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Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Romántico

Siempre tuyo (10 page)

Mamá: —Cómo íbamos a saber que a ese hombre tú…

Judith: —A ese hombre no lo amo, ¡lo siento muchísimo!

Pausa para la turbación general.

Ali, apocado, mediando: —No hay nada que hacer. Si ella no lo quiere.

Su hermano encogió los hombros antes de dejarlos caer. De nuevo tenía cara triste. Y la culpa era de ella, así lo delataban las miradas de su padre, de mamá y de Hedi.

—Ayer me llamó y me dijo que no podía venir a la fiesta —se lamentó mamá, justo antes de que Judith realmente se pusiera de pie y se marchase—. «¿Pero por qué no?» «Judith no quiere.» «¿Judith?» «Me mandó a paseo.» «Estás bromeando.» «Dice que de momento es incapaz de tener una relación estable». «¡No!» «Necesita tiempo, tenemos que darle tiempo». «¿Tiempo? Mañana cumple treinta y siete años. Hablaremos con ella, papá y yo.» «No hace falta. Las cosas se arreglarán por sí solas. Soy paciente». «¡Ah, Hannes, lo siento tanto!» «De todas formas os deseo una bonita fiesta». «¡Ah, Hannes!» «Y pensad un poco en mí».

Fase
seis
1.

Después él volvió a caer en el silencio, en un insistente silencio. A ella le parecía estar viéndolo cada día, cada noche, cada hora, preparando su próxima actuación. Esta vez quería estar prevenida. Pero sola no lo lograría. Judith, la luchadora, la que nunca necesitaba a nadie, la que siempre había podido con sus crisis y con los causantes, ella, cuyo mayor problema siempre había sido compartir con otros sus problemas, de pronto tenía que vérselas con un enemigo demasiado poderoso: la incertidumbre.

Las noches empezaban demasiado temprano y acababan demasiado tarde. Las pastillas para dormir, los primeros aliados de Judith, pronto dejaron de surtir efecto. No había remedio, tenía que desahogarse con alguien, necesitaba un confidente. Sus padres y su hermano Ali estaban descartados. De momento, en lo tocante a Hannes, los había borrado de su lista. Tener contacto con ellos significaba tener contacto con él. Y no estaba dispuesta a ponérselo tan fácil.

Tenía muchas esperanzas depositadas en Gerd. Enmascaró su petición de auxilio con una invitación al cine. Después de la película, en el bar Rufus —luz lechosa de neón, ojos sin brillo, ningún espacio para los secretos— por fin lo confesó:

—Gerd, he roto con Hannes, pero él no quiere aceptarlo. Me siento acosada. Le tengo miedo. ¿Qué hago?

—Lo sé —dijo Gerd—, pero puedo tranquilizarte.

Estaba haciendo todo lo contrario.

Ella: —¿Qué sabes? ¿Jugáis al tenis? ¿Sois grandes amigos? ¿Te paga un sueldo? ¿Tienes unas rosas amarillas para mí?

Él: —¿Judith, qué te pasa? Estás temblando. Ya va siendo hora de que hablemos. Puedo tranquilizarte, querida, de verdad que puedo. Escúchame.

Gerd le contó que Hannes lo había llamado dos días antes, con carácter estrictamente confidencial, y le había pedido «consejo sobre un asunto muy personal». Hannes había dicho más o menos lo siguiente: Judith ha roto nuestra relación. A mí me sentó como una bomba. Se me cayó el mundo encima. En mi primer momento de desesperación reaccioné mal. La asedié con flores. Y luego encima me reuní con su padre y su madre y le organicé una fiesta familiar para su cumpleaños. Mis intenciones eran buenas, pero me metí en cosas privadas, que no me conciernen en absoluto. Seguro que está enfadada conmigo. Me gustaría pedirle disculpas. Quiero que nos separemos en buenos términos. Pero ya no me atrevo a llamarla. ¿Tú qué crees, Gerd, cómo debo actuar? ¿Qué debo hacer?

Gerd: —Yo le aconsejé que esperara unos días más y luego te pidiese quedar para aclarar las cosas. Hablar siempre es bueno.

Ella: —Yo no quiero aclarar nada. Ya está todo dicho. Quiero que él desaparezca de mi vida. No le creo una palabra. Lo amaña todo. Intenta ganarse a todos mis amigos.

Gerd: —Venga, Judith, cálmate. Él no quiere hacerte nada malo. No es ningún monstruo. Te ama, no se le puede tomar a mal. Necesita asimilarlo. Y sea como sea quiere disculparse. Es mejor hablar de todo con sensatez. También tienes que comprenderlo a él, no es fácil que de repente…

Ella: —No quiero comprenderlo a él. Quiero que tú me comprendas a mí. Necesito alguien que me comprenda. Pero no eres tú, Gerd. Tú estás de su lado. Una vez más se me ha adelantado.

Gerd: —¿De qué estás hablando? Yo no estoy de ningún lado. Soy tu amigo, quiero que estés bien. Y me gustaría actuar como intermediario. Estoy a favor de la solución pacífica de los conflictos. Judith, Judith…, es terrible cómo te obsesionas con este asunto. De verdad que te sientes acosada.

Ella: —Así es, Gerd, de verdad que me siento acosada. Porque de verdad que me están acosando. Pero ya me defenderé. Gracias por tu ayuda.

2.

Por lo visto, Hannes hizo caso de la sugerencia de Gerd, esperó unos días más, luego llamó a Judith y le dejó dicho en el buzón de voz: «Hola, Judith, no quiero que nos separemos de mala manera. Tampoco quiero que tengas sentimientos negativos cuando pienses en mí. Te pido que tengamos una última charla. Reconozco mi error. ¿Podemos quedar una vez más? Te propongo mañana, a las doce, en el café Rainer. Si no me llamas, supongo, mejor dicho, confío en que vendrás. Yo estaré allí esperándote. ¡Hasta mañana, pues!».

Ella no contestó la llamada y tampoco pensaba ir. A la mañana siguiente, en la tienda de lámparas, no pudo seguir ocultando su estado de nerviosismo y alteración, y le confió a su aprendiza el asunto de Hannes.

—Jo, qué chungo, jefa —dijo Bianca—, pero la entiendo. A mí tampoco me gusta que un tío vaya detrás de mí cuando ya no lo quiero. Y a mí me puede pasar superrápido que un tío me canse que no veas.

Al decir esto, Bianca puso la correspondiente cara de asco. Si yo fuera capaz de poner una cara así, me habría librado de Hannes hace tiempo, pensó Judith.

Bianca: —¡Pero vaya hoy a la cita, jefa! Así acabará con esto. Si no, él se lo pedirá mañana y pasado mañana. Yo sé cómo es, hay algunos que no quieren enterarse.

Era curioso que fuese precisamente Bianca la primera que más o menos podía ponerse en su situación. Tal vez Hannes se hubiese quedado en la misma edad que ella en su emocionalidad.

—Muchas gracias, Bianca.

—¡Tranqui, jefa! —contestó desde sus dieciséis años.

3.

Él estaba con la cabeza gacha, en la mesa de la ventana, a la izquierda de la entrada. Ella se quedó atónita al ver su aspecto. Iba sin afeitar, llevaba el pelo grasiento y desgreñado, tenía las mejillas hundidas, la piel cetrina. Se le saltaron los ojos cuando alzó la vista hacia ella.

—Qué bien que has venido —dijo.

Parecía tener molestias en la garganta, en todo caso le costaba hablar.

Judith: —¿Estás enfermo?

Él: —No, cuando te veo.

Ella ya se arrepentía de haber ido.

Ella: —Deberías ir al médico.

Él esbozó una sonrisa forzada.

—Realmente eres la mujer más hermosa del mundo —dijo.

—Tienes fiebre. Quizá sea una gripe mal curada o algún virus.

—Mi virus eres tú.

—No, Hannes, déjalo ya. Tienes que olvidarme —contestó ella.

Él la había contagiado, ahora ella también tenía un nudo en la garganta.

Él: —Amor, ambos nos hemos equivocado.

Ella: —Sí, yo me he equivocado al venir aquí.

Él: —¿Por qué dices cosas tan feas? Me hiere. ¿Qué te hecho, amor, para que me digas cosas tan feas?

Ella: —Por favor, Hannes, te lo suplico, deja de llamarme amor. No soy tu amor, no soy un amor. Quiero volver a vivir de una vez mi vida normal.

—Permíteme recordarte algo, Judith —de pronto su voz sonó fuerte y cargada de rabia—. Estábamos sentados ahí enfrente —dijo, señalando la mesa del rincón—. Hace veintitrés días… —miró el reloj—. Hace veintitrés días y setenta y cinco minutos. Estábamos sentados ahí enfrente, y tú dijiste, dijiste textualmente, corrígeme si no fue esto lo que dijiste: «Simplemente, de momento soy incapaz de tener una relación estable». Y unos minutos después dijiste: «Hannes, es mejor que por un tiempo no nos veamos» —hizo una pausa. Sus labios le arrancaron una sonrisa a su rostro lívido—. Pues bien, Judith, ahora te pregunto: ¿cuánto tiempo es para ti «de momento»? ¿Y cuánto es para ti «por un tiempo»? ¿Veintitrés días y setenta y cinco…? No —miró el reloj—. ¿Y setenta y seis minutos? Yo diría que eso es mil veces más tiempo que «de momento». Ya no es «un tiempo», es una eternidad. Mírame, Judith, mira mis ojos cansados. Lo que estás viendo son veintitrés días y setenta y seis minutos. ¿Cuánto tiempo más piensas mantenerme en vilo?

Ella: —No te das cuenta de la realidad, Hannes. Necesitas un médico, estás enfermo, estás loco.

Él: —Tú acabarás por volverme loco si sigues jugando a este juego conmigo. Me he propuesto ser paciente, incluso se lo he prometido a tu mamá y a tu papá, pero a veces, a veces…

Él cerró los puños y apretó los dientes, los pómulos se le marcaron y se le podían contar las venas de la frente.

Judith estuvo a punto de ponerse de pie de un salto y salir corriendo. Pero se acordó de Bianca y de esos tipos «que no quieren enterarse» y vuelven a intentarlo una y otra vez si no se los rechaza con la suficiente contundencia. Intentó permanecer «supertranqui» y dijo casi en un susurro:

—Lo siento, Hannes, tú me caes bien, de verdad que me caes bien, pero no te amo. ¡NO TE AMO! Nunca seremos una pareja. Nunca, Hannes, nunca. Mírame bien, Hannes: ¡nunca! Deja ahora mismo de esperarme. Y ve perdiendo la costumbre de pensar en mí. Haz el favor de borrarme de tu vida. Me entran ganas de llorar de lo cruel que suena. Y a mí misma me hace muchísimo daño oírme hablar así. Pero te lo repito para que lo aceptes de una vez: ¡bórrame de tu vida!

Él la miró de arriba abajo y meneó la cabeza. Entrecerró los ojos y dejó ver el esfuerzo que hacía por pensar. Luego volvió a sonreír encogiendo los hombros y dejándolos caer. Parecía como si por fin fuera a dar crédito a las palabras de ella, como si aquello fuese a ser un acto de liberación, pero algo dentro de él se resistía. Judith se quedó callada y observó su lucha interior con expresión petrificada.

—Judith —dijo él, casi como resultado de su reflexión—, te dejaré en paz.

Como de pasada, empezó a arremangarse la camisa.

—Por fuera te borro, te lo prometo, y te dejaré en paz.

Apoyó los antebrazos sobre la mesa, con el lado velludo hacia arriba.

—Pero por dentro —dijo temblando, patético—, por dentro sigues viviendo conmigo.

Volvió los brazos con un gesto ostensible. Judith los contempló horrorizada. Largas estrías rojas recorrían la cara interna de los antebrazos, demasiado profundas y simétricas para ser arañazos de gato.

—¿De qué son esas heridas? —preguntó Judith.

El temblor de su voz fue para él como un bálsamo para las heridas y le hizo esbozar una sonrisa benévola, radiante de felicidad.

—Por dentro los dos estamos inseparablemente unidos —dijo—, y ahora eres libre.

4.

El único sentido de los siguientes días —para ella agosto había llegado de forma casi insuperablemente alarmante— consistió en transcurrir. Judith estaba ocupada sin cesar en matar de inanición al intruso en su cabeza. Tanto es así que en ocasiones se olvidaba de comer ella misma. Por las noches, por temor a soñar con antebrazos, se quedaba con la vista clavada en las luces de su lámpara de codeso de Rotterdam hasta que se le caían los párpados.

Para Gerd, con sus diarios intentos de entrar en contacto con ella, era tan inaccesible como para todos sus otros amigos, que poco a poco empezaban a preocuparse por ella, poco a poco y demasiado tarde. Judith permanecía en el exilio interior y esperaba con terror los nuevos ataques de Hannes, en permanente alerta y con la implacable voluntad de matarlo con la indiferencia.

Por aquellos días, él le dejaba de vez en cuando un mensaje en el buzón de voz, en general por la tarde, por suerte nunca por la noche. En cuestión de segundos ella borraba el mensaje sin escucharlo. Trataba de convencerse a sí misma de que si no había ningún cambio en la práctica ritual de él en esas pequeñas dosis —con una comunicación al día, que permanecía oculta en la diminuta tarjeta SIM de un móvil inanimado—, ella pronto volvería a llevar una vida normal. Luego regresaría como nueva con sus amigos y con la familia, y diría: «Aquí estoy de vuelta, ha sido sólo una pequeña crisis. No es de extrañar, el calor, el estrés, ya sabéis». Y ellos replicarían: «Qué bien que ya hayas vuelto, Judith. Y ahora concédete unas vacaciones bien bonitas. Ya no tienes nada que temer. ¡Todos estamos contigo!».

Aún faltaba, aún andaba a tientas por el túnel estrecho y oscuro, pero ya entraban tenues rayos de luz, y en un pequeño atisbo de euforia hizo una reserva para volver a disfrutar de sus habituales paseos, esta vez durante una semana a Ámsterdam, a finales de agosto. Allí podría alojarse en casa de unos amigos que no sabían nada de Hannes (y a lo sumo se enterarían de que cada día un maniático obsesionado con ella le decía algo intrascendente en el buzón de voz).

Dos días después estuvo demasiado imprudente y, cuando despachaba la correspondencia comercial, abrió un sobre sin remitente. En estado de shock, tras haber reconocido que la carta era de él, cometió su segundo error grave: la leyó, línea a línea, hasta la última palabra.

El texto estaba redactado en estilo protocolar y al principio aparentaba una engañosa objetividad:

«Doce de agosto, siete de la mañana, se enciende su radiodespertador. Según el reloj de él, faltan seis minutos para las siete. El de ella adelanta, la hora exacta es la de él. Se ducha, es maravilloso cómo corre el agua fresca por su cuerpo suave y delicado. Ella piensa intensamente en él. Él en ella, siempre.

»Siete y cuarenta y tres. Sale de casa. Vestido ceñido de verano color verde pálido. Pelo rubio dorado desmelenado. Aparenta veinte. La mujer más hermosa del mundo. Pero su cara es demasiado seria y triste. (Teleobjetivo, ¡en el fondo eres un teleobjetivo pesimista!). Ella nota su ausencia. Lo echa de menos.

»Siete y cincuenta y siete. Abre la tienda de lámparas, el bolso verde esmeralda se le cae del hombro delgado. Está distraída, inquieta, nerviosa. No está a lo que está. Piensa en él. Él en ella, siempre.

»Doce y catorce. Sale de la tienda. Mira a la izquierda, mira a la derecha. Lo busca. Él está muy cerca. Ella podría tocarlo. Él la ama más que a nada en el mundo. Seguro que ella a él también. Seguro. Seguro. Seguro.

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