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Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Romántico

Siempre tuyo (8 page)

Volvió a notar que todos sus sentimientos hacia Hannes estaban sujetos a obligaciones. Esta vez tenía una deuda de gratitud y reconocimiento. ¡Menudo guía turístico de élite era, menudos ases se sacaba de la manga para darle incesantes muestras de su amor! Pero si uno ha de estar impresionado durante tres días seguidos con intervalos de una hora, llega un momento en que ya no lo consigue. Al cabo de dos días, Judith se hartó de la frenética Venecia de Bergtaler y fingió ataques de migraña.

La tercera y última noche se despertó sobresaltada por malos sueños y se encontró de espaldas, aprisionada entre los brazos y las piernas de Hannes. Las tentativas de liberarse sin despertarlo fracasaron. Se odió a sí misma por haberse puesto y haberlo puesto a él en aquella posición. Además la situación le produjo pánico, mezclado con un sentimiento de profunda tristeza alimentada por la calma y la oscuridad. Con la mano derecha libre buscó a tientas el interruptor y encendió la araña de filigrana. Al principio, los cristales emitieron nítidos destellos de colores que delinearon la infancia de Judith. Luego empezaron a difuminarse y poco a poco se fueron deshaciendo en lágrimas. Finalmente fueron arrastrados por los torrentes de sus ojos.

Ella contuvo los sollozos lo mejor que pudo. Sólo faltaba soportar unas horas más aquella espantosa falta de libertad de movimientos pasando desapercibida. Pero después de Venecia debía acabarse de inmediato. Tenía que decírselo. Es más: tenía que decírselo de modo tal que él lo entendiera. Tenía que separarse de él en buenos términos. Sólo pensarlo le daba miedo.

Fase
cinco
1.

—No tiene nada que ver contigo —dijo ella.

De entrada, la más desvergonzada de las mentiras. Judith dejó caer tres terrones de azúcar en la taza de café. Hannes ahogó su mirada en un vaso de agua. Ella prefería no saber qué clase de mirada era. Ninguna relación puede haber sido lo bastante bonita para justificar la desdicha de una separación.

Judith: —Es que de momento soy incapaz de tener una relación estable.

¡Maldita sea!, ¿por qué no la interrumpía furioso? ¿Por qué le sonreía con tanta benevolencia?

Judith: —Hannes, yo… lo siento mucho.

Con la yema del pulgar, él aplastó una lágrima que corría por la nariz de Judith. Ella decidió que sería la última.

—Eres una persona maravillosa. Te mereces una mujer muy diferente, una mujer que esté segura de sus sentimientos, que pueda devolverte lo que tú le das, que…

No era extraño que él apenas la siguiera escuchando. Sacó una hoja de papel de su enorme portafolios plano y la puso sobre la mesa.

—¿Lo has notado? —preguntó con picardía y con demasiado buen humor para la situación.

En un café junto al puente de los Suspiros, él le había pedido a un artista callejero que les hiciera un retrato. Por ese motivo, allí había tenido su mejilla apretada contra la de Judith durante varios minutos. La cara de él estaba muy lograda, pero a Judith la suya, radiante, le parecía extraña. Cómo iba a adivinar un dibujante de Venecia qué aspecto tenía ella cuando estaba enamorada.

—Hannes, es mejor que por un tiempo…

—Sí, claro —la interrumpió él—, puedes quedarte con el dibujo si quieres, como un pequeño recuerdo.

—Gracias —dijo ella, desconcertada. No podía ser que ésa fuera ya la despedida.

Hannes: —Quizá lo de Venecia haya sido excesivo.

Judith: —No, no. Fue perfecto tal como fue. Guardaré un buen recuerdo de ese viaje, lo prometo —ella sentía su vergüenza hasta en las sienes. Ni su padre le había dicho semejantes cosas a su madre—. ¿Me odias ahora? —preguntó, con la esperanza de un rotundo «sí», en la cúspide del bochorno.

No pudo impedir que él le cogiera la mano y se la llevara a los labios. Cuando se deja a alguien, hay que tolerar todo eso.

Hannes: —¿Odiarte a ti? —él sonrió—. Amor, no sabes lo que dices.

Ella se temía algo peor: era él quien no sabía lo que ella estaba diciendo. Y además ya iba siendo hora de que dejara de llamarla «amor», pensó.

—Pues nada —dijo ella, cuando la pausa se volvió insoportable.

—Pues nada —dijo él, como si se tratase de un chiste tan bueno que pidiera a gritos ser repetido.

Ella tenía en la punta de la lengua: «Estoy segura de que volveremos a encontrarnos». Pero le añadió una analgésica dosis de optimismo calculado y se inclinó por:

—Seguro que no nos perderemos de vista.

Entonces él rio con todo su abanico de dientes blancos:

—No, seguro que no.

Judith se puso de pie y se dirigió a la salida deprisa, para evitar un dramático beso de despedida.

—Seguro que no, amor —le gritó él, mientras ella se alejaba.

2.

Por la noche, Judith suplicó a todos los buenos y los malos satélites de la televisión que le reblandecieran el cerebro con ayuda de unas copas de vino tinto. No se sentía en condiciones de ver gente y, menos aún, de encontrarse con amigos para comunicarles su fracaso de ruptura profesional. Sólo sabía una cosa, y quería guardársela para sí: Hannes había sido el último hombre con el que salía sin amarlo lo bastante para estar segura de que sería capaz de tolerarlo a su lado de forma permanente. Nunca más volvería a imponerse ni a sí misma ni a otra persona una retirada tan humillante.

Sobre las diez, el politono de su móvil la sacó de una de esas series con salvas de risas enlatadas. Hannes escribió: «¿Puedo mandarte un SMS cuando no esté bien?». «Desde luego, cuando sea», le respondió ella, atormentada por los remordimientos y agradecida por su discreto intento de superar la frustración. Después apagó el móvil.

Por la noche se despertó varias veces y se aseguró de que él no estuviese a su lado. Al final se resignó, encendió todas las luces, se puso los auriculares para prevenir eventuales ruidos de la escalera, descansó la vista con las primeras letras del nuevo libro de T. C. Boyle y esperó a que el radio despertador la salvara.

Por la mañana se obligó a tener prisa y ajetreo. Cuando cerró tras ella el portal (¿por qué habría tenido que darse la vuelta?), le saltó a la vista la bolsa de plástico colgada del picaporte, con la inscripción «PARA MI JUDITH». Dentro había tres rosas amarillas envueltas en papel, con la críptica nota «¿QUÉ TIENEN ÉSTAS…» y la marca del autor, el corazón demasiado ancho de Hannes.

3.

—Jefa, parece enferma —dijo Bianca por la mañana, a la luz de la recién instalada entrega de lámparas de Lieja.

—No, sólo estoy mal maquillada —contestó Judith.

Bianca era impotente contra argumentos tan acertados.

—¿Jefa?

Ya por el tono, Judith se dio cuenta de que algo malo se avecinaba.

Bianca: —Su novio ha venido y ha dejado esto, tenía mucha prisa, le he preguntado si quería que le diera algún recado y él ha dicho que sí quería, y el recado que quería que yo le diera es que la quiere a usted más que a nada. ¡Jo, pero si es supertierno! Ya me gustaría a mí tener un hombre así alguna vez.

Bianca le entregó las flores: tres rosas amarillas, una nota con el vago mensaje «… Y ÉSTAS…» enmarcado en un corazón ancho de pesadilla.

Judith se retiró a su despacho y encendió el móvil para prohibirle a Hannes que le mandara más flores. Habían llegado once mensajes nuevos. Once veces su nombre. Once mensajes con el mismo texto. Dos y trece: «No estoy bien». Tres y trece: «No estoy bien». Cuatro y trece: «No estoy bien». Once veces no estaba bien, con intervalos de una hora exacta, sin distinción entre día y noche. Judith advirtió que faltaba poco menos de un cuarto de hora para que él volviera a no estar bien. Y si ella lo olvidaba o lo reprimía…, él iba a recordárselo puntualmente.

Seleccionó su número y le saltó el buzón de voz. «¡Déjalo ya, Hannes! ¡Haz el favor de no mandarme más estas series de SMS! ¡No tiene sentido! ¡Y déjate de rosas! Si aún te importo, respeta mi decisión. Créeme, yo tampoco estoy bien. Pero no hay más remedio. ¡Acéptalo, por favor!».

Le costó sacar adelante el trabajo el resto del día. Después de su llamada, Hannes había suspendido sus SMS. Ahora le quedaba el temor de nuevos ataques de rosas. Durante el camino a casa la acompañó la continua aprensión de que él podía estar cerca. Quizá le saliese al encuentro a mitad de camino. Quizá apareciera de improviso en una esquina. Quizá la siguiera furtivamente. Quizá ya le venía pisando los talones.

Una corazonada la llevó a dar un rodeo por la Flachgasse, donde tenía aparcado su Citroën. Desde lejos distinguió el envoltorio blanco alargado en el limpiaparabrisas: tres rosas amarillas, una nota, el fragmento de un mensaje, «… Y ESTAS…» enmarcado en otro corazón demasiado ancho. Se consoló con la esperanza de que él hubiese dejado las flores antes de su queja telefónica.

Cuando por fin la puerta del piso estuvo cerrada por dentro, se aflojó la tensión, pero la calma no duró mucho. Judith estaba en el sofá ocre del salón, permitiéndose una pequeña terapia lumínica bajo su lámpara de codeso de Rotterdam, cuando sonó el timbre. El shock se convirtió de inmediato en rabia.

—¿Hannes? —vociferó.

Se juró a sí misma que lo mandaría al diablo.

—Soy yo, la señora Grabner, la portera —contestó una voz acobardada—. Me han dejado algo para usted.

—¿Quién? —preguntó Judith con la puerta ya abierta, esforzándose por parecer amable.

Grabner: —Un repartidor.

Judith: —¿Cuándo, si me permite la pregunta?

Grabner: —Por la mañana, sobre las once.

Judith: —Ya, sobre las once. ¡Muchas gracias, señora Grabner!

Tiró las flores a la basura, antes de romper el papel miró unos instantes el nuevo mensaje del corazón, «… ROSAS…». Reunió mentalmente los fragmentos: «¿QUÉ TIENEN ÉSTAS Y ÉSTAS Y ESTAS ROSAS…». La frase estaba incompleta. Por lo visto, le aguardaban más regalos.

4.

—¿Ya las tienes todas, amor? —preguntó.

Había cogido el teléfono enseguida, sabía que ella lo llamaría.

Judith: —¿Por qué haces esto, Hannes?

Él: —Pensaba que te alegrarías. Siempre te alegrabas. Te gustan las rosas, sé muy bien cuánto te gustan.

Su voz sonaba como la del seductor líder de una secta.

—Y el color amarillo —prosiguió—. Tú adoras el amarillo. Siempre has estado rodeada de amarillo en tu vida. Tu hermoso pelo rubio, el más hermoso del mundo. Te has criado a la luz, amor. Eres una niña de la luz.

Ella: —Hannes, te lo ruego, deja…

Él la interrumpió. De pronto, su tono era sobrio y severo:

—No te repitas, amor. He recibido tu mensaje. Lo he guardado. Puedo escucharlo cuando me apetezca. Y respeto tu deseo. No te regalaré más rosas en los próximos días, ni amarillas ni de ninguna clase.

Ella: —¿Y dónde hay más? ¿Cuál es el mensaje que quieres darme? ¿Cómo es la frase? ¡Acabemos con esto de una vez! ¿Vale?

Él: —Es un acertijo, amor. Es un pequeño y simple acertijo. Puedes resolverlo fácilmente.

Ella levantó la voz:

—¡No quiero resolver nada! ¡Lo que quiero es que me dejes en paz! ¡Por favor!

Él: —Quince rosas en total. Cinco por tres. Un pequeño obsequio y un pequeño ejercicio, nada más. Toma el florero grande de cristal. ¿Cuántos ramitos has recogido ya?

Ella: —Cuatro. Primero el portal, luego la tienda, luego el coche, luego la vecina. ¿Dónde está el quinto, Hannes? Dilo. O si no… si no… ¡Me sacas de quicio!

Él: —Perfecto. El orden está bien. Sabía que darías un rodeo por el coche antes de volver a casa. Te conozco, amor, y como te conozco, he pensado que te alegrarías.

Ella: —¿Dónde está el último ramo? ¡Dilo!

Se hizo una pausa.

Él: —Las últimas rosas… ¿Dónde estarán las últimas tres rosas? En mi casa, desde luego. Quería llevártelas personalmente. Hoy quería…

Ella: —Ten por seguro que no me traerás ni flores ni nada, Hannes. Hoy no nos veremos. Y tampoco mañana, ni pasado mañana. No quiero, ¡por favor!

Él: —No hace falta que me grites, amor. Eso me ofende. Te he entendido. Si no quieres que vaya, no iré. Si Venecia fue demasiado para ti, si necesitas una pausa, yo lo respeto.

—Hannes —dijo ella con mucha calma—, no necesito una pausa. Ayer-rompí-contigo. ¿Recuerdas? ¿Serías tan amable de tomar nota de ello?

A modo de confirmación, Judith cortó la comunicación.

5.

Durante tres días no oyó, no vio ni olió nada de él. Fueron días lluviosos de un calor sofocante. Agobiante…, así era también su estado físico y espiritual. Se despertaba de madrugada, con una vaga sensación de mareo, como si hubiese tenido a alguien acostado con todo su peso sobre su estómago, por ejemplo, a Hannes. Por la mañana y por la tarde entraba y salía de la tienda de lámparas cobijada bajo su paraguas. Durante el día —para evitar el contacto con cierto cliente potencial— se atrincheraba el mayor tiempo posible en el despacho. Pasaba las noches en casa con libros, películas y música, a la luz de sus lámparas. Cada dos horas le daba las gracias al teléfono por seguir sin dar señales de vida.

Al cuarto día del abrupto corte, se permitió tener por primera vez algo parecido a «compañía». Lara y Valentin, los que hacían manitas, la habían avisado de que, como estaban a punto de irse de viaje a Francia, le llevarían ya su regalo de cumpleaños, con una semana y media de anticipación, probablemente una lechera de porcelana de Gmunden. Los años anteriores, Valentin —que por aquel entonces aún no estaba con Lara— le había regalado una tetera, una cafetera y una jarra de porcelana de Gmunden.

Pero no…, resultó ser un juego de copas y vasos de Bohemia, francamente bonito, de una tienda de antigüedades de Josefstadt. (Por lo visto, Lara había hecho valer su influencia). Judith pensaba contarles del fracaso de su relación en cuanto se mencionara el nombre de Hannes, al fin y al cabo por alguien tenía que empezar. Pero no se mencionó su nombre. Es probable que sospecharan lo que había ocurrido, porque él ya no aparecía en los relatos de Judith, ni en sus planes para las vacaciones y para el futuro. De Venecia sólo habló de pasada, como si aquellas vacaciones cortas hubiesen sido un fastidioso viaje de trabajo, el denso programa cultural obligatorio.

Las dos horas de charla fueron amenas y entretenidas, y distrajeron a Judith de sus agotadores pensamientos. Cuando se despidieron, Lara la sorprendió con las siguientes palabras de consuelo, acompañadas de un guiño:

—¡Todo acabará bien!

Y Valentin le dio un abrazo discreto y reconfortante, como si ella fuera una persona en crisis. Probablemente no hace falta hablar para saberlo todo, pensó Judith.

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