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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (47 page)

A bordo del submarino había un pelotón de hombres de los servicios especiales. Uno de ellos le mostró un lugar donde habían soldado una cápsula extra a la quilla del submarino, como un lobanillo en un camello. Se podía acceder a ella a través de un sistema de escotillas. Olivia estaba segura de que era el objeto más caro que había visto en su vida. La cápsula era un submarino diminuto, capaz de alojar a media docena de hombres.

—O cinco hombres y una mujer, si llega el caso —dijo el hombre de los servicios especiales.

En cierto sentido era un navío sencillo. No estaba hecho para ser llenado de aire ni soportar la presión del océano. El agua del mar lo llenaba, y los ocupantes llevaban equipos de submarinismo. Pero en otros aspectos estaba lleno de lo que ella consideraba que era una tecnología de navegación y ocultamiento fantásticamente compleja.

Pasó un día en el submarino, casi siempre sola, aunque le ofrecieron una buena cena en el comedor de oficiales e hicieron varios brindis en su honor, por sus buenas cualidades, su misión, desearle buena suerte, etcétera, etcétera.

Y fue entonces cuando Olivia empezó a asustarse.

Cabría pensar que habría sucedido antes. No es que no le hubieran faltado atisbos sobre la naturaleza del plan. Pero lo que pudo con ella emocionalmente durante la cena fue precisamente la tradición: cientos de años de hombres de la Royal Navy yendo a partes extrañas del mundo para hacer cosas espectacularmente imprudentes. Era un guiño a aquellos que no iban a mostrar su apreciación: un precursor de la culpa del superviviente.

No se le había ocurrido antes, pero tenía que cruzar de algún modo la frontera china. Cruzarla por cualquier puerto de entrada legal dejaría huellas imposibles de reconciliar con su tapadera. Aunque lo hiciera con papeles falsos y luego se deshiciera de ellos, tendrían fotos de ella, y había que asumir que ahora ya tendrían software de reconocimiento facial. Teóricamente podría haber cruzado caminando la frontera desde algún lugar como Laos o el Tíbet, pero eso parecía horriblemente victoriano. Y no tenían tiempo. Así que iba a ser esto. A las tres de la madrugada se puso el equipo de buceo y llevó su bolsa impermeable a la cápsula-submarino, donde, como le habían prometido, la esperaban cinco hombres de los servicios especiales. Luego se produjo un largo y tedioso procedimiento, donde hubo un montón de comprobaciones. El aparato se llenó de agua y empezó a moverse con independencia del gran submarino.

Luego no hubo más que oscuridad y silencio durante una hora. Los hombres que controlaban los movimientos del submarino trabajaban con dedicación, leyendo instrumentos, mirando mapas electrónicos. Ella empezó a ver masas de tierra que reconoció: la gran isla redonda de Xiamen apareció en la pantalla.

Se acercaron mucho a una de las islas exteriores, y uno de los hombres de los servicios especiales se pasó un rato mirando a través del equivalente electrónico de un microscopio. Luego se tomó la decisión y se dio la orden. Acompañada por uno de los buzos, Olivia nadó los últimos cien metros y se arrastró por una playa repleta de basura en una cala solitaria y siguió arrastrándose hasta que el buzo y ella quedaron ocultos por el follaje. Se quitaron las máscaras y se quedaron allí tendidos inmóviles durante un rato, hasta que tuvieron la seguridad de que no había nadie cerca. Olivia se quitó el traje de neopreno. Mirando recatadamente en otra dirección, el buzo abrió la bolsa impermeable y sacó las prendas una a una, empezando por las bragas, y se las tendió por encima del hombro. Cuando ella estuvo vestida del todo, se dio la vuelta y la saludó (otro detalle que casi la mató) y luego se arrastró entre la basura hasta el agua, arrastrando tras de sí una bolsa que contenía el equipo de submarinismo de Olivia. Una ola lo cubrió y desapareció.

Olivia se aplicó repelente de mosquitos y permaneció oculta en el bosque durante dos horas, luego caminó colina arriba hasta la carretera durante un kilómetro hasta un lugar donde cientos de personas, sobre todo mujeres jóvenes, salían de un enorme complejo de apartamentos nuevo en dirección a una parada de autobús. Como ellas, cogió un autobús hasta la terminal de ferris, y desde allí se unió a un flujo de miles que cruzaban las amplias planchas de aluminio y subió a un ferry atestado. Una hora más tarde estaba en el centro de Xiamen. Siguiendo instrucciones memorizadas de aquel sobre, se dirigió a una oficina de FedEx y recogió una caja grande que la estaba esperando. Tras abrirla con una navaja que había en su bolso, descubrió que contenía una típica maleta con ruedas de las que suelen hacer las rondas en las cintas de equipaje de todos los aeropuertos del mundo.

Un trayecto de cinco minutos en taxi la llevó a un hotel mediocre cerca del muelle. Entró en el lugar como si acabara de llegar del aeropuerto, presentó su carné de identidad chino, y alquiló una habitación. Tras acomodarse, abrió la maleta y encontró un portátil que reconoció, ya que ella misma lo había comprado y preparado, asegurándose de que cada detalle de su configuración de software y hardware fuera consistente con su historia. Lo encendió, conectó con la wi-fi del hotel, y descubrió mensajes de varios días de clientes ansiosos de Londres, Estocolmo, y Amberes.

Ahora era Meng Anlan, que trabajaba para una firma ficticia de Guangzhou llamada Xinyou Quality Control Ltd., fundada y dirigida por el ficticio tío Meng Binrong, que intentaba establecer una sucursal en la zona de Xiamen. Xinyou Quality Control Ltd. actuaba como enlace entre clientes de Occidente y pequeñas empresas de China. Era una forma bastante común de ganar dinero hoy en día, y muchas firmas lo hacían. Lo único que era un poco inusitado en la tapadera era el género de Meng Anlan: excepto en casos muy puntuales, las mujeres no se dedicaban a estas cosas en China.

O al menos no lo hacían abiertamente. Había un montón de empresas que, para todos los propósitos prácticos, eran controladas por mujeres: pero siempre daban la cara hombres. Así que la plausibilidad de la tapadera de Olivia se basaba en su ficticio tío Meng Binrong de Guangzhou, quien (según la historia) era el verdadero jefe. Meng Anlan tan solo hacía encargos para él, actuando como una especie de secretaria personal. Todas las decisiones de importancia tenían que ser consultadas con Binrong.

Esto era un poco más complicado de lo que era deseable en la tapadera de un espía. Peo no había muchas excusas plausibles para que una joven en China fuera por ahí sola, lejos de su casa y su familia. Había millones de ellas haciendo trabajos menores en fábricas y durmiendo en dormitorios de empresas, pero tenía poco sentido que el MI6 la colara en China para que pudiera adoptar ese estilo de vida. Solo era útil como agente si tenía dinero y libertad de movimientos. Incluso habían considerado convertir a Olivia en una
call-girl
de alto standing o una mantenida. Esto no habría implicado tener que acostarse con nadie: los clientes podrían haber sido imaginarios. Se habían decidido por la historia de la relación industrial porque le proporcionaba excusas para viajar por la región, hacer contacto con gente de la industria y alquilar espacio de oficinas.

Habían utilizado diversos tipos de desvíos electrónicos para establecer números de teléfono y de fax en Guangzhou que sonaran en una habitación subterránea en el cuartel general del MI6 donde había disponible un pequeño personal chino-británico: una mujer que hacía el papel de recepcionista y un inglés rubio y de ojos azules que hablaba fluidamente el cantonés y el mandarín y que hacía el papel de Meng Binrong. Así que la historia aguantaría mientras la gente con quien ella hablara en Xiamen no fuera más allá de contactar con su tío por teléfono, fax o e-mail. Pero si alguien sentía suficiente curiosidad para visitar las oficinas de Xinyou Quality Control en Guangzhou no encontraría nada, y toda la historia se vendría abajo. Y había varias formas en que la identidad de Meng Anlan podía ser descubierta. Cuando eso sucediera, la mejor salida posible sería marcharse para nunca más volver, para nunca más trabajar en este tipo de papel. Otros posibles resultados incluían cumplir una larga condena penitenciaria o ser ejecutada.

Era un despilfarro. No había otra manera de expresarlo. Su combinación de aspecto, educación y dominio del idioma la convertían en un activo único. Alguien del MI6, en algún momento, debió de albergar altas esperanzas hacia ella: debió de planear emplearla para algo grande e importante. Su identidad había sido creada, con enormes gastos y cuidados, para servir a ese propósito, fuera cual fuese. Pero aquel propósito original se olvidó cuando Abdalá Jones se mudó a Xiamen y se deshizo de su móvil. Alguien había tomado la decisión de que Olivia fuera reubicada y enviada a buscar a este hombre.

Encontró un bonito apartamento estilo occidental en la isla de Gulangyu, justo al otro lado del estrecho respecto al centro de Xiamen, y lo decoró y amuebló de manera consistente con su tapadera. Empezó a tomar el ferry para ir al centro cada día a «buscar espacio para oficinas». Pero la búsqueda de ese espacio para oficinas era en realidad un reconocimiento manzana por manzana del kilómetro cuadrado donde se creía que Abdalá Jones tenía su piso franco.

Experimentó varios enormes cambios emocionales en su valoración del nivel de dificultad. Mil metros no era en realidad una gran distancia. Diez campos de fútbol. Y así, visto desde la comodidad de la lejanía, el trabajo no había parecido tan difícil. Durante su primer par de semanas de gastar suelas en el centro de Xiamen, sin embargo, empezó a sentirse terriblemente deprimida respecto a sus posibilidades de conseguir ningún avance. La población del kilómetro cuadrado en cuestión estaba probablemente entre veinte y treinta mil personas. El número de edificios llegaba a varios cientos. Se sentía abrumada, deambulando todo el día y perdiéndose en las tortuosas y atestadas calles del distrito y luego yaciendo medio desnuda en su apartamento de Gulangyu, rehaciendo los pasos que había dado durante el día y teniendo sueños alucinatorios sobre lo que había visto.

El apartamento, al menos, era bonito. La isla de Gulangyu era pequeña, empinada, verde, casi sin vehículos, y cubierta de estrechas y sinuosas carreteras que envolvían sus pequeños enclaves. Una red más fina de callejones y escaleras de piedra unía sus parques y patios. Era el lugar donde los occidentales habían construido sus mansiones y sus consulados en el periodo posterior a la Guerra del Opio, cuando Xiamen era conocida por su nombre fujianés de Amoy. Aunque esa época había pasado hacía mucho tiempo, los edificios permanecían.

A duras penas. Echar un vistazo a Gulangyu era recordar que Fujian había sido una jungla tropical y quería, de la peor manera posible, volver a serlo. Si los humanos se marcharan alguna vez, o dejaran de contraatacar con tijeras y sierras, las enredaderas y lianas, las plantas, las raíces, esporas y semillas, en el espacio de unos pocos años, cubrirían todo lo que se había construido. Olivia no conocía la historia detallada del lugar, pero era obvio que algo como esto debía de haberle sucedido a Gulangyu durante los tiempos de Mao, y que los desarrollistas inmobiliarios post-Mao habían llegado a la isla justo a tiempo. De un sitio a otro podía verse todavía algún viejo edificio estilo occidental que estaba siendo hecho pedazos a cámara lenta por el follaje, convirtiéndolo en una estructura tan insegura que solo las ratas y los gusanos de la madera podían vivir allí. Pero bastantes edificios antiguos habían sido rescatados (Olivia imaginaba una invasión al estilo día-D de la isla, con jardineros con sierras y palas saltando en paracaídas del cielo y asaltando las playas), y estaban siendo liberados del florido o espinoso abrazo de las enredaderas, desratizados, provistos de nuevos tejados, reparados y compartimentalizados. Su apartamento era pequeño pero bien situado en la planta superior de lo que una vez fue la mansión de un comerciante francés y ahora servía de hogar a una docena de jóvenes profesionales como Meng Anlan. Su cama daba a un pequeño balcón con vistas al mar y las brillantes luces del centro de Xiamen, y durante las noches en que el sueño la eludía, se sentaba y se abrazaba las rodillas y contemplaba la ciudad al otro lado de las aguas, preguntándose cuál de aquellas luces centelleantes era la pantalla del portátil de Abdalá Jones.

Pero a medida que pasaban las semanas y tuvo en la cabeza la imagen del kilómetro cuadrado, empezó a parecer factible. El noventa por ciento de los edificios podía ser descartado sin más. Eran propiedades comerciales o residencias privadas. A menos que Jones tuviera algún tipo de acuerdo con el propietario de una tienda o con una familia próspera, que parecía muy improbable, tenía que estar viviendo en un edificio de apartamentos, y no en cualquiera, sino uno que sirviera a la gente de paso y los emigrantes económicos. Solo había unos pocos en la zona de búsqueda, y por varios medios había podido tachar a algunos de la lista. Así que aquellas primeras semanas de confusión y tristeza culminaron, de repente, con una breve lista de escondites plausibles.

En sentido racional, no podía decidir entre ellos, pero su instinto estaba claramente a favor de un edificio grande y notablemente destartalado, de cinco pisos de altura, en medio de las calles perfectamente reticuladas de un barrio antiguo pero lo bastante cerca de su linde como para estar destinado a ser demolido y convertido en zona de rascacielos. Había sido un edificio orgulloso durante la época en que la ciudad se llamaba Amoy y los europeos ricos tenían bodegas en Gulangyu. Un hotel, tal vez. Pero hacía mucho que se había convertido en un edificio de apartamentos para obreros.

Olivia fingió estar interesada en alquilar una oficina en un edificio situado justo enfrente. Los dos edificios eran de igual altura y similar edad, unidos por vetas de colores de cables improvisados. El casero quiso destinar a Olivia a las oficinas de los pisos inferiores, donde el acceso era más fácil y el alquiler más alto. Pero Olivia se había convertido en una experta a la hora de prolongar su «búsqueda de espacio para oficinas» a niveles ridículos hablando de la loca avaricia de su tío en Guangzhou. Tenía preparada toda una serie de discursos, y un puñado de anécdotas sobre lo miserable que era Meng Binrong. Los empleó para impulsar al casero cada vez más alto en el edificio y lo engatusó para que le abriera viejas puertas polvorientas y la dejara ver oficinas que eran utilizadas como trasteros de equipos de mantenimiento y puertas, baños y ventiladores que esperaban ser reparados. En cada oficina que inspeccionaba, Olivia tenía cuidado de mirar las vistas, abriendo las ventanas atascadas y asomando la cabeza a la cálida brisa pegajosa. Como explicaba, su única compensación para trabajar en una oficina con tantos tramos de escaleras era la bonita vista que podía conseguir, y la ventilación natural. En realidad, claro, miraba al edificio al otro lado de la calle, estudiando sus ventanas y esperando ver un atisbo de un alto negro galés.

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