevió a decir nada más personal que:

—¿Cómo estás?

Hannes: —Gracias, Judith, me las arreglo más o menos bien con todo.

El tratamiento (por primera vez Judith, en lugar de amor), el tono de voz, el estado de ánimo, la forma, el contenido…, su respuesta la tranquilizó completamente.

—Procuro distraerme trabajando en mi despacho —añadió él—. Nos han encargado un par de diseños importantes —«nos», y ella no formaba parte de ese nosotros, a Judith le pareció que aquello sonaba bien. Despacho, distraerse, diseños…, tres palabras importantes con de—. ¿Y tú, Judith?

Ella: —¡Ah! Vamos tirando.

Él: —¿Sales mucho?

Ella: —No, no, más bien poco, estoy mucho en casa. Necesito descansar, como ya te he dicho, y tomar distancia de… mmm… de todo. Primero tengo que reencontrarme conmigo misma.

Él: —Claro, lo entiendo. Para ti tampoco es fácil.

Ella: —No, no lo es.

(Judith tenía que ir encontrando el modo de salir de aquella conversación tan comprometida, antes de perderse en la melancolía).

Él: —¿Y cómo vas a celebrar pasado mañana tu cumpleaños?

La cogió desprevenida, aquello fue demasiado repentino, hasta el momento Judith había conseguido no pensar la fecha, era probable que él la hubiese enmarcado en el calendario con un corazón ancho.

Él: —¿Con la familia?

Ella: —Yo… pues aún no tengo idea, ya improvisaré algo —mintió ella.

Él: —Si llegas a verlos, salúdalos de mi parte.

—Lo haré. Gracias, Hannes.

El agradecimiento de ella se correspondió con el saludo de él, bonito, formal, respetuosamente distante.

Él: —Bueno, tengo que dejarte.

Estupendo.

Ella: —Sí, yo también.

Ella: —Pues eso.

Él: —¡Ah!, algo más, Judith. ¿Has resuelto el acertijo?

Ella: —¿Qué acertijo?

Él: —El de las rosas. ¿Qué tienen en común? Lo has adivinado, ¿no? Es fácil.

El tono de su voz había vuelto a ser radiante. La conversación debía acabar de inmediato.

—Son todas amarillas —dijo ella, aburrida y precipitada.

Él: —Me decepcionas, tan fácil tampoco es. Tienes que volver a pensarlo, prométeme que volverás a pensarlo. Aún las tienes todas, ¿no? Aún no se han marchitado, ¿verdad, amor?

Ella prefirió no responder. «Amor» tenía que ser la última palabra.

8.

El tercer sábado de julio, el día en que llegó un frente frío, ella cumplió treinta y siete soltera… y además «en casa», en casa de mamá. Había venido Ali con Hedi, en avanzado estado de embarazo. Probablemente el bebé planeaba celebrar su cumpleaños al mismo tiempo que Judith.

Ya el saludo fue extrañamente ceremonioso. Hacía años que a mamá no se la veía tan excitada de alegría. Ali casi no podía ser identificado como su hermano. Se había afeitado, llevaba una camisa blanca planchada y sonreía sin motivo, como si de repente la vida como tal le resultara divertida. Daba la impresión de que estaba a punto de ocurrir un suceso completamente excepcional.

—Por desgracia, Hannes no ha podido venir —dijo Judith, sorprendida de que ninguno hubiera preguntado enseguida por él… y no menos sorprendida de que no hubiese ninguna reacción después.

Tenía intención de resistir una hora antes de contarles la historia de la separación —tal era su firme propósito— con todos sus escabrosos capítulos.

—Hoy hay una sorpresa muy especial, Judith, para todos nosotros —anunció Ali, que nunca antes había sido el primero de la familia en tomar la palabra.

Estaban alrededor de la mesa iluminada con velas.

—¿Una sorpresa para todos nosotros? —preguntó ella con recelo.

—Sí, está esperando en el dormitorio —reveló Hedi.

—No, por favor, no —murmuró Judith.

Su demanda de sorpresas ocultas en el dormitorio estaba cubierta hasta el fin de sus días. Ali llamó a la puerta lleno de expectación, como antaño, cuando aún creía que vendrían los Reyes Magos. La puerta se abrió. Algunas voces se esforzaron por entonar un inoportuno pero al menos simultáneo «Feliz, feliz en tu día». Ella se sorprendió de verdad y dijo:

—¡Padre! ¡Increíble! No puede ser. ¿Qué haces tú aquí?

Primero él la abrazó de manera más afectuosa, más paternal de lo que correspondía a la relación mantenida durante años. Luego se repartieron con rapidez algunos regalos, todos envueltos en papel dorado. A continuación brindaron con champán por el cumpleaños, la unidad, la felicidad y otras cosas terminadas en «dad». Por la prosperidad seguro que también.

Después se sentaron a la mesa. Ali, a quien su padre trataba con inusual cariño, dio una vuelta completa con la cámara de fotos. Para la ocasión papá pasó su brazo por el hombro de mamá, una imagen conmovedora que no se había vuelto a ver desde los años de escuela de Judith.

Entretanto trascendió que se habían «acercado» y ya se habían visto un par de veces. Ali le susurró a Judith al oído que hasta tenían perspectivas de hacer un «segundo intento», de volver a vivir juntos.

Judith se esforzaba por hacer que su alegría pareciera real. Para ella, el retorno del padre a la familia llegaba dos décadas tarde. El verdadero regalo, uno de los más bonitos que le habían hecho en su vida, era su hermano menor transfigurado, despierto a la vida. Papá y mamá, sentados en armonía a una misma mesa: a esa simple terapia reaccionaba Ali con auténtica euforia.

—Y ahora hablemos de ti, Judith —dijo mamá.

Había pasado una grata hora, que de verdad recordaba a las fiestas de cumpleaños de principios de los ochenta. El pastel con su grueso glaseado rosa se había acabado. Basta de idilio familiar…, ya era hora de un radical cambio de ambiente.

Mamá: —Hija, hija, nos tienes preocupados.

Qué amargo y severo se volvía aquel reproche insinuado con dulzura, al estar su padre sentado al lado, asintiendo solidario con la cabeza. Ali apartó la vista, Ali, el imparcial, el que evitaba el conflicto, el hermano menor que siempre buscaba el equilibrio. Hedi se puso las palmas de las manos sobre el vientre, como si quisiera taparle los ojos y los oídos a su bebé.

Mamá: —¿Por qué no nos has dicho que tienes problemas?

¿Problemas? ¿Ella tenía problemas?

—He roto con Hannes —dijo Judith, desafiante—. ¿Dónde está el problema?

Los presentes callaron conmovidos. Parecía como si Judith acabara de confesar un delito sin mostrar arrepentimiento alguno.

—Ya, pero ¿por qué, santo cielo? —preguntó mamá.

No parecía muy sorprendida, sólo con la moral por los suelos y los nervios de punta.

Judith sintió que algo caliente le subía a la cabeza, algo que podía estallar con facilidad.

—Pues muy sencillo, porque no lo quería lo suficiente —dijo.

Mamá: —No lo quería lo suficiente, no lo quería lo suficiente. ¿Y se puede saber cuándo vas a querer tú lo suficiente? ¿Qué príncipe azul tiene que venir para que quieras de una vez lo suficiente? Deja de soñar, niña, ¡sé adulta!

Hasta ahí. El calor le había llegado a las mejillas y le quemaba las sienes. Judith se disponía a ponerse de pie y marcharse, un viejo ritual de la época del colegio, cuando intervino su padre, lo cual hizo que la escena resultara moderna y pintoresca:

—Judith, ven, por favor, quédate sentada —dijo en tono conciliador—. No puedes tomarle a mal a mamá que reaccione así. Hay que verlo en contexto. Tenemos que explicarte algo. ¿Sabes gracias a quién estamos todos juntos aquí?

Un horrible presentimiento creció en su interior y al mismo tiempo le hundió las paredes del estómago.

—Hannes.

Fue Ali el que al fin pronunció la palabra mágica. Hannes había llamado a su padre. Hannes se había encontrado con su padre. Hannes, el arquitecto, el compañero de su hija, el patrón de su hijo, Hannes quería darle al «amor de su vida» en su cumpleaños «el regalo de los regalos», inapreciable, insuperable, insustituible: papá y mamá. «Estoy a punto de llorar», tenía Judith en la punta de la lengua. Pero, en primer lugar, estaba Ali presente, tan presente como hacía tiempo que no lo estaba. Y, en segundo lugar, estaba muy ocupada conteniendo su cólera. Por el temblor de sus manos se dio cuenta de que ya no faltaba mucho para un arrebato violento.

Hannes, mamá y su padre… habían pasado varias horas juntos. Después había llegado Ali. Habían hojeado montones de álbumes de fotos, contado viejas historias, hurgado en la infancia de Judith (y en la de Ali). «Siempre he querido tener una familia así», había dicho Hannes.

Y por lo visto a ellos siempre les había faltado un «yerno» así, se dijo Judith, uno que recogiera y pegara los añicos de los viejos tiempos. Luego por encima el glaseado rosa. Y deprisa uno o dos nietos, antes de que la hija estuviese demasiado mayor para quedarse embarazada. Ahora también le temblaban las rodillas.

Ella: —¡Me parece ofensivo y humillante! ¿Por qué no habéis hablado primero conmigo?

Mamá: —¿Y acaso tú has hablado con nosotros?

Padre: —Todo esto era por ti. Debía ser una sorpresa de cumpleaños. Hannes tenía muy buenas intenciones.

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