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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (46 page)

La idea de Olivia como agente del MI6 pareció cómica al principio, y sin embargo tenía que admitir que atraía a la misma parte de su personalidad que disfrutaba actuando en montajes teatrales aficionados, que aparte de alguna esporádica y desilusionante participación en el hockey sobre hierba y en kung-fu, era su principal actividad extracurricular.

Había representado dieciséis papeles con frase en una docena de producciones diferentes. Los números parecían chocantes porque solía aparecer en papeles tan pequeños que, con un cambio de disfraz, podía hacer más de uno en la misma obra. Con tiempo y experiencia se graduó a papeles de acompañante y novia en pequeñas producciones en la zona de Oxford. Aparte de eso, no tenía ninguna ambición en el mundo teatral. Pero había llegado a comprender las decisiones de los directores de casting en lo relativo a la forma en que la gente en general, los hombres en particular, la miraban. Los hombres nuevos que acudían a su entorno la ignoraban al principio. Algunos empezaban luego a mirarla con curiosidad. Entonces o bien volvían a ignorarla o descubrían algún modo de hacerle saber que consideraban que era preciosa; que esto no era en modo alguno obvio; y que se merecían alguna recompensa o apreciación por haber sido tan ingeniosos de descubrirlo. Distintos directores le habían concedido papeles mayores o menores dependiendo de dónde caían en el continuum de la apreciación de Olivia, pero los papeles principales la habían eludido por dicho motivo.

Pero en el juego de los agentes infiltrados, los secundarios, las novias y los ayudantes eran precisamente lo que se buscaba. No hacía falta ningún tipo al estilo James Bond.

Había una media docena de fotos en el mundo (casi todas fotos improvisadas tomadas con teléfonos móviles) que hacían que Olivia pareciera realmente hermosa. Y había descubierto que podía hacer que la gente buscara, y acabara por encontrar, esa belleza haciendo como si lo esperara. Pero bien podía hacer que fracasaran aparentando lo contrario. Le parecía que podía ser una buena habilidad para una espía.

Después de seis meses en Vancouver, la asaltó de pronto un deseo irrefrenable de tomar sopa de melón de invierno que acabó en un espontáneo viaje a Chinatown. No la vieja Chinatown del centro, sino la nueva de las afueras. Una sesión de regateo con un frutero le hizo poseer un melón de invierno tan largo como su brazo. Mientras terminaban la transacción, el frutero entabló conversación con Olivia y le preguntó cuánto tiempo llevaba en Canadá.

—Seis meses —le dijo Olivia, y entonces él preguntó amablemente de qué parte de China era. Y en vez de tratar de explicarle la historia de sus padres, ella simplemente contestó: «Pekín.» Él lo aceptó sin ningún tipo de escepticismo, y la gente que había cerca se unió a la conversación y la aceptó como china pura del país.

Luego, durante su segundo año, se mudó a un edificio de apartamentos en un barrio más chino y pasó, con muy poca dificultad, como estudiante graduada de Pekín. Lo más cerca que estuvo de ser descubierta fue cuando alguien hizo un comentario (halagador, supuso) sobre su aspecto poco común. Pero para entonces Yao Ming probablemente causaba ya muchos comentarios debido a su inusitada altura. Nadie dudaba que Yao Ming fuera chino.

Después de un rato la invitó a tomar té (del tipo inglés) una mujer destinada en el consulado británico de Vancouver, quien una vez más de forma muy amable y sesgada quiso saber cómo iba todo y si un doctorado en St. Antony’s seguía estando en su futuro, o si podría considerar tomarse un poco de tiempo libre primero y ganar alguna experiencia en el mundo del trabajo. Olivia no lo había descartado, y después de eso, los tés se volvieron algo regular y llevaron a entrevistas con almuerzos en bonitos restaurantes de Londres cuando fue a casa para las vacaciones.

Había empezado no haciendo ciertas cosas que, si las hubiera hecho, le habrían impedido trabajar para el MI6 en el futuro. No había abierto una página en Facebook. No había colgado fotos en Flickr. No había visitado China, lo que significaba que el gobierno de ese país no tenía fotos suyas, ni registros de su existencia. No había hecho estas cosas por el sencillo motivo de que los recaderos del MI6 que seguían cruzándose en su camino no paraban de preguntarle si lo había hecho alguna vez. Y cuando decía que no, la noticia era siempre recibida con un enorme alzar de cejas.

Y por eso fue a Londres y al MI6, donde trabajó como analista durante dos años, desarrollando su identidad encubierta y escribiendo informes sobre diversos temas. Un de los cuales era el terrorista galés Abdalá Jones, que era de particular interés para Olivia porque una vez hizo volar al compañero de bridge de su tía-abuela en un autobús en Cardiff.

Era (como había aprendido) de origen indio, es decir, descendiente de esclavos llevados al Caribe para trabajar en las plantaciones de caña de azúcar. Había crecido en un arrabal de Cardiff donde se había hecho adicto a la heroína. Superó esa adicción con la ayuda de un mullah local que lo había convertido al Islam.

Libre de la dependencia siguió un curso de ciencias de la tierra en Aberystwyth y se graduó en la Facultad de Minas de Colorado, donde al parecer aprendió muchísimo de explosivos. Tras regresar a Gales, se unió a una célula islamista radical y se curtió volando autobuses en Gales y la región central de Inglaterra antes de emigrar a Londres y graduarse en las estaciones de metro. Cuando esas actividades lo convirtieron en objeto de intensa curiosidad policial, se trasladó al norte de África, luego a Somalia, después a Pakistán (el lugar de su mayor hazaña, donde mató a 111 personas con una bomba en un hotel), más tarde a Indonesia, el sur de las Filipinas, Manila, Taiwán y ahora, extrañamente, a Xiamen. Todos aquellos pasos tenían perfecto sentido excepto los dos últimos.

Decir, como hacía la gente frecuentemente, que Abdalá Jones era al MI6 lo que Osama bin Laden fue para la CIA, era pasar por alto unos cuantos puntos importantes, en opinión de Olivia. Era cierto que Jones era el objetivo de máxima prioridad del MI6. Hasta ahí, la comparación servía. Aparte de eso, como Olivia aprovechaba cada oportunidad para recalcar, comparar a Jones con Bin Laden era peligroso en tanto minimizaba el peligro que suponía Jones. Los mejores días de Bin Laden habían pasado antes de que lo mataran. Era uno de los hombres más famosos de la historia; no podía sacar un pie de su cueva sin aparecer en Internet. Jones, por otro lado, era poco conocido fuera del Reino Unido, y aunque había asesinado a 163 personas en ocho atentados distintos antes de cumplir treinta años, había pocas dudas de que mataría a muchos más en el futuro.

A menos que fuera capturado, naturalmente.

Como estaba fuera del Reino Unido, y era improbable que regresara, tendrían que hacerlo en algún otro país.

Y eso era difícil.

Por fortuna estaba el MI6, una entidad cuyo objetivo era operar en lugares que casualmente no pertenecían al Reino Unido. Y por eso cuando los jefes de Olivia le pidieron que escribiera informes sobre Abdalá Jones, no fue solamente porque quisieran engordar su dosier, ya grueso de por sí. Era porque querían elaborar algún modo de capturarlo o de matarlo.

Olivia había supuesto que todo era académico, al menos para ella. Sus idiomas eran el inglés, el mandarín, (un poco menos) el ruso y (todavía menos) el galés. Esto hacía que fuera improbable que la destinaran como agente encubierta en los lugares donde solía aparecer Abdalá Jones. Así que todos sus intachables memorándums y presentaciones en PowerPoint sobre lo malo que era Jones y lo importante que era ir tras él habían parecido libres de ninguna mancha de interés propio: el MI6 podía lanzar todo su presupuesto anual tras Jones y no daría a Olivia Halifax-Lin más autoridad presupuestaria ni ninguna posibilidad de gloria operativa.

Después de un tiroteo en Mindanao que mató a varios miembros de las fuerzas especiales americanas y filipinas, Jones se mudó a Manila durante un par de meses y luego se largó de la ciudad horas antes de una redada policial, dejando detrás una fábrica de bombas plenamente operativa que había minado a conciencia. Pruebas circunstanciales sugerían que debía de haber encontrado pasaje a Taiwán en un barco pesquero. El mundo chinoparlante no era un objetivo normal del terrorismo islámico, y por eso los motivos de su marcha a Taiwán, y lo que había hecho allí, seguían siendo un misterio.

Después de seis meses sin hacerse notar cruzó el estrecho y se fue a Xiamen, nada menos.

Por vago que pudiera parecer, eran datos de inteligencia increíblemente precisos y específicos que apuntaban a la existencia de recursos y métodos extraordinarios. Aunque Olivia no lo había dicho de manera explícita, era bastante fácil deducir que el MI6 debía de tener un informador en Pakistán que tenía acceso a los mensajes que se transmitían Jones y sus contactos de al-Qaeda.

Sí sabía con seguridad que a través de ese canal, fuera cual fuese, el MI6 había conseguido el nombre de una ciudad (Xiamen) y un par de números de móviles. Se utilizaron aparatos para detectar frecuencias de radio y buscar la firma digital de esos móviles y cernirse lentamente sobre el lugar donde estaban siendo utilizados. Gran parte se había hecho en colaboración con agencias norteamericanas de tres letras, a través de pura tecnología de inteligencia de señales: satélites, puestos de escucha en la cercana isla taiwanesa de Kinmen, y aparatos por control remoto colocados en Xiamen por operativos contratados que, naturalmente, no tenían ni idea de lo que estaban haciendo ni para quién trabajaban.

Toda esa fase de la operación se basó en la premisa, presentada por Olivia, de que Jones tenía que estar inmovilizado en algún sitio la mayor parte del tiempo. Un negro alto simplemente no podía moverse por una ciudad china sin atraer una enorme cantidad de atención. Debía de tener un piso franco en alguna parte y debía de pasarse virtualmente todo el tiempo en él, comunicándose a través del teléfono. Todo lo cual era perfectamente obvio para alguien que hubiera estado alguna vez en China, o incluso en Chinatown, pero que al parecer fue una reflexión muy útil para alguna gente del MI6 que había supuesto que, como Xiamen era una gran ciudad portuaria internacional, Abdalá Jones podía ir deambulando por las calles igual que podría haber hecho en París o Berlín.

A través de estos medios técnicos, de todas formas, los expertos en señales de inteligencia habían reducido la localización de Jones a un kilómetro cuadrado antes de que Jones tuviera el buen sentido de tirar sus teléfonos y cambiarlos por otros nuevos.

El día después de que esos teléfonos se apagaran, subieron a Olivia a un avión con rumbo a Singapur.

Ninguna orden concreta la esperaba allí, así que deambuló por Chinatown durante unos cuantos días, reafirmándose en que realmente podía pasar por china.

Entonces, en el brusco y enigmático estilo al que estaba empezando a acostumbrarse, voló a Sydney, y de ahí a un aeropuerto en un lugar llamado Hamilton Island, donde la recibió John, un bronceado británico antiguo miembro del Servicio Especial de Buques de los Marines Reales, ahora trabajando, o fingiendo trabajar, como instructor de buceo para turistas. Desde el aeropuerto, Olivia y John fueron caminando (era la primera vez en su vida que Olivia salía de un aeropuerto como peatona) a un fondeadero donde les esperaba un barco. Olivia se acomodó en un camarote mientras John los dirigía a una islita situada a unos pocos kilómetros de distancia.

Entonces John se pasó tres días enseñando a Olivia todo lo que pudo sobre buceo.

Luego la llevó de vuelta al aeropuerto, le dio un gran abrazo salado/arenoso, y la metió en otro avión. Ella se sintió triste por verlo por última vez pero también un poco aliviada. Menos de doce horas después de que subiera a su barco, Olivia y John habían empezado a practicar sexo, y no habían parado hasta diez minutos antes del paseo hasta el aeropuerto. Esta era con diferencia la vez que más rápido Olivia había pasado de cero a cien con un hombre: se sentía emocionada, sorprendida y cortada y comprendía que si se hubiera quedado en aquel barco un día más toda la situación se habría vuelto agria y tal vez incluso habría destruido su carrera.

Tras regresar a Singapur con las huellas dactilares de John casi palpables encima, siguió instrucciones para ir a cenar a un restaurante concreto. Allí se encontró con un hombre llamado Stan, cuyos intentos por vestir como un turista hacían muy poco para ocultar que era capitán de la Marina norteamericana. Stan y Olivia comieron juntos sus tallarines y luego se dirigieron en taxi a los muelles de Seambawang, donde Olivia subió a bordo de un destructor con una larga gabardina con la capucha puesta mientras llevaba un paraguas grande. No estaba lloviendo.

El destructor parecía impaciente de su llegada, y soltó amarras y se hizo a la mar mientras aún le estaban mostrando su alojamiento. Para su alivio, Olivia no mantuvo sexo impulsivo con Stan ni con ningún otro miembro de la tripulación del destructor.

Un día y medio después, bajo densas nubes justo antes de amanecer, fue transferida a un submarino de la Royal Navy que los estaba esperando en mitad de ninguna parte. Aquí su alojamiento fue de lo más diminuto imaginable, y vio todo tipo de pruebas circunstanciales de que hombres y material habían sido retirados a toda prisa, y a regañadientes, para su beneficio. Una bolsa impermeable la esperaba. Contenía un traje barato pero razonablemente presentable de un sastre de Shangai a quien estaba claro que le habían suministrado sus medidas. También había un bolso, con su carné de identidad chino, su pasaporte chino, y una cartera algo usada que contenía tarjetas de crédito, dinero, fotos y otras cosas plausibles: recipientes medio usados de los mismos cosméticos que normalmente usaba, sobre todo material Shiseido que podía ser obtenido en cualquier ciudad del mundo; y otras tonterías típicas de los bolsos, como billetes de tren, recetas, caramelos para la tos, tampones, seda dental, un kit de costura de hotel, Krazy Glue, e inevitablemente, un condón, fecha de expiración de hacía tres años, habilidosamente gastado para que pareciera que lo había guardado en el bolso después de un taller obligatorio de sexo seguro y lo había olvidado.

El capitán del submarino le entregó un sobre cerrado, de media pulgada de grosor, cubierto con advertencias sobre su cualidad de secreto. Ella lo abrió y encontró tres cosas:

  • Una carta de su jefe diciéndole que estableciera el paradero exacto de Abdalá Jones. Este documento no se molestaba en señalar, ni apuntar siquiera, las terribles cosas que le sucederían a Jones poco después. Esto solo hizo que lo sintiera más pesado en las manos, como si lo hubieran escrito en una lámina de uranio.
  • El dosier de su alter ego chino. La mayor parte lo había escrito ella misma y lo había memorizado, pero al parecer lo habían incluido por si quería hacer algún repaso de último minuto.
  • Una adenda explicando cómo demonios se había encontrado de pronto su alter ego en Xiamen. Leyó esto con atención, pues era una sorpresa para ella.

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